sábado, 3 de julio de 2021

Las tres fases del escritor

Dicen los italianos que la vida de todo escritor atraviesa tres etapas capitales:

1. Joven promesa.

2. Crítico imbécil.

3. Viejo maestro.
Es muy curioso cómo, a decir de cierta gente, yo me he saltado directamente la primera etapa y estoy ahora mismo atrapado en la segunda, y mis alaridos de horror en esta bitácora cada vez que Zack Snyder destroza otra película u otro gilipollas iletrado consigue editor serían la prueba de ello. Aunque a mí me gusta pensar que he atravesado ya todas las fases (así que estoy amortizado), y mi rápida evolución como escritor es enteramente responsabilidad de los cómics. Mejor dicho, de mi relación con los autores de cómic.
(Y con algunos lectores, pero eso lo dejo para otro día).

Hace más de veinte años que no escribo guiones de cómic. Empecé haciéndolos para mí. Y haciéndolos mal, porque, como eran para mí, yo sólo necesitaba la historia, que de la diagramación ya se ocupaba el que suscribe. Así pues, yo escribía cuentos que luego intentaba transformar en cómics.

No diré que mis guiones fuesen buenos. Yo era un adolescente con cero experiencia vital fuera de su círculo familiar cuando escribí mi primer cómic y era poco más que eso cuando escribí el último. Supongo que me limitaba a copiar los tropos habituales de los cómics que yo leía, y de los relatos y libros de terror y ciencia-ficción de mi biblioteca. También me limitaba a romperme los cuernos para que cada viñeta fuese la mejor versión de sí misma de la que yo era capaz. Ponía en cada una de ellas todo mi putañero sudor, talento (suponiendo que lo tuviese) y esfuerzo.

Nunca habría aprendido a trabajar en Marvel o DC con mi sistema. Una simple página podía llevarme una semana. A veces acababa tan encabronado por no haber podido replicar sobre la página el dibujo preparatorio para esa viñeta concreta que entintaba el boceto, lo recortaba y lo pegaba en la plana. Y si piensas, querido lector, que eso es hacer trampa y me acusas, amado lector, de ser el primero o el último, profesionales de renombre incluidos, que hizo algo parecido, es que eres subnormal perdido y estás perdiendo el tiempo en esta bitácora.

Pero, eh, dibujaba para mí. Dibujaba mis propias historias y me pelaba los codos intentando que fuesen tan buenas como yo podía hacerlas en aquel momento. Aún así, vivía agobiado por mi propia lentitud como dibujante. Nunca sería capaz de dibujar todos los cómics que tenía en la imaginación. Y los guiones, o las ideas para guiones, se me acumulaban.
(Ya llegamos. Ya llegamos. Tranquilo).
Supuso una sorpresa superlativa llegar al instituto en el que cursé BUP y COU y descubrir que, agárrate, ¡había otros críos de mi edad a los que les gustaban los cómics! ¡Y algunos de ellos incluso dibujaban, también, sus propias historias! ¡Apirolante!

Como no quiero convertir esta entrada en otra de las batallitas del abuelo Cebolleta, hagamos una cómoda elipsis: a los veintipocos años conocía al menos a media docena de dibujantes aficionados (algunos de ellos realmente buenos y con posibilidades reales de acabar publicando profesionalmente). Yo mismo llevaba tiempo sin encontrar ídem para dibujar mis mierdas. Necesitaba casi todo el tiempo para preparar mis exámenes y el poco que me quedaba libre lo dedicaba a leer, ver cine y escribir, pero no guiones. Ya casi nunca. Aunque aún tenía en el bolsillo un par de buenas historias, de buenas ideas para cómics, o que yo creía que eran buenas.

Tal vez no fuesen tan buenas. Tal vez algunas de ellas fuesen buenas ocurrencias, pero sólo eso, ocurrencias. Pajotes cerebrales que ni yo ni nadie habría podido convertir en historias. Pero eran mis pajotes mentales y mis buenas neuronas me habían costado.
Hablando de pajot... Es igual. Olvídalo.

Por eso, cuando algunos dibujantes me sondearon acerca de la posibilidad de convertir en cómic algún guion mío, me pareció una oportunidad deliciosa para descubrir cómo otro autor interpretaba mis historias, cómo podía, yo mismo, convertir mis oscuros guiones (no seguía ningún proceso sistemático ni estandarizado para escribir mis cómics) en una forma que otro dibujante fuese capaz de comprender, descifrar y materializar.

No me da ningún sonrojo admitir que fue una experiencia desastrosa. En cierto grado, pedagógica. En mucha mayor proporción, frustrante; como darle de cornadas a un muro de piedra pura de oliva.

Te lo resumo así, en tres casos certificados, como las fases italianas de progreso del escritor, que si no te me dispersas, como Zack Snyder.
Primera fase: la dibujante sin meninges

Una dibujante, entonces todavía por descubrir, de cuya obra no me tiro de la moto si te digo que existe la posibilidad de que tal vez hayas tenido un ejemplar en tus manos (dibujante con la que ya no tengo contacto alguno, pero por motivos personales que no te incumben, portera), se me quejó de que llevaba meses sin encontrar una historia que dibujar. Que mantenía correspondencia con varios guionistas y no recibía más que guiones malos de solemnidad. Peores que la quina. Clones descarados del éxito de ventas del momento, pero sin trasfondo alguno. Aburridos, superficiales, repetitivos.

Me dije, «ésta es la mía». Y le mandé uno de mis relatos. No como guion, entendámonos. Un guion de cómic es un guion y un relato es un relato. Se lo envié sólo como un «early access». Era mi manera de decirle «mira, chata: así es como escribo yo. ¿Quieres que intentemos hacer un cómic juntos?»

Menuda patada en los dientes me dio con su respuesta.

Mi relato le había gustado mucho...

...pero...

...no veía manera de convertir aquello en un cómic. No era capaz de visualizar un cómic basado o inspirado en mi cuento. Y, según ella, la culpa era mía, por mandarle un relato y no un guion. Hasta tuvo los santos ovarios de enviarme unas fotocopias de Cómic o el arte secuencial de Will Eisner, dando a entender, con mucha mano izquierda (aunque fuese una mano izquierda llena de anillos como los de M.A. Barracus y me estuviese puñeteando los morros con ella), que yo no tenía puta idea de escribir guiones de cómics.
Más oro que la boca de un gitano.

Lo cual probablemente fuese cierto. Pero es que yo en ningún momento había intentado enviarle un guion de cómic, y así te lo he explicado a ti en los párrafos superiores y así se lo expliqué a ella. Para lo que me sirvió. Como yo no le había mandado un guion de cómic formateado en la manera que ella, después de leer a Eisner, entendía que debía estar hecho un guion de cómic, mi historia, que no tuvo inconveniente en admitir que le había encantado, a su parecer, no podía convertirse en un cómic.

Como baño de humildad fue refrescante. Y humillante. Como panorámica a la creatividad de mi corresponsal, fue devastadora. ¿Mi talentosa artista no podía ver el cómic que encerraba un cuento, un libro, una novela, a menos que tuviesen la forma de un guion de cómic? Pero... entonces... ¿cómo convertía en viñetas y páginas los guiones formateados al estilo de Eisner, que son una abstracción, que dejan una enorme libertad al dibujante? Esta chica que dibujaba tan bien (la verdad por delante, dígala Agamenón o su porquero), ¿no era capaz de leer un libro e imaginarse las escenas ni cómo hacerlas encajar en una plana de cómic? ¿No habría sabido hacer un tebeo de una película, una obra de teatro, una canción?

Y lo más cojonudo de todo era que, sin haber leído entonces Cómic y el arte secuencial, de Eisner, yo ya escribía mis guiones de cómic al estilo de Eisner. Porque había leído algo de teatro y entendía que ésta era la forma intuitiva de escribir guiones visuales. Lo que mi poco imaginativa corresponsal parecía tener problemas para comprender era que yo no le había mandado un guion de cómic, como ya he explicado más arriba y no repetiré.

Nunca llegué a escribir ni lo que cabe en un sello para esta señorita. Ni siquiera cuando, más adelante, medio me dio la impresión de que medio se me insinuaba y medio me bailaba la danza de los siete velos bisiestos, literariamente hablando. Escaldado por la primera experiencia, temiendo incurrir en un nuevo malentendido, y también, ¿a qué sentido negarlo?, un pelín cabreado todavía con ella, me hice el sordo y el tonto cuando volvió a dejar caer que, otra vez, estaba sepultada bajo guiones mediocres, historias paletas y argumentos indibujables.

Que no, coño. Si quieres mi trabajo, me lo pidas con todas las letras. Tengo pito. A los que tenemos pito no nos valen la insinuaciones, ni el decirnos lo contrario de lo que se supone que debemos entender, ni todo ese kung-fu femenino vuestro.
(Algún tiempo después, sufrí un desengaño gordísimo con esta persona y la expulsé de mi vida a perpetuidad. Pero no procede hablar de eso aquí).
Segunda fase: el cojonazos
Hay probablemente una cosa peor que encontrarte con un dibujante que te dice a la cara que no tienes ni puta idea acerca de algo sobre lo que no le has dado prueba alguna, y es encontrarte con un dibujante cojonazos.

Me ha pasado como mínimo dos veces, así que condenso mi experiencia en este campo uniendo a ambos personajes en una misma quimera bicéfala.

El dibujante cojonazos era un artista al que conocía personalmente, con el que cultivaba una cierta amistad y cuyo estilo y técnica conocía. Era, y no me da sonrojo admitirlo, mucho mejor dibujante de lo que yo lo seré jamás y cien veces más competente que la artistilla sin meninges a la que he citado en el caso anterior. Una vez más haciendo de la sinceridad virtud que me perjudica, debo admitir que el dibujante cojonazos estaba tocado por las musas y yo le tenía un poco de envidia por ello. Posee tal talento, el muy bastardo, que era capaz de asimilar una técnica nueva en la mitad de tiempo que se tarda en contarlo y, en un poco más de tiempo, superar a su maestro.
(Doy fé de que esto es así. Este ser humano entintaba sus cómics con rotulador, pero quería aprender a entintar con plumilla y pincel. Como John Byrne. Como los pppppppprofesionales. Yo sé un poco de la materia y le di unas nociones. En una semana, ya lo hacía tan bien como yo. En quince días, entintaba mejor de lo que yo lo haré jamás y, otro motivo para odiarle, como ahora tenía completamente dominado el procedimiento y ya no le suponía reto alguno, en menos de un mes se aburrió, enterró sus plumillas y pinceles y volvió al rotulador de toda la vida).
Eso me dolió.

Con este dibujante me pasó algo parecido a lo que he narrado en el Caso Número Uno. Llevaba tiempo sin hacer cómics. Ni una mala viñeta. Y quejándose. Tenía un proyecto que había empezado en el instituto y del cual sólo había acabado media docena de páginas. Tenía bocetos para sesenta historias que aún no había dibujado. Este muchacho era (es, que aún no ha esmochado) buena gente, pero tenía la capacidad de concentración de un jerbo cafeinómano.

No recuerdo cómo sucedió el reto, pero en un momento dado, durante la enésima iteración de su tema favorito, «Joder, qué ganas tengo de dibujar y no tengo una historia interesante», nos acabamos picando y planteando un doble reto: el dibujaría un guion mío y yo uno suyo. También yo llevaba tiempo sin hacer cómics.

En menos de una semana le guionicé las cinco primeras páginas del cómic (formateadas al estilo Eisner) y se las entregué. Le dije que cuando tuviese abocetadas ésas, le pasaría más. También le pedí las suyas. No las tenía. No había escrito ni una palabra. Le recordé nuestra apuesta y lo dejé correr.

Una semana más tarde le pedí de nuevo el guion. Aún no tenía nada. Le pedí ver un estudio de personajes, algunos bocetos, una diagramación de página. Tampoco tenía nada.

Quince días después, le recordé de nuevo que aún no había visto ni una página de su guion ni un mal esbozo del mío. Me confesó que aún no había escrito su guion. Que no se le ocurría nada. Y además empezó a sacarle defectos al mío.

«Es que me pones que el protagonista entra en un salón. ¿Cómo es ese salón?»

«Como te de la gana. Tienes carta blanca. El tamaño o el mobiliario del salón no son relevantes para la historia y por eso te doy libertad plena».

«Ya... pero es que también me pones que se encuentra esa piedra, en el salón, en el que está tallada esa figura de mujer desnuda».

«Sí. ¿Y?»


«¿Cómo es esa piedra?»

«Joder, pues es una piedra. Una piedra lo bastante alta y ancha para que quepa en ella un relieve de mujer adulta a tamaño natural. Yo lo imagino como una especie de monolito muy basto, con planos muy rugosos y esquinas irregulares, pero tú dibújala como te de la gana».

«Vale, vale. Es que no lo veo, pero... vale. A ver qué se me ocurre».

No se le ocurrió nada porque no dibujó ni un carallo ni unas bolas. Ni tampoco escribió una palabra del guion prometido que yo iba a dibujar. Cada vez que le preguntaba por sus progresos me confesaba que aún no tenía el guion y, en lo relativo a mi historia, siempre tenía una excusa, que era la misma en todas las ocasiones: el guion no era lo bastante descriptivo. Como no le había puesto, palabra por palabra, absolutamente todos los elementos de cada viñeta, y el encuadre de la escena, y la iluminación, no sabía cómo seguir.

En otras palabras, quería que yo, además del guion, me currase el story-board.

Este amigo mío estaba dispuesto a dibujar mi guion, o eso decía él, pero sólo si no le suponía esfuerzo alguno. Sólo si yo se lo dibujaba primero.

Y este amigo mío es, en realidad, dos personas que me hicieron básicamente la misma putada. Uno de ellos al menos llegó a hacer un pequeño estudio de personajes, pero no llegó mucho más allá.
Tercera Fase: el morros
Imagínate que eres escritor.

Imagínate que conoces a un dibujante interesado en el mundo del cómic, pero sin un buen proyecto que dibujar.

Imagínate que este dibujante te pregunta si tendrías inconveniente en escribirle un guion.

Imagínate que le dices que será un placer, le escribes el guion y se lo entregas.

Ahora imagínate que no vuelves a ver a esa persona nunca más.

O que, cada vez que te la encuentras, le preguntas cómo va el cómic y te contesta con evasivas.

O se cambia de acera para no hablar contigo.

O finje no saber de qué coño le estás hablando.

Yo no tengo que imaginarme ninguno de estos escenarios. Los he vivido todos y cada uno de ellos, y sospecho que son los hijos bastardos del mismo fenómeno: una depreciación del trabajo del escritor por parte del dibujante que, como es el que tiene que quemarse las pestañas sobre la lámina en blanco, puede acabar sucumbiendo a la tentación de creer que lo suyo sí es trabajo, no lo que hizo el escritor que parió la historia. Lo suyo sí que tiene mérito, que cada viñeta que dibuja es un pequeño cuadro, lo que no puede decir el guionista, que con cuatro palabras ha resuelto la papeleta.

Pero mira, chaval, encontrar precisamente esas cuatro palabras y no otras me ha costado al menos tanto como a ti convertirlas en una viñeta. Y además ¿qué cojones haces menospreciando mi trabajo, hijo de puta? ¿Tú me has oído a mí desdeñando el tuyo, comemierda? Pero ¿a ti quién coño te enseñó que escribir un guion de cómic fuese fácil, payaso? Si fuese tan fácil, ¿por qué no lo hiciste tú? ¿Por qué acudiste a mi, puto mongólico? ¿Por qué me pides que trabajemos en equipo para luego atribuirte la mayor parte del mérito de la obra? ¿Eh, imbécil?

Hacer cómics parece fácil. Porque no es más que ponerle letritas a unos dibujitos, ¿verdad? Y eso puede hacerlo cualquier mediahostia, ¿a que sí?

No, hija, no. Hacer cómics es DIFÍCIL DE COJONES. Porque los cómics tienen su propia gramática, que tanto el escritor como el dibujante de cómics deben conocer y dominar si aspiran a entregar un mensaje legible. En el cómic, el tamaño y forma de las viñetas, su disposición en la página, la perspectiva, la dirección de la luz, la tipografía y mil factores más son ELEMENTOS NARRATIVOS que, si se emplean mal o en el lugar equivocado, pueden no sólo restar valor a la historia que se quiere contar, sino pura y simplemente volverla ILEGIBLE.
Hoy sé un par de cosas más sobre cómics de las que sabía entonces. Creo que hoy estaría mejor armado si me sentase a escribir un guion de cómic, pero ni siquiera estos años de experiencia me disuadirían de empollarme primero el manual de Eisner, que hace tiempo que releí por última vez. Y el How to draw comics, de John Byrne, al que citamos por segunda vez en este artículo. Y el How to draw comics the Marvel way de Stan Lee y John Buscema. Y cualquier otro tratado sobre el arte secuencial al que pudiese echarle mano. Y cualquier otro libro que pudiese facilitarme el proceso, siempre y cuando no lo haya escrito Rob Liefeld.

Pero sobre todo, y por encima de todo, sé lo que cuesta escribir una historia. Simplemente perpetrar una narración que no de asco moruno. Y yo, que he sido puta antes que cardenal, vamos, que he escrito cómics, y también los he dibujado (y entre ambos extremos he hecho los story-boards, aunque es, desde mi perspectiva, una tarea responsabilidad del dibujante, no del escritor), te puedo asegurar que escribir puede ser tan agotador como dibujar. Son destrezas diferentes que implican recursos neurológicos diferentes, pero en absoluto tiene sentido alguno privilegiar uno por encima del otro.

Yo, que he afrontado retos técnicos a la hora de decidir los elementos presentes en una página, o en una viñeta, porque en una viñeta todo es o puede ser significativo y cambiar la información que transmite, u otorgarle un valor diferente al buscado por el artista, muy a menudo me he descubierto añorando el momento de la escritura del guion, que no parecía tan exigente como su traducción a una página de cómic.

Por eso no se me ocurriría decirle a un dibujante que su trabajo vale menos que el mío. Ni aún en el caso de que fuese cierto porque, por ejemplo, no se ha tomado la molestia de igualar mi compromiso con la historia y me ha entregado un galimatías, una corta-y-pega de dibujitos parlantes sin ninguna coherencia desde el punto de vista narrativo.
(Bueno, tal vez si me pilla muy cabreado...).
Y por eso ya no escribo guiones para cómic. Porque aún no he encontrado a un dibujante dispuesto a concederme el beneficio de la duda y respetuoso con mi trabajo.

Al último que me pidió un guion le pedí treinta euros por veinticinco páginas de guión. En el precio incluía hasta un máximo de dos correcciones, aunque estaba dispuesto, y así lo manifesté, de hacerle precio a partir de la 25ª página si me enseñaba diez páginas de cómic terminado.

Repuesto del estupor, mi frustrado dibujante me preguntó que de qué coño iba yo por la vida.

Así que se lo expliqué.

«Voy de alguien que en los últimos tres años ha escrito cinco guiones de cómic y no ha visto ni una página, ni una plantilla, ni siquiera un puto boceto, de los dibujantes que le persiguieron para que les escribiese un guion. ¿Quieres un guion mío? Espléndido, yo quiero escribírtelo. Pero aunque sólo consiga enseñarte a valorar el tiempo que dedico a escribir, me daré por satisfecho, y eso pasa por pagarme treinta euros por veinticinco páginas de guion, con hasta un máximo de dos correcciones. Si después decides no dibujar mi historia, allá tú, que yo ya habré cobrado, pero al que se le va a quedar cara de tonto cuando descubra que ha pagado un euro veinte por página de un guion que, en realidad, no le apetecía tanto dibujar, va a ser a ti».

Hay gente que cree que el arte no vale nada y que el tiempo que le dedicas es tiempo perdido.

Suele ser la misma gente que luego te pide que les regales tu trabajo.
Así se os aparezca Harlan Ellison a todos y os reviente los nakasones a patadas. Hijos de mala puta.

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