lunes, 30 de mayo de 2016

Cómo ser Steven Spielberg


Cuando comencé mis estudios superiores trabé contacto con una plétora de estudiantes de arte. Eran pintores, escultores, dibujantes, actores, fotógrafos, directores de cine y, sí, algunos escritores de ambos sexos, de todos los tamaños, de todos los colores, olores y sabores decididos a incorporarse a la honrosa infantería de la cultura española.

Durante un tiempo me sentí a mis anchas. Estaba rodeado por personas a quienes suponía sensibilidad estética, estudiantes de todas las artes con los que podía hablar de cine, de música, de pintura, de escultura, de arquitectura y, sí, también, de literatura. Por primera vez en mi vida no fui marginado ni escarnecido. Ya no era ése rarito que en los recreos prefería leer o escribir antes que romper su enésimo par de gafas parando un balón de reglamento con los hocicos. Es más: comparado con alguno de mis compañeros artistas, yo era el normal. Con decir que algunos de mis compañeros de estudios parecían recién salidos de Proyecto Hombre queda todo explicado.

No sé cuánto me duró la tontería. Puede que unos seis meses, que, dicen los sabios de bata blanca, es lo máximo que dura ese estado de cretinez transitoria al que llamamos «enamoramiento». Quizá un poco más. No sé. Se admiten apuestas.

Al igual que un día nos damos cuenta de que el ser amado ronca, porfía en buscar petroleo en sus fosas nasales o dispara unas flatulencias particularmente hediondas, en un momento dado descubrí una evidencia desalentadora: todas estas personas tan sensibles, cultas y creativas que me rodeaban dedicaban tres horas diarias a emporrarse vivos y otras veinte a hablar de los cuadros que iban a pintar, las estatuas que iban a esculpir, las fotografías que iban a sacar, las películas que iban a rodar, las obras de teatro que iban a dirigir, o en las que iban a actuar, y, sí, los libros que iban a escribir. Comprometían casi todo su aliento en detallarte sus planes de futuro y raras veces accedían a mostrarte un ejemplo de su trabajo, parapetados tras excusas realmente pobres; un rosario de sucesivos corta-y-pega del «se los comió mi perro» de toda la vida.

Que un grupo de artistas dedicase más tiempo a hablar de arte que a crear me puso en guardia.

Mucho.

También aprendí que ningún artista quiere oír lo que realmente piensas de su obra. No importa la vehemencia con la que apelen a tu honestidad. La mayor mentira que oirás en tu vida en labios de un artista es, «quiero que me des tu sincera opinión». No te dejes engañar por toda esa fachenda, cinismo y prosopopeya. El artista es en realidad un acomplejado consciente de que aspira a ganarse el pan con algo que, afrontémoslo, casi no parece un trabajo; así que vive con el secreto temor de que le señalen como un farsante, un fatuo y un parásito de la sociedad del bienestar. El artista encubre su inseguridad bajo toneladas de impostada fe en el talento que se le atribuye, lo tenga o no. Ése es un escudo tan fuerte como promesa de ramera; no soporta el impacto de un mohín desdeñoso, pero requiere océanos de lisonjas para bruñir su égida. Así que si eres tan ingenuo y papanatas para dejarte convencer por la impostada sinceridad de un artista y,
mortificado por las terribles consecuencias de permitirle perseverar en el error, le dices algo como:
«Bueno, para expresarlo con diplomacia te diré que es la mayor puta mierda que he visto en mi vida. Y te lo digo con todo el cariño del mundo, ¿eh?».

Agárrate los machos. Un artista no perdona. Un artista no olvida. Acabas de ganarte un enemigo mortal. Como dependa de él una exposición, un artículo de prensa, una beca de estudios o una crítica que pueda en modo alguno beneficiarte, date por follado.

Pero ése no es el motivo por el cual dejé de frecuentar a estos diletantes, vagos, porreros, inseguros y rencorosos fantoches. No tomé la decisión de poner horizontes de tiempo y océanos de indiferencia entre la comunidad artística y yo hasta el día en que conocí al hombre que quería ser Steven Spielberg. Como en aquella película, en la que una pequeña puertecita permitía meterse en el cuerpo de John Malkovich y manejarlo a tu antojo durante unos minutos, este personaje aspiraba a poseer las circuncidadas carnes de Steven Spielberg. Pero no de cualquier Steve, sino del que filmó Parque Jurásico.  


¡Órale señor Spielbergo!
Vayamos por partes, que decía Jack.

Descubrí al
hombre que quería ser Steven Spielberg en el cumpleaños de un colega. Tenía más o menos mi edad y me fue presentado como estudiante de cine. Lo primero probablemente fuese cierto. Que lo segundo era una falacia quedó demostrado en algo menos de diez minutos de conversación. El hombre que quería ser Steven Spielberg ni siquiera preguntó mi nombre. A los tres segundos de conocerme empezó a hablar de sus temas favoritos, que eran básicamente él, él mismo y toda su mismidad; y de su secreta aspiración: llegar algún día a ser el Steven Spielberg que rodó Parque Jurásico. Me disponía a desengañarle al respecto (a fin y al cabo, Steven Spielberg sólo hay uno y Parque Jurásico ya había sido rodada), cuando dijo algo que disparó mi sentido arácnido.
«Espera, ¿qué?».

Me lo repitió: estaba estudiando Magisterio.

Debo señalar que no hay ningún motivo por el cual un estudiante de Magisterio no pueda o no deba intentar convertirse en director de cine. La verdadera vocación no entiende de currículos académicos: Terry Gilliam jamás pisó una escuela de cine, Christopher Nolan estudió literatura inglesa, Kurosawa era pintor, Kubrick, fotógrafo y ayudante de sonido, además de un ajedrecista compulsivo y «un hijo de puta con talento», en palabras de Kirk Douglas. No obstante, me llamó la atención que El
hombre que quería ser Steven Spielberg tuviese tan clara su orientación profesional y no hubiese elegido unos estudios más acordes con su proyecto: Arte Dramático, Bellas Artes, Historia del Arte, joder, hasta Imagen y Sonido. Lo que fuese, mientras estuviera remotamente emparentado con el cine. ¿Acaso había tenido problemas con el número de plazas de la facultad o la nota media de la Selectividad? Me lo negó y yo empecé a no entender nada. Aún no había asimilado en toda su abisal demencia que aquel joven desnortado no quería convertirse en director de cine: quería ser el Steven Spielberg de Parque Jurásico (Marca Registrada) y no estaba dispuesto a renunciar a ello por más que el sentido común y el principio de causalidad estuviesen en su contra.
«Bueno, ¿y qué clase de películas te gustaría rodar?».

A mi pregunta, el
hombre que quería ser Steven Spielberg comenzó a desmenuzarme Parque Jurásico™ plano a plano, secuencia por secuencia, recitó líneas enteras de diálogo, haciendo falsete para imitar las voces de Ariana Richards y Joseph Mazello, (a quien años después vi interpretando a Eugene Sledge en The Pacific y no reconocí) y ejecutó una notable imitación de la pose y el rugido de un Tiranosaurio Rex.

Juro que pensé que mis amigos artistas me estaban gastando una broma.

Una de esas que no tienen ni puta gracia.

En aquella época yo ni siquiera tenía un juicio propio acerca de
Parque Jurásico™. Había huido de los cines que la proyectaban asqueado de la machacona, intrusiva y asfixiante campaña de publicidad puesta en marcha por Universal Pictures, emperrada en convencerme de que debía ir a ver Parque Jurásico™, que me iba a encantar Parque Jurásico™, que mi vida estaría incompleta hasta que viese Parque Jurásico™, que en los años venideros los supervivientes de mi generación se reconocerían los unos a los otros preguntándose «¿tú dónde estabas cuando estrenaron Parque Jurásico™»?, que debía beber Coca-Cola Parque Jurásico™, comer caramelos Parque Jurásico™, ponerme camisetas Parque Jurásico™, conducir un coche Parque Jurásico™, limpiarme el culo con toallitas húmedas Parque Jurásico™, tratar mi tos con jarabe mentolado Parque Jurásico™ con codeína,  enfundar la chorra en un condón Parque Jurásico™ y ponerle a mi novia una máscara de velocirraptor Parque Jurásico™ antes de follármela. Atosigado por este despiadado bombardeo de publicidad, me negué a convertirme en una estadística y, en el momento en que conocí al hombre que quería ser Steven Spielberg, conservaba mi inocencia acerca de la película y mi fe en la civilización.

Años después vi
Parque Jurásico™ por televisión y me gustó, pero después de conocer al hombre que quería ser Steven Spielberg ya nunca recuperé la fe en la humanidad.

El
hombre que quería ser Steven Spielberg podía decirte con cuántas cámaras se había rodado una determinada escena de Parque Jurásico™, cuántas tomas había requerido, qué cambios había introducido Steven Spielberg en el guión original, cuándo había improvisado un plano, cuántos litros de agua caían en la persecución del T-Rex, dónde comprar el pañuelo de Sam Neill y qué había desayunado Jeff Goldblum cada día del rodaje.

Y a eso se limitaban todos sus conocimientos sobre cine.

El hombre que quería ser Steven Spielberg no había visto entera ni una sola de las otras películas de aquel a quien aspiraba a sustituir. No conocía El diablo sobre ruedas (para mí, la mejor de todas la de Steve) y había sido incapaz de terminarse Tiburón, supongo que debido a la ausencia de dinosaurios. No había visto E.T., Encuentros en la Tercera Fase, El color púrpura ni El imperio del sol; se enteró allí mismo de que, el mismo año de Parque Jurásico™, Spielberg también había dirigido una película sobre el Holocausto, de que el barbado director también era responsable de una descacharrante comedia (que se pegó la madre de todas las hostias en taquilla), de la última película en la que participó Audrey Hepburn y de una de las más frescas y divertidas versiones de Peter Pan que jamás he visto. Además, el hombre que quería ser Steven Spielberg estuvo porfiándome durante casi diez minutos que En busca del arca perdida, Indiana Jones y el templo maldito e Indiana Jones y la última cruzada las había dirigido el hombre con la papada más repulsiva de la industria, ya sabéis, el padre del personaje más odiable, torturable y fusilable de la historia de la ciencia-ficción.
 
El
hombre que quería ser Steven Spielberg, y que me fue presentado como estudiante de cine, no sabía ni una puta mierda de cine, no veía películas, no creía que necesitase hacerlo, aseguraba que no podía aprender nada sobre cine que no hubiese aprendido ya después de engullir catorce mil sesiones de Parque Jurásico™ y se enorgullecía de ello. Estaba convencido de que, antes o después, se le aparecería un hada madrina, le tocaría con su varita mágica (quienes hayan leído a Freud tienen mi permiso para reírse llegados a este punto), le transformaría en Steven Spielberg (o al menos en su imitador mexicano no sindicado) y le enviaría atrás en el tiempo al primer día de rodaje de Parque Jurásico™, donde, muy lejos de aportar su particular visión sobre la historia o los personajes, El hombre que quería ser Steven Spielberg se limitaría a fusilar, plano por plano, la película que conocía de memoria. Y todo eso le pasaría porque sí. Porque él lo valía. Por sus santos cojones. Porque ya te enseñan las pelis Disney que si eres muy bueno, te comes todas las verduras y no renuncias a tus sueños, antes o después conseguirás todo lo que deseas.

Tampoco ella estaba en la lista de invitados
Juro por el fragante, redondo y sagrado ombligo de Sara Sampaio que yo no paraba de mirar a la gente de mi alrededor, preguntándome cuándo iban a empezar a descojonarse de risa y gritar «¡inocente!».

Porque aquello tenía que ser una broma.

¿Verdad?

Recapitulemos: nuestro estudiante de cine no estudiaba cine, ni se lo planteaba.

Nunca había rodado ni un mísero cortometraje con el VHS de papá, ni tenía intención de hacerlo.

No leía libros sobre cine, ni siquiera revistas de estrenos, a menos que contuviesen algún artículo sobre
Parque Jurásico™.

No escribía ni leía guiones.

No veía películas. Cero. Nada. Sólo veía, una y otra vez,
Parque Jurásico™.

No sólo quería lo imposible, sino que no estaba dispuesto a hacer nada para lograrlo. Cero esfuerzo. Cero sacrificios. Cero. Era el agente Cero Cero Cero. Licencia para aburrir.

Venga, ya. Aquello tenía que ser una broma. ¡Empezad a reíros de una vez, cabrones!

¿Cabrones?

¿Hola?

No podía creer que hubiese en el mundo gente tan... tan... ¡Es que ni siquiera encuentro un adjetivo para colorear tamaña mentecatez!


Debería haberlo dejado aquí.

Pero no. Masoquista que soy,
improvisé un Trivial Pursuit cinematográfico, confiando en descubrir una luz de esperanza en la dura mollera de aquel majadero. Vano intento. El hombre que quería ser Steven Spielberg no podía citar ni un solo título de mis directores favoritos, no era consciente de haber visto jamás una película de Abel Ferrara, John Carpenter, David Cronenberg, Stanley Kubrick, Billy Wilder o John Ford, por citar media docena; no sabía quiénes eran Orson Welles, Raoul Walsh, Max Ophuls, Otto Preminger, Yasuhirō Ozu, Carl Theodor Dreyer o Cecil B. DeMille ni le importaba un carajo, y creí que iba a sufrir un ictus cuando le dije que Clint Eastwood llevaba dirigiendo películas desde los años 70 y que, además de desparramar testosterona y casquería asiática, Sylvester Stallone había escrito el guión de Rocky, reconocido en 1976 con un premio de la Cofradía de Escritores de América y candidato a los Bafta, los Globos de Oro y los Óscar de ese mismo año.

Llegados a este punto renuncié a preguntarle al
hombre que quería ser Steven Spielberg si tenía la más mínima noción del lenguaje o la técnica cinematográfica, conocía la estructura clásica en tres actos, sabía diferenciar un plano picado de un contrapicado, podía explicarme qué es un arco de transformación, un copión, un travelling o, en un acceso escarolitrópico gmnésico, una script-girl.
«¿Me disculpas un momento?», le dije. «Acaba de entrar una chavala a la que me estoy trabajando y quiero saludarla».


«Claro, claro», me dijo él.

Admito que la chavala a la que me estaba trabajando no acababa de entrar, además tampoco sabía que me la estaba trabajando y, por si eso no fuese suficiente, era lesbiana crónica. Me escabullí del
hombre que quería ser Steven Spielberg, me encerré en el cuarto de baño y vomité hasta los primeros calostros que mamé en mi vida.

A la manera de Saulo, acababa de caerme del caballo camino de Damasco. El
hombre que quería ser Steven Spielberg me había abierto los ojos. No era un mal tipo. En serio. Sólo sufría un caso agudo de la misma enfermedad que padecían la inmensa mayoría de los artistas con los que me relacionaba: el escultor que idolatraba a Miguel Ángel Buonarroti sin gozar ni de un átomo de su talento y que disipaba sus energías filtrando cubatas de ron, practicando sexo de riesgo y quemando porros de rojo libanés; la fotógrafa depresiva, manipuladora e insufrible, que iba a todas partes con su Nikon nuevecita para que todo el mundo se diese cuenta de que era una Annie Leibovitz o una Gisèle Freund (o un Richard Avedon con vagina), y el pintor que sacó un sobresaliente por presentar a un examen el trapo en el que limpiaba los pinceles y que una vez casi me forra a hostias cuando le dije que consideraba a Jackson Pollock un puto fraude. Y esos tres ejemplos son casi lo más digno que puedo ofrecer.

Todos los ejemplares de esta fauna codiciaban lo mismo: el hada madrina, el toque de varita, el giro de destino, el devs ex machina que les llevaría a esa puertecita abierta al éxito sin esfuerzo, el talento sin compromiso, la popularidad sin mérito, el arte sin sacrificio. Todos tenían un Steven Spielberg al que soñaban suplantar y un
Parque Jurásico™ que les gustaría poder atribuirse.

Pero no tenían la menor intención de desperdiciar ni un pellizco de sus valiosas energías en lograrlo.

Mis amigos artistas no aspiraban a crear cuadros, estatuas, fotografías, películas, libros.

Aspiraban a dar un braguetazo con las musas. Criar fama y echarse a dormir. Estaban decididos a convertirse en artistas y no iba a detenerles su carencia de vocación, talento, disciplina o energía.


"Pronto sentirás la seducción del Lado Oscuro".
Temblando de espanto, trémulo de horror lovecraftiano, empecé a preguntarme si yo mismo no me habría contagiado de esa terrible enfermedad incapacitante. Hice memoria e intenté calcular cuánto tiempo dedicaba a hablar de los libros que pensaba escribir, de las historias que me rondaban por la cabeza, de mis planes para cuentos, poemas, artículos, guiones de cine, de cómic (y, ¿por qué no?, de televisión), y cuántas horas consagraba al solitario, silencioso y ascético ritual de la escritura propiamente dicha. Entre escalofríos y palpitaciones repasé mis más recientes proyectos: había dejado a medias una novela de ciencia-ficción para empezar una historia de vampiros que había aparcado en el segundo capítulo después de acometer los primeros párrafos de otra novela de ciencia-ficción, distinta de la anterior; tenía media docena de cuentos espantosos que no había releído ni corregido jamás y estaba atascado en el guión de un cómic de terror, y todos estos textos embrionarios se parecían sospechosamente a otros tantos trabajos de Stephen King y Eric Van Lustbader, que era casi lo único que leía por aquel entonces.

Yo no era mejor que el Hombre que Quería Ser Steven Spielberg. Yo era el Hombre que Quería Ser Stephen King, el Hombre que Quería Ser Eric Van Lustbader o algún grotesco híbrido engendrado a media por ambos. (¿Eric King? ¿Stephen Lustbader? Suenan a nombres de actor porno)

Me lavé la cara, salí del baño, y pasé revista a los invitados a aquella fiesta: todos artistas o que pretendían serlo. Intenté recordar la última vez que alguno de ellos me había mostrado un dibujo, un cuadro, una escultura o una fotografía propias. Fracasé al intentar evocar el recuerdo de uno de mis amigos sensibles, creativos, renunciando a mi compañía, rechazando una invitación al cine o interrumpiendo un animado coloquio porque tenía que irse a su estudio a trabajar en un proyecto.

Sacaron la tarta de cumpleaños y por primera vez en mi vida vi a la fotógrafa ciclotímica utilizar su carísima Nikon y sacarle fotos al homenajeado ante las velitas encendidas. El groupie de Miguel Ángel le estaba comiendo los morros en el sofá a una punk de cresta mohicana verde que olía a camarera de club nocturno macerada en las municiones venéreas de catorce camioneros rumanos (y a la que yo había visto en al menos dos ocasiones con la chuta colgando del tobillo, alelada mientras le galopaba por las venas heroína de la peor, de ésa que parece cortada con mierda). ¿Dónde estaba el paladín de Jackson Pollock? Serpenteaba, amarillo como un leproso, en dirección al váter, impelido a desbeber los cuarenta calimochos que había trasegado.

Negándome a creer que mi desamparo fuese completo, busqué entre los invitados a los dos, quizá dos y medio, únicos artistas a los que aún respetaba; esos que se esforzaban por dominar la técnica de su arte, que nunca alardeaban de su valía ni voceaban sus futuras obras maestras, que levantaban montañas de bocetos, que siempre tenían las uñas sucias, la mirada perdida, los calcetines desparejados, que hacían las preguntas más inteligentes en clase y nunca menospreciaban los conocimientos del profesor. Esos que atraían nuestras burlas porque iban a todas las inauguraciones y se ponían morados de canapés, vino y mini-sándwiches, como si no esperasen volver a hacer otra comida sustanciosa en mucho tiempo.

Pregunté por ellos. Nadie recordaba haberlos visto. No habían ido al cumpleaños. Suponían que no les habían invitado. O sí les habían visto: se habían pasado por allí, bebido una copa, comido unas patatas fritas y vuelto a sus estudios porque estaban puliendo los últimos flecos de un proyecto.

Helado de sudor, advertí que el
el Hombre que Quería Ser Steven Spielberg me saludaba con la mano y se dirigía hacia mí empeñado en continuar nuestro diálogo donde mis arcadas lo habían interrumpido.

En este punto, mis recuerdos se vuelven un poco confusos. El universo fundió a negro y pasé a otro plano en el que apoyaba el peso de mi cuerpo contra la puerta de mi dormitorio y miraba,
con una mareante ansia y un recién descubierto respeto, la pila de manuscritos incompletos erigida sobre mi escritorio.

No recuerdo haberle gritado «¡vade retro, Satanás!» al
Hombre que Quería Ser Steven Spielberg.

Ni recuerdo haberles hecho cortes de manga al Hombre que Quería Ser Miguel Ángel, a la Mujer  que Quería Ser Annie Leibovitz y al Hombre que Quería Ser Jackson Pollock.

Tampoco recuerdo haber gritado al resto de invitados «¡huid, insensatos!», como un Gandalf gordo y pasado de pirulas, ni haberles rociado de babas.


"¡No seré un Steven Spielberg! ¡No lo seré!"
Recuerdo que estaba en la fiesta, crucé un velo de sombras y ya estaba en mi cuarto de estudiante.

También recuerdo que cerré la puerta por dentro, me senté a la mesa y empecé a escribir. Ése fue el mismo día en que empecé a leer todo lo que caía en mis manos, y pongo énfasis en el todo.

Así llegamos a este momento.

Algún tiempo después, alguien me dijo que había rastreado al
Hombre que Quería Ser Steven Spielberg hasta la capital del reino, donde rodaba porno de calidad zurullo, pero sé que es mentira. El Hombre que Quería Ser Steven Spielberg no habría podido distinguir una cámara de vídeo de un Airgamboy y, además, sus aptitudes naturales y supina ignorancia eran más apropiados para el oficio de productor.

A ser posible, en una película con dinosaurios.

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Update


(25.VI.2016)

Un atribulado lector (sí, yo soy el primer sorprendido de que esta página tenga lectores) se ha puesto en contacto conmigo vía correo electrónico después de castigarse con esta entrada de Paratroopersdon'tdie. En aras a restaurar su tranquilidad de espíritu e higiene mental, trágicamente comprometidas, ese pobre cristiano me suplicaba que denunciase al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg como producto de mi imaginación.

Imagino que la lectura de Cómo ser Steven Spielberg ha sacudido su fe en la humanidad, extinguido sus ganas de vivir e incluso socavado la fidelidad a los colores de su equipo de fútbol. La existencia misma de la civilización occidental, el flujo y reflujo de las mareas, la mil veces milenaria danza de las esferas celestes estaba amenazada a menos que yo confesase haberme inventado al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg. Mi azarado lector me acusaba de recurrir a un viejo truco de novelista: contar una mentira para contar una verdad, atribuir a un personaje de ficción las ideas o conducta que el escritor se propone describir.

A ver cómo se lo digo para que me entienda.

A la pregunta de si, más allá de darle un octavo de vuelta (sólo un octavo) a algunos comportamientos reales, me he inventado al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg...,

...lamentándolo mucho, la respuesta es no.

domingo, 1 de mayo de 2016

Esa maldita pregunta


La última vez que nos vimos habías escrito un libro. ¿Te acuerdas?

Si es que no, vuelve a leer esto.

Ahora que ya has escrito tu mierda de lib... obra maestra no pretenderás abandonarlo en un estante, ¿verdad? Tu libro no está destinado a coleccionar polvo. Sería injusto privar a los lectores de tu genio, talento y originalidad. El siguiente paso lógico es sacarlo a la luz, publicarlo.

Permíteme que te de un consejo antes de que empieces a atosigar a pobres e indefensos editores:

No lo hagas.

En serio, tu hígado te lo agradecerá. No merece la pena. Apuesto nueve a uno, y no temo perder mi dinero, a que tu libro cumple escrupulosamente la Ley de Sturgeon. Y, aunque no sea así, vas a dedicar semanas, meses de tu vida que estarían mejor empleados en cualquier otra actividad, a envenenarte la sangre y sospechar conspiraciones judeo-masónicas contra tu incipiente carrera literaria.

En los viejos tiempos, cuando te ponías en contacto con una editorial, al otro lado del hilo había una perzona humana, que diría Jesulín, dispuesta a resolver tus dudas o explicarte, con una educación exquisita y mucho tacto, por qué, sintiéndolo mucho, la recepción de originales estaba cerrada. En el caso de que no lograses comunicarte con una criatura basada en el carbono, con sus veintitrés pares de cromosomas y todo, un bien adiestrado servidor de correo contestaba con una respuesta formal a todos los mensajes que llevasen la palabra «originales» o «manuscritos» en el subject. Algo como:

Lo sentimos mucho pero la editorial Pinchacristos ha cerrado su plan editorial para los próximos dos años, por lo que no se mantendrá ningún tipo de correspondencia sobre los manuscritos recibidos en ese plazo. Concluido el mismo, volverá a abrirse la admisión de originales.

¡Ah, los viejos tiempos! Recuerdo haber leído por aquel entonces la entrevista a un editor donde se quejaba de que algunos autores adjuntaban a sus manuscritos un contrato de edición listo para la firma, lo cual sólo demuestra que en el mundo hay personas capaces de pintarse de azul los cojones, ponerles el logotipo de Nivea y pasearse en pelotas por cualquier playa del planeta sin despertar las iras de la Benemérita. Unos bravos es lo que son. ¡Viva el semen español!

En los viejos tiempos, podías enviar veinte correos electrónicos a otras tantas editoriales y recibías, de media, cinco respuestas, o sea una cuarta parte. Sí, tres de esas respuestas eran rechazos, pero dabas con dos buenos cristianos dispuestos a echarle un ojo a los primeros capítulos de tu libro, o al menos una sinopsis. Incluso las cartas de rechazo que te enviaban entonces eran una belleza. Aún no sé cuáles me gustaban más, si las que te infundían ánimos:

Lo sentimos mucho, pero su obra no se ajusta a nuestra línea editorial. No obstante, valoramos su esfuerzo y le animamos a seguir escribiendo.

Las que te llamaban lento:

Sentimos mucho informarle de que nuestra cartera de autores está ya completa.

Te acusaban de inoportuno:

Lamentablemente, hemos cerrado el plan editorial del próximo año.

Prescindible:

En este momento no estamos buscando nuevos talentos.

O las confesiones veladas de que ni se habían tomado la molestia de leer tu libro:

Independientemente de la calidad de su trabajo...

ó

Sin entrar en modo alguno a juzgar la calidad de su obra...(y proseguían con cualquiera de las fórmulas citadas más arriba).

Cuando recibías una carta así tenías la sensación de haber puesto ya medio pie en el parnaso. Alguien había cogido tu libro y se lo había pasado a un comité de lectura que lo había evaluado y emitido un informe. Ya te faltaba menos para encontrar un lector comprensivo o un editor desesperado. Se trataba de insistir. Todo el mundo te lo decía. Porfía, porfía, porfía hasta que te publiquen, aunque sólo sea para librarse de ti.

Casi te cagas encima aquella vez que recibiste un esperanzador:

Estimado Sr. Iluso Papanatas:

Aunque hemos decidido no emprender la edición de su novela Cómo molo, hostia: fábula moral de mi prepucio, nuestro comité de lectura ha emitido un informe muy positivo sobre ciertos aspectos de la misma. Permítame transmitirle mis palabras de aliento e invitarle a que siga escribiendo.

Cordialmente, etc. etc.

Pero eso era en los viejos tiempos.

Y los viejos tiempos se acabaron.

¿Qué te encontrarás ahora, cuando busques editor?

Creo, honestamente, que no deberías seguir leyendo. Te lo digo por tu bien.

Vale. Tú mismo.

Antes de comenzar un buzoneo a tontas y a locas entre todas las editoriales del orbe te recomiendo hacer un poco de investigación. Busca editoriales en Google o hurga en la página web del Gremio de Editores de España y descárgate su listado de empresas*. Averigua cuáles de esos editores publican libros como el que tú has perpetrado. De ese modo te evitarás enviar un poemario a una editorial de jardinería o una novela a un editor que sólo publica vidas de santos (me ha pasado). Si tienen página web, el método es más simple que el mecanismo de un botijo: examina su catálogo de autores. Si se ajustan al género que tú trabajas, agarra los datos de contacto de la empresa en cuestión y comunica con ellos en la forma que prefieras.

Aquí es donde empieza la gracia.

Porque tan pronto como abras la página web de esas editoriales, verás que prácticamente todas ellas, te advierten:

Lo sentimos mucho, pero la recepción de originales está temporalmente cerrada. No se mantendrá ningún tipo de correspondencia sobre los manuscritos recibidos, que serán destruidos. A su debido tiempo comunicaremos cuándo vuelve a abrirse la admisión de originales.

La excusa de todas estas editoriales es la sobrecarga de trabajo. Viven, afirman, literalmente copados por columnas, pirámides e incluso Himalayas de manuscritos y, hasta que les den salida a todos ellos, no pueden comprometerse a nada más. Lo entiendes. Incluso podrías compadecerte de ellos. Aplicando la Ley citada más arriba, el noventa por ciento, o más, de lo que pasa por manos de los lectores editoriales debe de ser abominable. Al cabo de una jornada normal, un lector profesional ha escrutado tanta mierda que los ojos no es que le lloren: le defecan. La infantería de los comités editoriales de lectura debería cobrar peligrosidad, no trabajar nunca más de dos horas seguidas o treinta semanales, gozar de seis meses de vacaciones pagadas al año y, de vez en cuando, exponerse al efecto de un neuralizador estándar de los que usan los Hombres de Negro.
Mire aquí fijamente, señor lector profesional.

Notarás que he escrito «prácticamente todas». Eso significa que hay algunas que no se niegan de entrada a recibir manuscritos.

Ya, pero no esperes tener mucha más suerte por ahí. Si frecuentas las discotecas sabrás que el mero hecho de que una chica no te escupa a la cara cuando te le acercas no significa en absoluto que esa noche vayas a dormir caliente.

Con las editoriales sucede tres cuartos de lo mismo. La mayoría de las que no te previenen de entrada que ya no aceptan originales tampoco van a leer tu libro. Tu clon de Crepúsculo se la trae tan al pairo que ni se toman la molestia de mandarte a paseo. Como mucho, te ofrecerán una pista sólo para iniciados, un aviso en forma de declaración de intenciones que se parecerá más o menos a:

El plazo para revisión de manuscritos es de uno a tres meses. Si transcurrido ese tiempo no nos ponemos en contacto con usted, debe entender que renunciamos a emprender ninguna gestión con su libro.

Y una vez más «no se mantendrá ninguna clase de correspondencia sobre los manuscritos bla, bla, bla». Qui habet aures audiendi audiat**. Sí, tú espera tres meses por una respuesta. Espera, espera; ya verás que cara de chupar limones se te queda.

También encontrarás a unos cachondos que te exigen, antes de leer tu libro, confesar si lo has ofrecido a otros editores. Puedes ir de legal y contarles la verdad, o mentir como un galeote. La decisión es tuya. Ahora bien, te aviso: en este mundillo de los libros todo el mundo se conoce. Te lo digo sólo por si acaso.

Veo que empiezas a enterarte de qué va la película. Sí, efectivamente. De unos años a esta parte, las editoriales, grandes y pequeñas, las agencias literarias, las revistas, fanzines y su reputísima madre han establecido una complicada serie de tamices para que nadie, repito, nadie pueda hacerles llegar su obra.

Y menos mal, porque cuando alguno de ellos se fuma un cigarrito de la risa, sufre una crisis esquizofrénica, se da un golpe en el occipucio o lo que coño sea que les haga aparcar su prudencia habitual y te contesta, la experiencia es como intentar ver una película de Aki Kaurismaki en versión original subtitulada en armenio, colocado hasta los ojos de THC puro de oliva mientras un velador con la voz del señor Barragán recita poemas de Kavafis.

Esa perzona humana en crisis va a intentar que te sientas culpable por haber intentado endilgarle tu libro. Proclamará lo amargado y harto que está de leer boñigas infumables escritas por analfabetos. Te recomendará que lo intentes en otra editorial o te presentes a un certamen literario que, lo sabe perfectamente, no tienes la menor posibilidad de ganar. Justificará su negativa amparándose en la crisis que atraviesa el sector editorial (como si la crisis fuese responsabilidad tuya o la solución a la misma pasase por dejar de publicar libros) y cuando empiece a hablarte de la subida del IVA cultural sabrás que ha llegado el momento de echar a correr.

Así que olvídate de coleccionar cartas de rechazo. Nadie va a leer tu mierda de libro. La cosa está muy malita, hay miles de despidos en la industria editorial, ya no se publica tanto como antes y lo que se publica no se vende y los españoles somos escoria que todo nos lo bajamos gratis de Internet; por eso ya no aceptamos manuscritos, muchas gracias.

Sólo hay un problema con eso.

Que ese argumento es mentira.

¿Crisis? Joder, y tanto. Desde el momento en que las editoriales renunciaron a anticipar la eclosión del libro electrónico y los nuevos hábitos de consumo lector, y su primera medida al respecto fue intentar proteger su margen de beneficios exigiendo prácticamente el mismo precio por un e-Book (o sea por un archivo que se descarga de un servidor) que por un volumen impreso en papel, encuadernado y distribuido a través de las librería; desde ese preciso momento la crisis fue inevitable y con ella vinieron la caída de ventas, los despidos, la jibarización de los catálogos, el regateo con las novedades y todo lo demás. Es evidente que si vendes menos de un determinado producto estarás poco ansioso de aventuras. Intentarás asegurarte una cuota de mercado, replicar, a ser posible, el éxito de ventas de un conocido Best-seller. Por eso infectan las librerías mil clones de 50 sombras de Grey pero ninguno de Matar a un ruiseñor.

Pero no quiero hablar ahora de eso. Otros, mejor informados, lo han hecho ya.

¿Que los españoles somos piratas natos, ladrones desvergonzados y asesinos de la cultura? Bueno, no digo yo que no haya alguno, incluso muchos, pero esa generalización falaz no se merece un comentario.

No, el motivo por el cual afirmo que las excusas de las editoriales para rechazar nuevos autores son cualquier cosa menos sinceras nace de mi propia experiencia con ellas. Las evidencias están ahí. Sólo hay que verlas.

Conozco una editorial que lleva limpiando su fondo de manuscritos desde el 2007.

Repito: el 2007.

Si desde el 2007 no reciben más originales, si, como alardean en su página web, todos los manuscritos no solicitados que reciben desde esa fecha van directos a la basura, si, en resumen, en nueve años no han tenido cojones de limpiar su bandeja de entradas, sólo puede deberse a uno de dos motivos: o tienen más volúmenes pendientes de lectura que el catálogo de la puta biblioteca de Alejandría en toda su existencia o son los mayores holgazanes del negocio desde la invención de la imprenta de tipos móviles.

No, no voy a decir el nombre de esa editorial. Si quieren publicidad que la paguen, los muy ratas.

Bueno, pero si no admiten originales, ¿de qué coño viven? ¿Cómo pagan las facturas? Ah, amigo, estás más cerca de la sabiduría de lo que imaginaba. Correcto. Si una editorial no publica, la editorial desaparece, por pequeños que sean sus gastos fijos. De hecho, muchos editores pequeños y medianos han echado el cierre ya. Los que no lo hicieron se ganan la vida como pueden con traducciones, sí, traducciones. Compran los derechos de algún autor extranjero que haya obtenido un mediano éxito en otros países y sacan la edición española. Así van capeando el temporal.

Pero ¿sabes qué nuevo nicho de mercado han descubierto estas editoriales, pequeñas, medianas y grandes para cuadrar sus balances?

Agárrate los machos.

La autoedición.

Como lo oyes.

Porque de un tiempo a esta parte, cuando se abren los cielos y un editor se digna contestarte ya no se limita a rechazar tu libro. No. Para eso ni se molestan en abrir el Thunderbird. Recuerda: te avisaron de que o tenías una respuesta afirmativa en tres meses o no la tendrías nunca. No, hermoso: este editor, agente literario, bípedo sin plumas, se pone en contacto contigo decidido a hacerte sentir culpable según el formulario que he descrito un poco más arriba. Y cuando ya ha conseguido que desesperes de ver jamás publicado tu libro, ni en ésta ni en ninguna otra empresa, suelta el cacahuete:

No obstante, nuestra empresa puede ofrecerte unos servicios literarios, a un módico precio, que abarcan la corrección ortotipográfica y de estilo, el diseño de portada, la maquetación...

(Bueno, a partir de aquí sigue tú, que a mí me da la risa)

Que sí, que el mercado está muy mal, que la crisis nos tiene mártires a editores, agentes literarios y libreros, que hemos leído la sinopsis de tu libro y nos parece poco comercial, los primeros capítulos no nos han seducido y el libro entero nos hizo vomitar, pero si apoquinas cuatro mil mortadelos te corregimos la obra, te la maquetamos, encuadernamos y te la enviamos a casa.

Bueno, dirás tú, ¿y esto en qué se diferencia de lo que puede ofrecerme el del taller de artes gráficas de mi barrio, que encima es más barato?

Que pase el siguiente pringado, dirán ellos, actuando como si tú ya hubieses dejado de existir.

Esto lo hacen ya incluso algunas agencias literarias. ¿Quieres que leamos tu libro? Es un euro la página, por adelantado, a partir de un mínimo de trescientos euros no negociables.

Tiene cojones la cosa. En el mundo anglosajón es conocido que algunos de los más conspicuos agentes editoriales cobran lo que podríamos denominar una tarifa plana por leer los manuscritos no solicitados. Pongamos veinticinco, treinta dólares. Es una forma de hacer una selección y asegurarse de que una horda de diletantes no les peta el buzón con la primera boñiga que han excretado aquella misma mañana durante su momento All-bran. Pero estamos hablando de veinticinco, de treinta dólares, no trescientos reales de vellón. ¡Con lo que cuesta ganarlos!

Cuando la gente que, se supone, debería pagarte por leer tu libro pretenden que seas tú el que les pagues a ellos, tal vez ha llegado el momento de plantarle fuego a tus obras completas y sacarte un Máster del Universo en tapicería Art-Decó.

Si tu hígado ha sobrevivido hasta aquí, hazle un favor y ahórrate el buzoneo por agencias literarias y editoriales, coge tu mierda de libro y súbelo directamente a Amazon. Tendrás la satisfacción de haber publicado tu obra, tu vida sexual será más plena y no descarto incluso que te saques para un café.

Y lo mejor de todo: nadie te hará esa maldita pregunta.
 

* Pero te aviso: su listado más reciente tiene ocho años y casi una tercera parte de las editoriales recogidas en él han pasado a ingresar en la estadística de las que dejaron de fumar definitivamente.

** Te jodes. Haber estudiado latín.