Ir al cine solía ser otra cosa.
Ir al cine DEBERÍA ser una experiencia muy distinta.
Antes atesorabas tu pequeña agenda de directores, actores, guionistas; e ibas a ver todo lo que hacían. Todos los estrenos de Richard Donner, porque el hombre era genéticamente incapaz de hacer mal una película. Todos los trabajos del pobre Gene Hackman, del que no queremos ni imaginarnos cómo fueron sus últimos días, y los vídeos que se han filtrado ponen los pelos de punta. Todas las idas de olla de Steven Seagal, aunque no sabría actuar ni aunque el destino del universo dependiese de ello, pero al menos metía unas hostias como panes. Todas las pelis de Jessica Alba, por lo rebuena que está, la jodía, aunque actúe sólo ligeramente mejor que Steven Seagal. Todas las de John McTiernan. Todas las de Lawrence Kasdan. Todas las de Jodie Foster. Todas las de Harrison Ford. Todas las de Oliver Stone. Todas las de Bill Murray. Todas las de James Cameron. Todas las de Robert DeNiro. Todas las de John Hughes. Todas las de Robert Zemeckis. Todas las de Jack Nicholson.
Sí, por supuesto. A veces te llevabas desengaños. Porque hasta el mejor escribano echa un borrón de vez en cuando. Y así, te metías en el cine a ver La sombra del faraón, porque la había dirigido Russell Mulcahy, el de Los inmortales, y salías de la sala queriendo darle patadas en la sien a tu abuela (y te estaba bien empleado porque, muy convenientemente, te habías obligado a olvidar que el Russell Mulcahy de Los inmortales era el mismo Russell Mulcahy de Los inmortales II: El desafío. Que el desafío debía de ser vértela entera sin abrirte las venas con las uñas de lo pies). O te picaban la entrada para Supermán IV, porque, bueno, porque era Supermán y era Christopher Reeve, y a mitad de la proyección te sacabas los ojos con una cucharilla de postre y proclamabas que Dios no existe. Y luego Russell Mulcahy hacía examen de conciencia y se marcaba una Resurrección, que no está nada mal, y un El batallón perdido, sorprendentemente buena pese a su escaso presupuesto y su producción telefilmera, o quizá precisamente por eso. Y Christopher Reeve, por su parte, ya colgada ad aeternitatis la capa del Último hijo de Kryptón, se sacaba la chorra fuera con un impresionante papelito secundario en Lo que queda del día o un protagonista en Libre de sospecha (donde, el arte proyectando sombras del futuro, interpretaba a un policía cornudo que queda parapléjico tras recibir un disparo en la columna).
(¡Que no tengo nada contra la poli, que el Dempsey Cain de Libre de sospecha era cornudo de verdad! Su mujer, Kim Cattrall antes de Zexo en Yueva Nork, lo minotaurizaba con su propio hermano, la muy zorra y el muy cabrón. Y el personaje de Reeve urde un plan maquiavélico para matarlos a ambos y librarse de la cárcel).
Si encima eras aficionado a ciertos géneros de nicho, tenías un juego extra de tragaderas para tus películas de terror, de ciencia-ficción, de artes marciales, en las que los productores raras veces tiraban de chequera. Porque eran peliculitas de coña que los grandes estudios sólo filmaban como fondo de armario, gastándose cuatro perras para asegurarse el retorno. Series B con más o menos vergüenza torera destinadas a llenar los tiempos muertos entre estrenos de blockbusters protagonizados por las grandes estrellas de entonces: Jane Fonda, Clint Eastwood, Michelle Pfeiffer, John Belushi, Meg Ryan, Al Pacino, Chevy Chase, Julia Roberts, John Travolta, Meryl Streep, Robert Redford, Diane Keaton... Mientras esperabas la nueva película de Melanie Griffith o Dustin Hoffman, la nueva cinta de Ron Howard o Tim Burton, te metías en la penumbra de la sala de cine a sobarle el chivo a tu novia (si tenías) o pelarle la butifarra a tu novio (si tenías) mientras fingíais ver La casa de cera u Horizonte final. Y el mundo era más sencillo y más luminoso entonces. Y las manos siempre te olían a esmegma o a potorrazo. A escoger.
Sí, la mayoría de esas películas, durante cuya proyección te dabas el filete en las filas de atrás mientras esperabas el estreno de los largometrajes realmente buenos, eran entre rutinarias y malísimas (con algunas honorables excepciones que han mejorado con el tiempo pese a la hostia que se dieron entonces en taquilla), pero eso iba con el territorio. Sabías a lo que ibas, si no tenías pareja sabías lo que ibas a ver, sabías a lo que te exponías. «Joder, menudo ñordo acabo de ver» se convirtió casi en un santo y seña de los jóvenes de mi generación cuando se cruzaban de camino a o de regreso del cine. Y a veces hasta lo decíamos entre risas de orgasmito culpable (el «efecto Skyline», se llama, a partir de la película que pasará a la historia no por los buenorros que están sus actores o lo mal que lo hacen, que mira que lo hacen mal, no por la demanda que les metieron los de Sony a sus directores, no por su absoluta ausencia de guion, sino por el saludo de la gente que se la había visto: «esjajajaja la jajajajaja majajajayorjaja pujajajata mierjajajaja que jajaja he jajajavisto en mi jajajaja pujajajata vijajajajaja»).
La nostalgia de mejores tiempos se vuelve particularmente gravosa cuando te enfrentas al panorama actual del cine sin una piedra de Rosetta, un ancla, un centro di gravità permanente que te ayude a navegar las aguas turbulentas de la mediocridad triunfante en casi todas las expresiones culturales del nuevo milenio y muy especialmente en el Séptimo Arte.
Y esa introducción nos lleva al pobre Migué. Pero no todavía.
La tormenta antes de la pausa: Deutschland! |
Tú no tenías ni puta idea de quién es Bong Joon-Ho hasta que ganó cuatro Óscars, entre ellos el de mejor película, en 2019 por Parásitos, pero en el Paratroopers le veníamos siguiendo la pista al menos desde Salinui chueok/Memories of Murder. Como fans del cine de nicho que somos, los policiales siempre nos han tirado mucho, vengan de donde vengan. Y en Corea, desde hace años, hacen buenos thrillers e incluso muy buenos thrillers: Boksuneun naui geot/Sympathy for Mr. Vengeance, Angmareul boatda/Encontré al diablo, Hoa-cha, Chugyeokja/The Chaser, Hwanghae/El mar amarillo, Saikometeuri, Oldboy, Sinsegye/New World, Aknyeo/La villana, Shiri...
Con nuestra querencia por el género, no es de extrañar que le diésemos una oportunidad a Memories of Murder, dramatización inspirada en el caso real del asesino en serie Lee Choon-jae, «el asesino de Hwaseong», el casi unánimemente reconocido primer asesino en serie documentado en Corea, que mantuvo en jaque a la policía durante treinta años. Con los aspavientos casi obligados en el cine asiático, esta historia cautivadora de una investigación chapucera, unos policías rurales perezosos e incompetentes, un detective cada vez más obsesionado, un sospechoso resbaladizo al que no se puede probar crimen alguno y un entorno opresivo, el de la Corea rural de la Quinta República (dictadura militar travestida de república), Memories of Murder atrapa y mesmeriza con su doble naturaleza de ficción de suspense y radiografía de una época ya pasada y una cultura tan extraña como a menudo hermética para el espectador occidental.
Que te veas Memories of murder y dejes de joder la marrana, decimos.
Goemool/The Host, de 2006, no es la típica película con monstruo. De nuevo formando equipo con su actor fetiche, Song Kang-ho (el policía mierder de Memories of Murder), Bong Joon-Ho daba un salto radical de género y pasaba a firmar un fantástico con bicho mutante alienígena comegente. Y la profundidad emocional de lo que, casi para cualquier director occidental, habría sido un trabajo puramente alimenticio en el que habría puesto el mínimo esfuerzo, nos dejó ojipláticos y a la vez hechos mierda a los espectadores.
No creo que nunca, nadie, en una película de terror con bicho haya explorado el dolor de las víctimas como lo hace Bong Joon-Ho en The Host. Se nos hizo un nudo en el corazón viendo el duelo de todos aquellos padres, madres, hermanos de los inocentes devorados por el monstruo del río Han. Sufrimos como no habíamos sufrido en la puta vida con un largometraje de un género que nos tiene acostumbrados a los personajes troquelados, los tropos raídos (la maciza en lencería que investiga un sonido sospechoso en la puta oscuridad, el coche que no arranca, los tortolitos a los que esmochan mientras fornican como cochinos, los personajes que son los auténticos monstruos, el teléfono que deja de funcionar, los anormales que se dividen en grupos para que el asesino pueda matarlos más cómodamente...), el gore, la superficialidad argumental, las actuaciones de Hacendado y el entretenimiento descerebrado.
Bong Joon-Ho rodó The Host como si fuese la película más importante de su carrera. Y cuando un director medio competente se toma tan en serio un proyecto, por humilde que sea, se nota.
JODER que si se nota.
(Aunque, para ser honestos, al bicho fabricado con CGI se le notan bastante los años).
No estoy muy seguro de haber visto Madeo/Madre, de 2009, el regreso de Bong Joon-Ho al thriller policial, esta vez con una madre, protagonizada por la actriz Kim Hye-ja, que busca al asesino que incriminó a su hijo en la muerte de una chica. Algunos de los vídeos e imágenes que he visto de la película evocan recuerdos que pueden pertenecer a esta cinta o, lo confieso, a casi cualquier otro noir coreano de los últimos treinta años. Pero sí vimos Snowpiercer, de 2013, una pieza de ciencia-ficción, con mensaje ecologista explícito y de lucha de clases implícita, protagonizado por Chris Evans en el pináculo de su popularidad como Steve Rogers/Capitán América y dirigido por Bong Joon-Ho sobre guion de Jacques Lob, Benjamin Legrand y Jean-Marc Rochette.
(Bong Joon-Ho no sólo rueda sus propias historias. También ha escrito o colaborado en los guiones de Motel Seoninjang, Yulyeong, Namgeuk-ilgi y Haemoo/Niebla, entre otros).
Okja, de 2017, fue un título del que nos abstuvimos. Pura y simplemente la historia no nos parecía atractiva, y cuando una película te rechaza antes incluso de verla, nueve de cada diez veces es mejor dejarla correr. A veces te llevas sorpresas (cierto amigo mío es particularmente famoso por disfrutar como un enano de películas a las que ha sido arrastrado muy contra su voluntad), pero no muy grandes, ni muy a menudo.
Y llegó Parásitos, y el resto del planeta descubrió que existía en Corea al menos un director de cine realmente talentoso, y dotado de un humor negro inagotable, que no era un completo pedante afrancesado de esos que sólo ruedan películas de gente sacándose pelusas del ombligo (de hecho, Parásitos fue un exitazo internacional en las taquillas, con una recaudación de más de doscientos sesenta millones de dólares desde su presupuesto de algo menos de once millones y medio). Y todo el mundo reivindicó derechos de propiedad sobre Bong Joon-Ho, al que acababan de conocer, y alabó su arte, del que hasta 2019 no le habrían creído capaz, y elogiaron y premiaron su película, y se hicieron la picha un lío con ella. Porque, desde el momento en que a cualquier indocumentado le permiten reproducirse, era inevitable que surgiese gente dispuesta a defender que Parásitos es un alegato en defensa del movimiento okupa o una ácida denuncia del capitalismo. Le debemos a Bong Joon-Ho un café o una botella de soju por facilitarnos la tarea de identificar subnormales.
(Hablando de ombligos, como llevábamos tiempo sin sacar a la santa patrona de la bitácora, ahí va una muestra del aprecio que sentimos por ti, amado lector):
Parásitos es lo que es, una expresión de lo que algunos críticos meapilas llaman home invasion, con momentos de comedia amarga, terror y crítica social. Pero no sólo odio clasista hacia esos ricos (la familia Park) que lo tienen todo y viven en un casoplón del carajo), sino también denuncia de la pachorra y cinismo de los desposeídos, representados por la familia Kim (y la ex ama de llaves de los Park), que aspiran a alcanzar el lujo y la comodidad de sus patrones pero no están dispuestos a dejarse las uñas trabajando para conseguirlas y, en vez de intentar siquiera adquirir las habilidades y la disciplina necesarios para mejorar sus vidas, prefieren depredar a los acomodados.
(Crítica al capitalismo, mis cojones, cuando Ki-Woo acaba la película escribiendo una carta en la que se compromete a estudiar como un cabrón, trabajar como una bestia y ganar espuertas de billetes para, un día, poder comprar la mansión en la que su padre, reconciliado al fin con su naturaleza de perdedor inútil y criminal sin esperanza, vive escondido, parasitando a una nueva familia de pastosos, y sacar del búnker al miserable Ki-taek de la oscuridad para que pueda disfrutar con plenos derechos de la casa en la que se oculta. «Crítica al capitalismo». «Defensa de la okupación». El mundo está lleno de gente que opina por no estar callada).
Además, si eres un puto enfermo de la arquitectura, como el autor de estas líneas, te pondrá muy verraco Parásitos (y tal vez también The Brutalist, escena de violación homosexual aparte). Aunque debo advertirte de que la casa de la película no existe. Es un plató. Pero eres bienvenido a hacerte una así, si te toca el Urominolles.
Y después de algunos añitos, sospechamos, viviendo de rentas, Bong Joon-Ho ha vuelto a nuestras carteleras con una nueva película de ciencia-ficción, Mickey 17, basada en la novela Mickey7 de Edward Ashton, sobre la que no podemos decirte nada, oh inquieto lector sediento de literatura y GIFs de la gomorrea y probablemente gonorreica Riley Reid, porque no nos la hemos leído. Pero sí nos hemos visto Mickey 17.
Y la consecuencia, lamentablemente, es que ya podemos añadir a Bong Joon-Ho a la lista de directores que nos enamoraron en el pasado (reciente, en este caso) para dejarnos ahora con el culo torcido. Lista a la que pertenecen por méritos propios James Cameron, Steven Spielberg y el campeón absoluto de esta categoría: Ridley Scott.
Y no te imaginas la rabia que nos da la perspectiva de tener que afrontar las próximas películas del director de The Host y Snowpiercer como afrontamos las conversaciones con nuestra novia cuando de su patente mala hostia deducimos que está a punto de bajarle el tomate.
Con un costo de producción de 118 millones de dólares y una recaudación total de entre 127 a algo más de 130 millones, dependiendo de qué cifras te creas, no hay otro apelativo apelativo para Mickey 17 que CASTAÑA. La que se ha metido en las taquillas internacionales. Financieramente, este largometraje de un autor respetado, que venía de arrasar en premios, recaudación, críticas y el favor del público con Parásitos, es una MASACRE SIN PALIATIVOS que, al menos en Hollywood, pondría en SERIO RIESGO DE BANCARROTA la carrera profesional de su director.
Y a cualquiera que haya visto la película, no puede extrañarle esta debacle. ¡Pobre Migué!
Mickey 17 es aburrida. ¡Pobre Migué!
Mickey 17 tiene un protagonista amorfo y repelente. ¡Pobre Migué!
El humor negro de Mickey 17 (firma personal de Bong Joon-Ho) es histriónico y no hace ni puta gracia. ¡Pobre Migué!
La denuncia que del capitalismo hace Mickey 17 es tan hiperventilada y petulante que roza la parodia. ¡Pobre Migué!
El guion de Mickey 17 es penoso, con un personaje principal sin arco de transformación (eso no es necesariamente malo pero... sigue leyendo) y, al mismo tiempo, con el arco de transformación más inmotivado y desubicado que he visto en años (es Mickey 17 quien tiene todas las motivaciones y todas las justificaciones para sufrir una transformación emocional, no Mickey 18, que, por lo que recuerda, es el mismo tío mierder que salió de patrulla la víspera y que no puede recordar la traición de su mejor amigo, experiencia que le amarga el carácter a cualquiera). ¡Pobre Migué!
La subtrama romántica de Mickey 17 se parece tantísimo a una relación tóxica que repele antes que retener al espectador. Y ese cuasi triángulo sentimental con la pseudolesbiana (maravillosa Anna Maria Bartolomei en un papelito muy por debajo de su dignidad y talento), encima, no tiene puto sentido. ¡Pobre Migué!
(Mickey 17 podría perdonársele a casi cualquier otro director, particularmente a un debutante, pero no a Bong Joon-Ho. En su caso, es un crimen de lesa majestad).
Es extraño cómo el género de ciencia-ficción se la da estadísticamente tan mal al pobre de Edward Cull... Robert Pattinson. Resolvió con dignidad su papel en Tenet, carísima y disparatada pichoflautada de un Christopher Nolan muy subidito que pusimos mirando a Cuenca en esta entrada de la bitácora, y se apoderó de High Life, hipnótico aquelarre narrativo excepcionalmente bien resuelto por más que la película se comiera un buen HOSTIÓN pese a su misérrimo presupuesto (ocho millones de presupuesto y ni siquiera llegó a los dos millones de recaudación). Así que, hasta el momento, Robert Pattinson ha hecho una buena película de ciencia ficción, otra mala y una tercera simplemente horrible.
Decimos que es extraña esta media estadística, porque Pattinson es un actor solvente, aunque llevará hasta cien años después de muerto el estigma de haber dado cara y voz al vampiro reflectante que le ponía las bragas a tu hermana pequeña como un pantano de Florida en agosto. No nos atreveremos a depositar sobre él la responsabilidad de la pésima ejecución de Mickey 17. Tampoco al resto del reparto, que hacen los papeles para los que fueron contratados (y que son unos papeles de mierda escritos con el puto culo). Cabría sospechar, a raíz del carajal de viruta que se fundieron en el rodaje, de numerosas intervenciones de la productora (la satírica caricatura de los personajes de Mark Ruffalo y Toni Colette, y que el «héroe» de Mickey 17 acabe siendo otra Strong Independent Woman™ racializada, o sea negra, es una pista a tener en cuenta), porque a los estudios de cine les gusta implicarse cuando te dan cien millones para gastar. Y cuando una reata de soplapollas contratados para recortar gastos (y alinear el producto acabado con lo que el departamento de Relaciones Públicas de la empresa les haya dicho que está de moda esa semana) se implica en el proceso creativo, es hora de echarse a llorar.
O quizá, pura y simplemente, Mickey 17 es muy mala y punto.
Lo cual no augura nada bueno para el presente y el futuro del cine.
Porque si incluso el autor de Memories of Murder, The Host y Parásitos puede cagarla de manera tan espectacularmente absoluta, la cosa pinta peor de lo que nos habíamos atrevido a temer y el cine como industria y medio de expresión artística, sea de quien sea la culpa de haber dado luz verde a este cagarro, corre ciegamente hacia su extinción. Y eso no hay impresora celular que lo arregle.