domingo, 17 de julio de 2016

Abandonad toda esperanza

Una vez fui jurado del premio literario convocado por una editorial.

La cosa no tiene mayor mérito. Cualquier gilipuertas podría haber acabado siendo jurado de aquel premio y le tocó al cretino que escribe esto y a algunos cuantos mindundis más.

No debería haber aceptado, a tenor de mi experiencia personal como concursante en este tipo de certámenes: organizaciones que juraban y perjuraban no haber recibido a tiempo mi manuscrito aunque yo sostenía en la mano el acuse de recibo que traicionaba su mentira, premios literarios creados para descubrir y promocionar a nuevos autores que se concedían sistemáticamente, año tras año, a escritores consagrados; juegos florales provincianos, incluso consistoriales, de esos en los que el único galardón es un trofeo de metracrilato y la publicación en el boletín cultural del ayuntamiento, premios, en teoría, destinados a amas de casa con hijos universitarios y oficinistas ociosos, otorgados a primeras espadas de las letras españolas y toda clase de extrañas componendas. En mis exploraciones de las alcantarillas literarias descubrí incluso un certamen de novela de los de serie B (premio de cuatro cifras, ninguna de ellas múltiplo de cinco), no diremos nombres, en los que el ganador había sido, tres años consecutivos, el mismo novelista. Que los hay que tener chapados en titanio para presentarse tres veces al mismo premio de mierda después de ganarlo al primer intento, voto a Tal.

Sí, claro que escribo desde el resentimiento. El resentimiento es una de mis principales fuentes de inspiración.

La otra es el despecho, por cierto.

Nunca gané un premio literario, y eso que me presenté a varios. Si tuviese la más mínima fe en la honestidad de los organizadores de esos certámenes no me quedaría otra que asumir la cruda, desollada realidad: los cuentos y novelas que yo había enviado a esos premios no eran más que basura y, tal vez, eso sucedía porque soy un escritor penoso. No es una tragedia. Seguro que todos los días nace un escritor de mierda y, además, el noventa por ciento de lo que escriben los buenos escritores no vale ni lo que una lasaña de mocos.

Nunca gané un premio literario, pero una vez fui jurado de uno.

Si hay un Dios allá en el cielo, espero que algún día me perdone.

No era completamente inocente en la materia, a fin y al cabo hacía pocos años que se había organizado la mundial durante la entrega del premio Planeta (algún tiempo más tarde, Marsé se despachó a gusto sobre el tema), pero pensé que la experiencia podría resultarme productiva y... en fin, aquí estoy, escribiendo sobre ello, así que algo en limpio habré sacado.

También había un atractivo voyeurístico, casi pornográfico, en la posibilidad de leer las obras finalistas y descifrar el criterio del comité de lectura que las había seleccionado.

En cuanto recibí mis copias de los cinco manuscritos finalistas creí entrever ese criterio.

El Libro Número Uno era una novela histórica, o lo que en este país se entiende por novela histórica. Describía un conocido episodio bélico del siglo XIX y el escritor estaba emperrado en demostrarme cuánto se había documentado sobre el tema. En la página treinta aún no tenía ni repajolera idea de quién o quiénes eran los protagonistas o sobre qué coño versaba el conflicto (sin conflicto no hay novela) que debían afrontar, porque el escritor seguía describiéndome unidades de combate, insignias, uniformes, armas, himnos, banderolas, marchas militares y su puta madre.


La novela incurría en casi todos los pecados propios de una ópera prima (si, llegados a la página treinta, la acción todavía no ha empezado ni has presentado a los personajes, es que a tu libro le sobran como mínimo treinta páginas) y parecía más un artículo para una revista militar que una obra de ficción, pero me cautivó desde el principio. Quizá porque, como licenciado en historia, todo lo que estaba leyendo me resultaba familiar, quizá porque me emocionó descubrir que el autor conjugaba bien los tiempos verbales y era capaz de escribir sin faltas de ortografía ni evidentes errores de concordancia, algo extraordinariamente raro en los tiempos que corren; quizá porque intuía el esqueleto de la narración y me pareció sólido.

El Libro Número Dos era una auténtica tomadura de pelo. En serio. Parecía redactado por algún esquizofrénico empachado de Bukowski. Me gusta Bukowski, pero aborrezco a sus imitadores. No basta con utilizar muchas palabrotas y desbarrar durante párrafos y párrafos acerca de follar  y masturbarse para que te inviten a Apostrophes, que, para más jodienda, dejó de emitirse hace tiempo. 


Éste ñordo ni siquiera me lo acabé, porque cada página era como lavarte los ojos con mierda disuelta en lejía. Me había comprometido a leer enteros todos los libros finalistas, de modo que estaba faltando a mi palabra como jurado de premio literario, pero a estas alturas empezaba a sospechar un plan siniestro del comité de selección, así que de remordimientos de conciencia iba lo que se dice justito.



"Cada vez que alguien plagia mi estilo, Dios mata un gatito".

(Recuérdame que te describa algún día la entrevista a Bukowski en Aprostrophes: uno de los momentos épicos de la historia de la Literatura).

El Tercer Libro era esperrechante.

Sí, puede que sea la primera vez que lees esta palabra: esperrechante. Ni está ni estará nunca en el diccionario. Esperrechante es todo aquello que te hace reír hasta desgarrarte los genitales. Así era el Tercer Libro, un cóctel de novela negra y comedia aún más negra protagonizado por un personaje tan original, inepto y carismático que no podías sino amarlo desde el primer capítulo. Hasta se me escapó el pipí un par de veces mientras leía este libro.

El Cuarto Libro tenía buenas intenciones, pero en literatura no bastan las buenas intenciones. El argumento, si es que tenía algo parecido a uno, era tedioso, tópico, soporífero, insulso, intrascendente; una historia digna de que a su autor lo curtiesen a hostias, una historia hostiable, una hostioria. Los personajes eran planos, estereotipados, abúlicos, alelados, prescindibles, violables, ahorcables y lanzallameables. Pero lo peor de todo eran los diálogos. En mi puñetera vida, y ya tengo canas en los pelos de los cojones, había leído unos diálogos tan pretenciosos, pedantes y huecos. Retórica sin sustancia. Huesos descarnados, sin médulas, y podridos. Diálogos dignos de cursillo de escritura creativa donde un profesor de literatura amargado, que en su puta vida publicó ni un refrán, se empeña en bruñir cada frase de sus alumnos hasta que irradia belleza pura de oliva, sin importarle que en el proceso pierda toda verosimilitud.


Si la consecución de la belleza, y no contar una historia, es tu objetivo como autor, entonces el estilo, la apariencia, acabarán triunfando sobre la narración y no tendrás una novela, sino simple prosopopeya. El equivalente literario a un viaje de LSD. Y es en esa tierra sin Dios donde nacen las amas de casa sin escolarizar que hablan como relamidos académicos de la lengua y las empleadas del montón en una multinacional deshumanizada y alienante que emplean el vocabulario de un doctor en gramática recién llegado del Siglo de Oro en la máquina del tiempo de las seis y media.

Juro por los reventones belfos
lusitanos de Sara Sampaio que había un Quinto Libro.

 

Pero soy absolutamente incapaz de recordar nada de él, lo cual constituye prueba suficiente de que esa novela era una boñiga. Si no dejó una impresión duradera en mi memoria, si, por más que me esfuerce, no logro evocar ni el menor detalle de la trama o los personajes, es que el autor fracasó. En mayúsculas. FRACASÓ. Fue incapaz de captar mi interés, transmitirme una emoción, un impacto estético; traicionó el fin último de cualquier arte, que es la comunicación. Lo mismo habría dado que estuviese escrito en chino.

Al terminar mi lectura creí haber descubierto un sórdido plan tras el quinteto de finalistas escogido por el comité de lectura: se habían pasado por la bolsa de las pelotas al jurado y designado ya a un ganador: el Tercer Libro. Para asegurarse de que su preferido resultaba ganador lo habían empaquetado entre tres absolutos cagarros y una novela mediocre, inacabada, falta de una buena poda y una mejor corrección de estilo.

En definitiva, el premio literario de cuyo jurado yo formaba parte era un puto fraude. Ni después de meterse un supositorio de porros del tamaño de un misil Trident, un comité de lectores habría escogido los libros Dos, Cuatro y Cinco por sus méritos literarios. Aquellos no podían ser los cinco mejores libros de entre las doscientas cincuenta o trescientas obras presentadas. Tal vez tampoco el Libro Uno, que sin embargo estaba a años-luz de esa impía trinidad. La organización había decidido que ganase el Libro Número Tres y se había asegurado de amañar el concurso para que así sucediese.

Me negué a formar parte de aquel circo y voté, con la mano tapándome la nariz, por el Libro Número Uno. Dado que parte del premio consistía en la edición de la novela ganadora, confiaba ingenuamente en que un editor y un corrector de estilo ayudasen a mi ganador a darle forma publicable a su obra, todavía inmadura. A fin y al cabo, se supone que eso forma parte del trabajo del editor.

En algún momento de todo el proceso de lectura y votación había olvidado que yo no era el único miembro del jurado.

Y que las bases del concurso, que tras hacerse público el fallo me apresuré a releer, no exigían un dictamen unánime.

El día que se hizo público el ganador me quedé con (más) cara de gilipollas.



Había ganado la Cuarta Novela, la pedante, insufrible, narcótica y huera hostioria.

Lo juro.

Y en el texto que fue dado al tórculo no habían corregido ni una sola errata de imprenta. Ni siquiera la primera.


Y lo sé porque mi recompensa como jurado consistió en un ejemplar de la obra ganadora, rebautizada por mis amistades como ¿De verdad esta puta mierda ganó un concurso literario?

Ese fue el día en que comprendí que la literatura española estaba acabada.

Y la penúltima vez que tuve contacto con certamen literario alguno.




El Tercer Libro, el que más me gustaba, el más divertido y mejor escrito pero por el cual no voté a fin de no implicarme en una impostura, quedó finalista y acabó publicándose.

En otra editorial, mucho más modesta que la que convocó el concurso al que aludo.


Busca un ejemplar en tu librería más cercana antes de que la cierren. No revolucionará la literatura, no te cambiará la vida, pero te echarás unas risas.

Podrás apagar con tus risotadas los estertores de muerte de las letras españolas.

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