(Seguimos poniéndonos al día con la bitácora tras los tres meses de apagón digital).
Revenge, de la parisina Coralie Fargeat, fue una de las pequeñas grandes sorpresas de 2017. Cuando, creo que por razones que no debería ser necesario explicar, el turbio subgénero cinematográfico del rape and revenge había sido condenado por los directores y las audiencias a los infiernos de la ignominia artística, Fargeat reclutó a la bellísima y realmente talentosa Matilda Lutz como protagonista de esta violentísima, y perversamente gratificante en su segundo y tercer actos, fábula feminista de justicia expeditiva sobre tres putos cabrones blancos y heteropatriarcales.
En el proceso, convirtió a la por lo demás menudita Matilda Lutz (algo menos de metro setenta de italiana) en una badass queen a la altura de Imperatrix Furiosa. Y todos nos enamoramos de ella.
Nada más lejos de nuestra intención que escribir un panegírico o una microhistoria del Rape and Revenge, subgénero iniciado probablemente por Bergman en El manantial de la doncella (a partir de una obsesión personal del sueco director con Rashomon de Kurosawa) y devenido en gueto cinematográfico casi pornográfico en títulos como La última casa la izquierda de Wes Craven, Perros de paja de Peckinpah, Ángel de venganza de Abel Ferrara, El justiciero de la ciudad de Michael Winner, la extrema Fóllame de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi (titulada en algunos países Viólame, muy justificadamente), la mismísima Kill Bill de Tarantino o la sañuda Desenlace mortal, que, por lo que hemos podido averiguar, sigue prohibida en Suecia por sus sádicas escenas y morboso argumento. Avisado quedas, lector conspicuo y carpetovetónico. A partir de aquí, ejecuta tu criterio maduro e informado.
La propia naturaleza subterránea, minoritaria y marginal de Revenge, y la crecida sensibilidad de las audiencias actuales, probablemente explique que hayamos tenido que esperar siete años para ver la nueva película de Coralie Fargeat. Y es que, aunque resulta realmente complicado encontrar datos sobre el presupuesto de Revenge, y la información sobre su desempeño en taquilla es extraordinariamente inconsistente y contradictoria (BoxOfficeMojo le atribuye menos de un millón de dólares de recaudación, cifra que The Numbers eleva a casi un millón cuatrocientos mil y la página de Wikipedia del largometraje se saca de un pollazo un millón y medio), resulta complicado imaginar que el público haya respaldado en su día esta producción saturada de tropos del «directo a VHS» de los viejos buenos fines de semana de nuestra infancia de Generación X.
Y, puesto que en la industria del cine eres tan solvente como tu último fracaso, por más que la crítica cinematográfica le hubiese lamido los dedos de los pies a Fargeat tras el estreno de Revenge, no ha sido sino hasta 2024 que hemos visto su siguiente largo.
Y, joder.
La sustancia ha sido una de las películas más polémicas de 2024, con espectadores abandonando el cine, salas quedándose vacías a mitad del segundo acto y cinéfilos realmente conmocionados corriendo a Twitter a decir que la película les produjo desazón y náuseas.
Con esos antecedentes (cada vez se hace más difícil ir al cine sin conocimiento alguno de la película que te dispones a ver), el que esto escribe se temía una experiencia al menos tan repugnante como la mutilación con ácido en La mosca de David Cronenberg, tan sangrienta como La pasión de Cristo, tan enfermiza como The human centipede y tan violenta como A Serbian Film.
Después de ver La sustancia, sólo tengo claras dos cosas:
a.) Como decía un de mis compañeros de apartamento, ya no quedan hombres, sólo maricones.
y b.) Demi Moore tiene los cojones más grandes del universo.
Empecemos por el principio: ¡ESPOOOOOILEEEEEEERS! ¡ESPOOOOOILEEEEEEERS! ¡ESPOOOOOOILEEEEEERS!
La sustancia cuenta la historia de Elisabeth Sparkle, una estrella de televisión ya madurita a la que le enseñan la puerta mientras los planes para reemplazarla por otra presentadora más joven y prieta ya están en marcha. Nuestra heroína lleva en antena desde sus veinte primaveras, conduciendo un programa de aerobic para que las amas de casa se pongan jamonas. Vamos, como el Puesta a punto de nuestra Eva Nasarre o el programa de Jane Fonda para la tele americana, se llamase como se llamase (¿«En forma con Jane Fonda» o algo así?).
Como toda figura pública que se paga las lentejas con su aspecto físico (y esto es especialmente evidente para las mujeres, pero los hombres tampoco se libran, que si crees que Brad Pitt sigue estando tan buenaco a sus 61 años sin chutes habituales de testosterona es que eres más tonto que el que asó la manteca), Elisabeth está obsesionada con su aspecto y se ha sometido, y se somete, a cotidianos arreglitos de jeringa y bisturí que, llegados al primer acto de La sustancia, ya no pueden seguir ofuscando las huellas del tiempo. No es que Elisabeth se haya vuelto una mujer madura, es que ha empezado a fermentar. Y, como ha empezado a fermentar, ya no es popular. Y, como ya no es popular, va a perder su trabajo, al que ha dedicado su vida y que es en realidad lo único que tiene.
(Además de un body horror gore y de ciencia-ficción, La sustancia es también una conmovedora reflexión sobre la soledad. En su ascenso hacia la cima y sus batallas para mantenerse allí, Elisabeth se ha quedado sola. No tiene marido, ni pareja, ni hijos. Aparentemente, tampoco tiene amigos. Comprometida sólo con su carrera en televisión, se le ha pasado la edad de crear vínculos afectivos duraderos y ahora que ya es oficialmente una vieja gloria de la pequeña pantalla y las tetas comienzan a colgarle peligrosamente cerca del ombligo, ya CASI —Elisabeth está tan insegura acerca de su aspecto que rechaza al único hombre que se interesa en ella tal y como es— nadie quiere tocarla ni con un palo).
Y todo esto, potorrazo de genio y lección de gramática cinematográfica de Coralie Fargeat, se nos cuenta en el plano inicial de La sustancia sin necesidad de mostrarnos todavía en pantalla a la protagonista. Esa estrella del paseo de la fama que comienza lozana, prístina, que es respetada y casi reverenciada por los paseantes que cruzan cerca de ella, y en una elipsis maravillosamente bien construida se va empañando, agrietando, hasta acabar olvidada, convertida en felpudo de los indiferentes peatones, en cubo horizontal de basura.
Elisabeth está desolada. Si le quitan su trabajo, su único patrimonio, ¿qué le queda? ¿Ahogarse en el vino, como la mosca de su almuerzo de trabajo con el personaje de Dennis Quaid (a quien se han esforzado por retratárnoslo de una forma particular y justificadamente odiosa)? En su desesperación, Elisabeth, no la mosca, está dispuesta a aferrarse a un milagro. Alguna molécula nueva. Un procedimiento experimental que le permita engañar a la cámara un año más, un mes más, una hora más. Pero no hay tal molécula. No existe tal procedimiento. A Elisabeth ya no le queda más pellejo que estirar. No hay silicona que rebobine su reloj celular. Su deterioro físico no lo arregla ni el doctor Grijando More.
¿O sí?
En la consulta de urgencias donde le hacen un reconocimiento físico después de un piñazo con el coche, un enfermo de exótica belleza, digna de un artista K-Pop o un personaje manga, le hace un chequeo extra un poco grimoso y le dice que es «una buena candidata». Elisabeth, pelín incómoda, recoge sus ropas y se larga. En la calle, descubre en el bolsillo de su abrigo un misterioso pendrive envuelto en una nota manuscrita: «Me cambió la vida». Sola en su gigantesco y solitario apartamento ultra estiloso de estrella de la tele condenada a la irrelevancia, Elisabeth pincha la memoria USB en su televisor y ve un vídeo de una misteriosa compañía que le promete el acabose: con un simple pinchacito, desbloqueará su ADN y engendrará una «mejor versión de sí misma» que podrá reemplazarla durante una semana, mientras su marchito cuerpo descansa en un lugar seguro. Con ayuda de esa sustancia, Elisabeth podrá vivir siete días como la versión mejorada, rejuvenecida y perfeccionada de sí misma y siete en su cuerpo original.
Y, naturalmente, después de una vacilación inicial, a nuestra desesperada heroína la idea le parece perfecta.
Así que Elisabeth pide su kit, se chuta aquella mierda verde sin identificar y, ¡zumba!, se le abre la espalda como una almeja al vapor y le sale un cuerpo secundario, lozano, en forma, bellísimo. Como que es el cuerpo de Margaret Qualley, que lo de los genes ya lo tiene ganado siendo como es hija de la bellísima Andie MacDowell y de su ya ex marido Paul Qualley. Sí, la Margaret Qualley que formaba parte de La Familia de Charles Manson en Érase una vez en... Hollywood y también a la que le daba el mal de San Vito en aquel anuncio de Kenzo en la que se le fue la mano con los Popeyes.
(No, no te vamos a enseñar las tetucas de Maggie ni su florido chichi. Si quieres, verlos, ponte La sustancia. Pero que sepas que probablemente estás viendo el cuerpo de una doble o un cromo hecho por ordenador).
Y de repente estás viendo una exploración moderna de El retrato de Dorian Gray. O la más perversa adaptación cinematográfica de La cenicienta, si la más perversa adaptación cinematográfica de La cenicienta estuviese escrita por David Cronenberg y dirigida por Darío Argento. Sue, el alter ego de Elisabeth, se apodera con su cuerpo serrano del apartamento de Elisabeth, de la vida de Elisabeth, del trabajo de Elisabeth. Elisabeth puede vivir una segunda juventud a través de su clon eugenésico. Mantenerse en el candelero, aunque sea con otro cuerpo, otro nombre y otra cara. Gozar de la fama, la atención y el reconocimiento que se le niega a su yo más talludito (y que se pasa una semana tirado en el suelo, alimentándose de un intravenoso). Ganar carretadas de pasta haciendo lo que mejor sabe hacer (lo único que sabe hacer). Y follar como una pumesa. O como Penny Barber después de ponerse su inyección de estrógenos.
Pero, claro, esto acaba trayendo complicaciones, o no tendríamos película. El conflicto es la historia. Y en La sustancia hay mucho conflicto. Concretamente, entre la joven Sue y la MILF Elisabeth.
El procedimiento está muy claro: la permutación de cuerpos debe limitarse a siete días. Sin excepciones. Elisabeth debe vivir una semana en su nuevo cuerpo e intercambiarlo luego durante otros siete días por su viejo cuerpo. Sue vive y disfruta de todos los trofeos de la juventud y la belleza mientras Elisabeth descansa y, hecho el intercambio, Sue descansa durante una semana mientras Elisabeth cuenta las horas que le separan de la próxima semana de candilejas, vicio y concupiscencia.
Pero quienquiera que haya documentado el procedimiento no contempló las exigencias de grabación de un programa de televisión. El asfixiante calendario de una estrella de la pequeña pantalla, convertida en una marca en sí misma y exhibida y explotada en late-shows, posados para revistas, vallas publicitarias... Sin olvidar que es muy difícil mantener la disciplina cuando eres joven, popular y turbofollable.
Así que Elisabeth empieza a estirar los plazos. Hacer arreglos creativos con el procedimiento para arañar un minuto más de juventud y belleza. Un día más. Su cuerpo viejo la repugna. ¿Por qué volver a esa cáscara arrugada, reseca y decadente cuando puede vivir más tiempo como Sue? Elisabeth y Sue se convierten en enemigas. A Sue le dan igual las consecuencias que Elisabeth tenga que pagar mientras ella pueda seguir grabando programas de aerobic en mallas, sacudiendo su duro pandero en dirección a las cámaras y practicando fornicio de riesgo.
Pues, en realidad, aunque Sue y Elisabeth sean la misma persona dividida en dos cuerpos, de hecho su convivencia comienza a estropearse muy pronto y ambas se sabotean mutuamente al perseguir objetivos incompatibles. Elisabeth quiere detener el deterioro de su cuerpo, deterioro ocasionado por Sue. Sue quiere cepillarle más días al calendario y vivir esta segunda Edad de Oro. Y, si en el proceso Elisabeth se estropea un poco, que se joda, la vieja fofa ésa de mierda. A la joven, bella y narcisista Sue no empieza a importarle realmente que Elisabeth se degrade y corrompa en la oscuridad en la que lo ha abandonado hasta que ha comprometido tanto el cuerpo que ya no puede seguir sirviéndose de ella para estabilizar el suyo propio. Y para entonces ya es tarde. Ya no hay soluciones sencillas. Ya no hay marcha atrás. Sue ha quemado la vela por los dos lados, y ahora las consecuencias la alcanzan.
La sustancia (alegoría de la cirugía estética, de los tratamientos de belleza) ha llevado a Elisabeth muy lejos, pero el abuso que Sue ha hecho de ella ya no le permite el viaje de vuelta.
Y ¿por qué afirmo que Demi Moore se ha sacado la chorra con esta película?
Porque, hipérboles aparte, Demi Moore, en La sustancia, nos está contando su propia vida. Con un par así de grande, Demi Moore acepta, en La sustancia, un papel protagonista acerca de la idolatría de la belleza, la obsesión con la búsqueda de la perfección física (condenada al fracaso) y la naturaleza adictiva de los, llamémoslos, «arreglitos» estéticos, y el elevado precio que la gente que se somete a ellos tiene que pagar a menudo.
Empecemos por el hecho de que Demi Moore, cuando tenía dieciséis tiernos añitos y se llamaba Demetria Gene Guynes, se sometió a cirugía correctiva para enderezar el ojo estrábico con el que nació.
Síp, oh estupefacto lector, el crush de tu adolescencia nació con un ojo pipa.
Poco después, Demi se hizo una rinoplastia. Que se conoce que, con su ojo corregido, la nariz ya no conjuntaba. Así que se la esculpieron un poco.
Y, parece mentira que sea necesario decírtelo, no puedes tener una nariz escultural sin una piñata a juego, así que Demi también se arregló el teclado del piano.
Pero las carillas dentales sólo hicieron más evidente la flaccidez y ausencia de definición suficiente en su rostro, así que Demi se sometió a un lifting facial.
Y Demi ha contado en varias entrevistas que ya no sabe vivir sin sus inyecciones de bótox (y probablemente tampoco sin sus colágeno labial, su ácido hialurónico y a saber qué otras cosas más).
Síp, oh indignado lector. La cara con la que te hacías pajas a los catorce años era básicamente una máscara en la que quedaba relativamente poco de su geometría natural.
A partir de ahí, puede que no haya un procedimiento estético al que Demi Moore no se haya sometido, lo haya confesado o no. Se sospecha de operaciones de mandíbula, pómulos, cuello, párpados, ceño, contorno facial, peelings químicos y por láser, se puso tetas para rodar Striptease, tetas de stripper-actriz porno de los 90, o sea unas tetas redondas, como globos, que no podían parecer más falsas; y después de Striptease se las quitó, porque las modas habían cambiado, y se puso otros implantes con una forma más natural...
Y, claro, la hipotenusa. Los que le habíamos perdido la pista a Demi Moore, porque a las actrices de más de cuarenta y menos de sesenta les pegan un tiro, profesionalmente hablando («demasiado vieja para ser el interés romántico del protagonista, demasiado joven para ser su madre»), pegamos un salto en nuestras sillas cuando la vimos desfilar en aquel certamen de alta costura en París, en enero de 2021.
(Que no faltaron los gilipollas que culparon de este crimen estético a Ashton Kutchner, con quien Moore había roto en 2011 y cuya atención, presuntamente, la actriz de Ghost y La teniente O'Neil, estaría intentando atraer, y nos intentaron vender a la pobre Demi Moore como la más reciente víctima del heteropatriarcado machista falocéntrico y opresor. Al parecer, a ninguno de estos aliades feministes se le ocurrió que una mujer que iba ya por su tercer divorcio quizá tenga realmente muy mala puntería a la hora de escoger pareja. En fin, los subnormales no nacen ni crecen, se transforman).
En fin, cuatro años han pasado de aquel lastimoso espectáculo y, aunque queda muy poco, si es que queda algo, de la cara con la que Demi Moore nació, hay que decir que la actriz tiene un aspecto mucho menos artificial en La sustancia. Una película con la que, insistimos, ha demostrado que no le tiene miedo a nada, profesionalmente, que está dispuesta incluso a someterse a una especie de examen de conciencia cinematográfico y personal ante todos los espectadores de la película de Coralie Fargeat. En este tiempo, lamentablemente, otros actores y actrices han caído en las garras del Satán de la cirugía estética y DESTRUIDO sus rostros hasta hacerlos irreconocibles o convertirlos en máscaras inexpresivas y repelentes. Para muestra, Erin Moriarty, la bellísima Starlight de The Boys, a la que todos amábamos y de la que ahora todos escapamos. Corriendo. En zigzag. Y aullando de horror. Heteronormativos y cispatriarcales que somos, supongo.
Demi Moore vuelve por sus fueros en La sustancia, atrayendo de nuevo nuestra atención sobre su talento dramático, que lo tiene, y no a su cara, por llamativa que lo haya sido en diferentes momentos de su carrera, y por diferentes razones. Y lo hace en una película que podría interpretarse como la expiación de su propia relación de amor-odio con la cirugía estética y la siempre maldita persecución de la belleza y la eterna juventud, aún aparente. Y lo hace de la mano de una directora que exuda talento por todos y cada uno de sus gabachos poros, con planos que habría firmado Kubrick, elementos de atrezzo anacrónicos que producen una extraña sensación antagónica de retrofuturismo y atemporalidad (esa aspiradora sacada literalmente de un catálogo de Sear's de los cincuenta, cámaras de televisión modernas...), con una fotografía que es en sí misma un palimpsesto de significados (la forma en que la comida está presentada en pantalla para hacérnosla parecer repulsiva, obligándonos a compartir aunque sea por un momento, el rechazo que sienten las personas aquejadas de anorexia; el abuso estilístico de esos colores ácidos) que justifica más de un visionado de La sustancia, si tienes tripas para ello (y las tienes si te has criado, como nosotros, con Freddy Krueger y Jason Voorhees como tus antihéroes de cabecera), con la deliberada sobreactuación de Dennis Quaid y la mayoría de los demás secundarios masculinos...
La sustancia, además de un body-horror que te va a hacer pasar un rato realmente desagradable, es toda una lección de cine. Y toda una lección interpretativa y de valor actoral por parte de Demi Moore.
Por eso ganó un premio en Cannes y por eso nos atrevemos a gritar:
¡OLE TU CHOCHO MORENO, CAROLINE FARGEAT!
¡OLE TU CHOCHO MORENO, DEMI MOORE!
Ahora queda para ti, oh preclaro lector con infinito discernimiento.
Ve a ver La sustancia y cuéntanos.
«Bueno, pero no nos has explicado por qué citas lo de los hombres y los maricones».
Sí lo he hecho, pero tú no lo has entendido porque perteneces al grupo de los que se levantaron, mareados, en medio de la proyección de La sustancia.
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