sábado, 28 de noviembre de 2020

Estoy pensando en mandarte a cagar: cuando el escritor se cree más listo que tú

 
I'm Thinking of Ending Things es, a priori, una película sencilla, digestiva y rutinaria: la película de una pareja en crisis en la que una de las dos partes no sabe aún que están en crisis. Una chica (Jessie Buckley) se embarca en un viaje en coche con Jake (Jesse Plemons), su novio, para visitar la granja familiar y conocer a los padres de él (Toni Colette, la madre de El sexto sentido, y David Thewlis, el Remus Lupin de Harry Potter). Pero en la mente de La Chica ese viaje es una pérdida de tiempo porque ella, sin haberlo verbalizado aún, ya ha comenzado a separarse de Jake. Ya le ha puesto término a esa relación (que en varios momentos del metraje da a entender que lamenta haber comenzado). Sólo le falta hacerlo oficial y ella misma no se explica qué la detiene. A fin y al cabo sólo llevan juntos siete semanas, caramba. Lo cierto es que tampoco parece tener motivos para romper esa relación. O si los tiene, no los da. O si los dio, no los recuerdo. Y además... ¿por qué mierda parece que Jake pueda leerle el pensamiento? ¡Joder, qué mal rollazo da eso! Y fíjate cómo me mira ahora, el muy cabrón, como si supiese que acabo de pensar que me tiene hasta el chumino y que ojalá nos hostiásemos con el coche y él se quedase moñeco. Escalofríos me da.

Llegados a la granja familiar, La Chica se enfrenta a toda una serie de fenómenos extraños que no parecen perturbarla en lo más mínimo (creemos interpretar que es muy consciente de que lo que está viendo y escuchando sólo sucede en su imaginación, o sea que estamos viendo la acción a través de la perspectiva de La Chica), como ruidos extraños (algo o alguien araña la puerta del sótano), transformaciones del escenario (en lo alto de la misma escalera del sótano, de repente empieza a nevar sobre el padre, me parece, de Jake, y están DENTRO de la casa), elipsis cronológicas inexplicables (los padres de Jake rejuvenecen y envejecen entre un plano y el siguiente, dentro de la misma escena), revelaciones que deberían hacerla replantearse lo que cree saber sobre sí misma (una foto de Jake niño se transforma en una foto de La Chica de niña, un poema que La Chica dice haber compuesto resulta que lo ha plagiado del libro Rotten Perfect Mouth, de Eva H.D.; a la propia Chica la acaban llamando por al menos cuatro nombres diferentes y encima ahora es camarera, ahora es pintora, más tarde estudiante de física cuántica, aunque la conversación con su novio en el viaje de ida sugería más bien unja ocupación relativa a la medicina, la genética o la biología...). La cena con los padres es, por momentos, de un malrrollazo increíble, gracias a Dios finalmente acaba y los novios vuelven a casa.

Y en el trayecto de regreso, tras una parada en una especie de heladería drive-through (¿a qué degenerado se le antoja un helado en mitad de una puta tormenta de nieve?), el novio se emperra en mostrarle a La Chica el instituto en el que estudió, tienen una bronca en el aparcamiento... y a partir de aquí es cuando la película, que ya era correosa, oscura y pretenciosa, se vuelve impenetrable, vantablack y prepotente. Anota, anota:

Jake nota que el conserje del instituto los está mirando desde dentro del edificio, se baja, deja a La Chica sola en el coche y se va a pedirle explicaciones al bedel.

Como Jake tarda ciento y la madre en volver, La Chica entra en el instituto para buscarle, encuentra al bedel, le pregunta dónde está su novio y descubre que es incapaz de describir el aspecto de Jake. Le dice al conserje que nada pasó entre ella y ese Jake, al que de repente no es capaz de recordar, la noche que se conocieron, y, al mismo tiempo, que la forma en que
la miraba ese Jake cuyo aspecto no recuerda la hizo sentir incómoda.

Entonces entran los bailarines.

Palabra.

Un danzarín y una bailarina vestidos como Jake y La Chica entran en plano (y La Chica, la de verdad ―¿o no era la de verdad? A mí ya hacía rato que I'm Thinking of Ending Things me estaba comiendo los dos cojones―, los ve) y se ponen a bailar, y llegan bailando a la cancha del instituto, donde entra el bedel, armado con un cuchillo, y mata al bailarín que hace de Jake pero no es Jake.

El bedel empieza a fliparlo, tiene alucinaciones con los padres de Jake y con un anuncio de animación de la heladería en la que los novios pararon (insisto, en plena PUTA TORMENTA DE NIEVE) a comprarse un helado, se pone en pelotas y ve a un cerdo, también de animación, podrido y lleno de gusanos (hay una alusión a ese cerdo en una conversación entre Jake y La Chica cuando llegan a la granja familiar), que le dice que él y sus pensamientos son uno, y que se vista.

La película termina con un Jake viejo recitando el discurso de aceptación del premio Nobel... que ni siquiera es el suyo propio, sino el de John Nash en Una mente maravillosa, palabra por palabra, y poniéndose a cantar una de las canciones de Oklahoma. Tal cual.

I'm Thinking of Ending Things es el nuevo chupete de los culturetas apirolados e indies Netflixeros, siempre prestos a desenfundar los primeros la minga y explicarte, con una media sonrisa paternalista, todo lo que tu menguada inteligencia de primate embrutecido no ha logrado entender, así como veloces a la hora de defender la valentía, originalidad y sensibilidad de su autor y el profundo y polisémico simbolismo de sus escenas.

I'm Thinking of Ending Things es tan marciana que la primera opción de autocompletar que te sale en la barra de búsqueda de Google cuando metes el título de la película es «
I'm Thinking of Ending Things explicada». Hasta los críticos y la prensa cultural no se ponen de acuerdo sobre en qué género cinematográfico encuadrar esta película. Hay quien la califica de drama, hay quien la mete en el saco del género de terror, otros especifican más y la etiquetan de cinta de «terror psicológico», sea lo que sea eso (entiendo que es algo así como «terror sin slasher ni monstruo»).

Creo que la confusión sobre este particular obedece a un único motivo: I'm Thinking of Ending Things es su propio género. Probablemente incluso su propio lenguaje.

Lo que I'm Thinking of Ending Things no es es cine.

El cine tiene estructura.

I'm Thinking of Ending Things no tiene nada parecido a una estructura, y si tenía algo remotamente parecido a ella, la estructura se desmorona en ese tercer acto alucinatorio y pedante.

El cine tiene su propia gramática (que sustenta la estructura).

I'm Thinking of Ending Things se caga en la gramática cinematográfica y copia la de los sueños, que es imposible de trasladar al cine sin acabar armando un cipostio ilegible. En ese sentido es casi la apoteosis del cine surrealista, y el «casi» es sólo porque en su (tedioso, cabreante y prescindible) primer acto estreñido de voice-over y farfolla filosófica de relleno, sin propósito, «casi» podría pasar por una película normal; recargada, aburrida y odiosa, pero normal.

El cine tiene un relato (y ese relato tiene una estructura sustentada por una gramática).

I'm Thinking of Ending Things sólo PARECE que tiene un relato. Desde el momento en que apagas el televisor y no eres capaz de descifrar lo que acabas de ver, se hace evidente que el relato no existe, o está desarrollado en una gramática que desconoces, y por lo tanto es inaccesible. I'm Thinking of Ending Things es una carrera de obstáculos que transcurre por una pista llena de minas untadas con veneno, una yincana de trazado caprichoso y alambicado y que, encima, no lleva a ninguna parte.

I'm Thinking of Ending Things está basada en la novela homónima de Iain Reid, (que no es hermano de Riley ni nada) publicada en 2016, sobre la cual el director de la película, Charlie Kaufman, se ha tomado unas libertades intolerables. Ya sabemos que adaptar un libro a la pantalla es difícil, que el cine, en sí mismo, es un medio de expresión con sus propias normas, pero es que Kaufman parece haber tomado del libro todo lo que daba sentido a ese bizarro tercer acto y lo ha tirado a la basura, y se ha quedado para su película con los elementos más barbitúricos, atchonburísticos y desopilantes, y encima tiene los santos cojones de justificarlo.
“I’m not really big on explaining what things are,”

(Nos hemos dado cuenta. Tampoco se te da particularmente bien guardarle a tu público el mínimo respeto).
“I’ve found that I’m most successful with adaptations when I allow myself to take it and do with it whatever makes sense to me,”
El problema con esa forma de trabajar es que puedes acabar escogiendo para tu adaptación todo aquello de la obra adaptada que tiene sentido para ti, Y SÓLO PARA TI, con lo cual acabarás haciendo una película SÓLO PARA TI, que será absolutamente ininteligible para cualquier otra persona.

I'm Thinking of Ending Things
es un ejemplo lacerante de que si le das a tu público una obra tan personal y subjetiva, tan etérea y críptica que pueda significar cualquier cosa, ACABARÁ SIGNIFICANDO CUALQUIER COSA. Es decir, que acabará por NO SIGNIFICAR NADA, y las opiniones de los críticos de cine desvelan esa triste evidencia.

Karen Han, de Polygon, hace una pirueta zen y pretende convencernos de que la imposibilidad de hacer una lectura clara de I'm Thinking of Ending Things es precisamente lo que la dota de significado (“The lack of clear answers and structure can be frustrating, but the strange way the story is told enhances just how real the exchanges between characters feel. The frustration that Lucy feels with Jake, that Jake feels with his mother, that his parents feel for each other, are all uncomfortably tangible, especially as tensions rise. The film's 134-minute runtime is a long time to sit with that feeling, but Kaufman’s big divergence from the novel he's adapting is in lending its ending a more buoyant note” ), de que el surrealismo la hace más real y que sentirnos todo el rato frustrados con la película y su aparente e insufrible intrascendencia es parte de la experiencia cinematográfica de I'm Thinking of Ending Things y que debemos esforzarnos en disfrutar de sentirnos perdidos, mareados e imbéciles (It’s tempting to get lost in parsing out which elements of the film are real, and what’s just projection. But Kaufman’s script and Buckley’s performance almost render the question irrelevant. I’m Thinking of Ending Things isn’t a puzzlebox, it’s about capturing a feeling, todas las negritas son mías).

David Fear
, de Rolling Stone, también es de los que tratan de justificar este engendro (“The writer-director has located something at the heart of Reid’s story that he elevates from subtext to primary concern, about the way regrets have a way of eclipsing the bright spots of a life. And when you see where Kaufman is eventually leading you, that’s when everything takes on an emotional weight that sneaks up on you”), darle un significado a lo insignificante y buscar emotividad donde no hay más que frío cálculo (It uses the book’s already complicated storyline of “boy meets girl, boy takes girl to meet parents, things fall apart and the center cannot hold” to delve into deeper thoughts on memory, misery and mortality. And somehow, amidst all of the shifting perspectives and timeframes and overall blurring of lines, it also manages to move you to tears even as it leaves you bewildered and unmoored.”

Fíjate todo el jugo que le sacan a este ladrillo hermético los pobres espectadores faltos de una piedra de Rosetta para descifrarlo: que si es «una conmovedora reflexión sobre la mortalidad», o sobre «la memoria», «la imposibilidad de volver al hogar», «la muerte», «la decadencia», «el olvido», «la realidad», «el terror a la vejez» o cualquier otra potorrada que se te ocurra, porque cuando una obra no significa nada, ya que carece de estructura, relato y una gramática coherente, puede significarlo todo.


I'm Thinking of Ending Things no significa nada porque no transmite nada, y los esfuerzos de los frustrados espectadores, que no quieren admitir que el emperador está desnudo y buscan perlas entre la mierda de los cerdos agusanados, serían incluso conmovedores si no quedase dolorosamente claro desde el minuto uno, en la propia estructura-sin estructura de la película, que Charlie Kaufman no tiene nada que contar ni ganas de contarlo, que sólo está jugando al despiste.

Casi la mitad de la película transcurre dentro del coche de Jake, en los viajes de ida y vuelta a la granja. En el de ida, Jake y La Chica hablan de Wordsworth, de los poemas cuyos títulos son más largos que el poema en sí, de los muchos significados de la expresión «¡guau!» («wow!», en el original), Jake le demuestra a La Chica que está al corriente de los pormenores y retos de su tesis doctoral... Veinte minutos de conversación que NO CONDUCE A NINGUNA PARTE, ni hace avanzar la acción, ni ayuda a comprender a los personajes, ni nos da ninguna pista de por qué La Chica quiere romper con su novio, ni, y ésto ya es un pecado de lesa majestad, establece unas reglas que puedan extraer algún sentido de las escenas cada vez más emporradas y desafiantes que nos reserva el resto del metraje.

Un primer acto que sobra. Que no aporta nada. Que no conduce a nada. Que retrasa la acción. Y el tercer acto hasta la llegada al instituto es prácticamente idéntico: más conversaciones estúpidas y gratuitas entre Jake y La Chica, mamonadas sobre una película de John Casavettes, referencias de cultura popular que se me escapan, desvaríos acerca de la insoportable levedad del ser, la epistemología cosmológica de Marcuse, los vampiros mariquitas de Marte o el sabor del ombligo de Sara Sampaio, yo qué sé, que no estaba haciendo ya ni puto caso, que la vida son dos días y la producción cinematográfica de Riley Reid casi eterna.

¡No somos dignos! ¡No somos dignos!


Y ya me jode este arrogante desprecio a mi inteligencia y a la técnica narrativa del cine, viniendo del guionista de Cómo ser John Malkovitch, película también marciana, misteriosa y desconcertante pero que no te llama subnormal a la cara ni está llena de accidentes narrativos, porque sí tiene una estructura, un relato y una gramática, y no requiere de un quíntuple doctorado en Filosofía, Sociología, Lingüística, Hermenéutica y Sodomía para ser legible. Y todo porque el director quería ser original que te cagas, antes muerta que sencilla, y alejarse de la novela que estaba adaptando.

Claro que se aleja de la novela, el muy tahúr.

Porque en la novela SÍ te dan las respuestas. En la novela te dan la clave para entender toda esta historia lisérgica, jeroglífica, delirante y absurda.
(Si lo de hasta ahora te parecían espóilers, prepara el ano).

Al final de la novela de Reid (Iain, no Riley; no empecemos a confundir, copón) descubrimos que Jake y su pelirroja e inestable novia de nombre mutante son la misma persona. Y esa persona es el bedel de instituto protagonista del whatthefuckísimus máximus clímax final. Por eso Jake parece poder leer los pensamientos de La Chica: porque proceden del mismo lugar que los suyos, o sea del cerebro del bedel.

Jake y La Chica no existen.

NO EXISTEN. Son fantasías del bedel. Por eso a su alrededor suceden cosas sin lógica alguna. Porque son abstracciones. Invenciones sujetas a las mutables corrientes del inconsciente. NO SON REALES.

Y Charlie Kaufman deliberadamente nos hurta este dato fundamental, esta pieza clave que explica todas las fracturas de la narración, todas las mutaciones de los personajes, todas las inconsistencias narrativas; para poder así alardear de lo súperinteligente, alternativo, nerdy y ultrafollable que es.

Lo cual se podría llamar «hacer un Primer».

Primer es una de mis películas favoritas. Escrita, dirigida e interpretada (en uno de los dos papeles protagónicos) en 2004 por Shane Carruth. Primer nos presenta a dos personajes, Abram, «Abe», y Aaron, que intuimos que son ingenieros y trabajan en algo relacionado con la ciencia o la informática mientras, en sus ratos libres, intentan pegar el pelotazo tecnológico con dos amigos. Quieren ser los próximos Steve Jobs, los próximos Bill Gates y, desde su garaje, sacar un producto que cambie el mundo y, de paso, los haga millonarios.

(Nadie les explicó que el cuento de Apple naciendo en el garaje de Steve Wozniak no es más que mitología sin fundamento y que Bill Gates se hizo megarrico porque su millonaria madre le pidió a uno de los directivos de IBM, amigo suyo, que le ayudase a venderle a la empresa ese sistema operativo que Gates no tenía y que tuvo que comprarle por cuatro duros a Tim Paterson, ese SO que acabaría llamándose MS-DOS).

Abe y Aaron están hartos de intentar fundar la nueva Microsoft y de las cortas aspiraciones científicas de sus compañeros de garaje, y se ponen a hacer ciencia para mayores. Construyen una máquina, basada en un experimento abandonado por no-se-llega-a-decir-qué-institución, que se supone que contrarresta la fuerza de la gravedad, pero, limitados por su presupuesto de inventores pobretones, modifican el proyecto, toman atajos y obtienen un trasto que acaba funcionando de forma inesperada: su máquina crea una especie de burbuja que «atrapa» el tiempo. Literalmente. Atrapa un minuto, una hora, un año, y no lo deja escapar, sino que lo tiene rebotando dentro de esa burbuja, adelante y atrás, hacia el pasado y el futuro, hasta que se apaga el dispositivo.
«Hay un punto A y un punto B. El punto A está a las 12.00 y el punto B, a las 12.01. Ponemos en marcha la máquina con el tentetieso en el punto A. Normalmente se mueve hacia el punto B y, cuando llega a él, la alimentación disminuye en forma de parábola hasta que se para. Pero no lo hace. Vuelve hasta el punto A. Y, cuando vuelve al punto A, ahora el tentetieso ha experimentado un total de dos minutos. Y de nuevo se curva y vuelve hacia atrás. Se curva en forma de parábola».
Traducción:
Abe y Aaron han inventado una máquina del tiempo, «La Caja», aunque sólo funciona hacia atrás (sólo puedes viajar al pasado, no al futuro), con el límite máximo del momento en el que la máquina fue encendida y debes permanecer en el interior de la máquina el mismo tiempo que quieres retroceder (si sales antes, tu cuerpo te va a castigar, y mucho). Y mientras «retrocedes», técnicamente todavía no has entrado, porque tu «yo del futuro», del que te estás alejando progresivamente a medida que viajas atrás en el tiempo, todavía no ha entrado en La Caja.
Sí, ya sé que es complicado, pero, al menos de momento, la cosa todavía tiene sentido. Explico el procedimiento: yo quiero viajar digamos veinticuatro horas al pasado. No puedo viajar a «ayer» desde hoy sino que debo viajar a «hoy» desde «mañana». Así que pongo en marcha la máquina, la dejo funcionando veinticuatro horas, me meto en la caja, espero dentro otras veinticuatro horas y «salgo» en el pasado, en el preciso momento en el que encendí la máquina, que, desde mi perspectiva al salir de ella en un nuevo marco de referencia, cuando la encendí era «el mañana» pero cuando me metí en ella, 24 horas más tarde en mi primitivo marco de referencia, era «el ayer». He viajado al pasado y, mientras lo hacía, he alcanzado a mi «yo del pasado» mientras esperaba a que se cumpliesen las 24 horas de «calentamiento» del dispositivo. Es decir, que hasta que me meta en la máquina «de nuevo» habrá dos copias de mí mismo compartiendo la misma línea temporal.

Esto queda claro cuando Abe lleva a su amigo cerca de un guardamuebles donde ha construido una versión grande del dispositivo, le da unos prismáticos y Aaron lo flipa como Dua Lipa al ver a Abe, que está a su lado, llegar al almacén, meterse en uno de los trasteros (donde está La Caja 2.0) y desaparecer. ¿Qué acaba de ver Aaron?: por un momento, el Abe del presente, que se dirige a meterse en la máquina y viajar al pasado, y el Abe del pasado, que ya ha alcanzado en el tiempo a su yo pretérito, está hablando con su buen amigo Aaron y acaba de darle unos prismáticos y decirle hacia dónde debía mirar, han compartido el mismo marco de referencia. Había dos Abes: uno junto a Aaron y otro que aún no había entrado en La Caja.

¿Qué harías tú con una máquina del tiempo? ¿Matar a Hitler? (ya te prevengo que sería mala idea) ¿Conocer a Cristo? (o a Hércules, al Pato Dónald o a otro de esos personajes de ficción) Abe y Aaron deciden forrarse. Muy humano, claro. Construyen otra máquina (ahora hay una Caja 2.0 para cada uno), viajan seis horas atrás en el tiempo armados con información «del futuro» sobre el mercado de valores y compran las acciones que se va a revalorizar. Y, ojito, deben tener mucho cuidado de no encontrarse consigo mismos en el pasado ni alterar lo que sus yoes del pasado hicieron antes de meterse en la Cajas, porque el más mínimo cambio podría determinar que alguno de ellos, tal vez ambos, no llegasen a meterse en las máquinas del tiempo para viajar al pasado (cerrando el bucle temporal, «aniquilando» la copia de sí mismos y manteniendo la simetría del viaje en el tiempo), y acabasen coexistiendo en la misma línea temporal dos versiones de Aaron y Abe (los que sí viajaron con los que iban a hacerlo y al final no viajaron) así que evitan ir adonde puedan coincidir con sus dobles, se aíslan en un hotel, dejan en el «futuro» sus teléfonos móviles...

Hasta aquí, Primer tiene sentido y quizá sea la mejor ficción de viajes en el tiempo que he visto en años, con permiso de Rick y Morty.

Pero éste es el momento en que todo empieza a volverse lóquer, porque éste es el momento en que el director-guionista-actor escoge empezar a ocultarle información al espectador, para que el espectador se pierda, no entienda nada y el director se sienta especial, que ya le decía su mamá que era el más listo de clase.

Aaron y Abe viajan atrás en el tiempo varias veces y empiezan a cometer errores por exceso de confianza. Además, empiezan a usar las Cajas para fines espurios. Sigue leyendo.

E
l ex novio de Rachel, la pareja de Robert, (uno de los compañeros de garaje de Abe y Aaron) se presenta, parece ser que con un pacharán de más, en la fiesta de cumpleaños de Robert y organiza una buena bronca. Lo echan y el tío becerro, en vez de recoger su vapuleada dignidad e irse a casa a dormir la mona, trinca una escopeta que lleva en la camioneta y vuelve a la fiesta para marcarse un Puerto Hurraco. Sin decirle nada a Abe, Aaron utiliza la máquina del tiempo para volver atrás en el ídem, acechar al ex y, cuando se baje de la camioneta, robarle el arma y que no la arme, y sí, el juego de palabras es intencionado.

Lo que pasa es que nada de lo que vemos y nada de lo que Abe o Aaron nos cuentan sobre ese episodio justifica ese viaje al pasado. No hay en Primer ni un bit de información que sugiera que el ex novio celoso, y presuntamente borrachuzo, haya herido ni muchísimo menos matado a nadie, sino todo lo contrario. El muy cafre no es culpable más que de ser un becerro y hacerle pasar un mal rato a la gente de la fiesta hasta que llegaron los chicos de uniforme, le prestaron un poco de joyería de acero inoxidable y se lo llevaron. ¿Por qué coño es tan importante para Aaron hacerse el machote e impedir esa escena que, por lo que la propia película nos cuenta, no supuso más que un disgusto para Rachel y unos cuantos calzoncillos manchados entre sus invitados? Primer no nos da una respuesta al respecto. Hay fans del largometraje que sugieren que el ex de Rachel la mata en la fiesta, pero nada de lo que se ve en la película apunta en esa dirección. Es sólo otro intento de darle sentido a lo que narrativamente no lo tiene.

Y cuando se mete en La Caja, Aaron no se para a pensar que, en el momento en que cambia el pasado, el Aaron que sale de la máquina del tiempo es el mismo que entró en ella pero el Aaron a cuyo encuentro en el pasado va ya no será el mismo Aaron. Entró en La Caja un Aaron que asistió a un cumpleaños (o no, no nos queda claro si asistió a esa fiesta) en el que el ex de Rachel se presentó con un arma, salió en el pasado de un Aaron que nunca asistirá a esa fiesta en la que el ex de Rachel se presentó con un arma, porque otro Aaron lo impidió, y por lo tanto un Aaron que no tenía ningún motivo para viajar atrás en el tiempo. Así que el segundo Aaron no viajó en el tiempo (suponemos; tampoco nos lo muestran ni explican). Así que ahora hay dos Aarons procedentes de dos líneas temporales distintas. Dos Aarons que se evitan, que tienen sus propios planes, no necesariamente convergentes; un Aaron que al volver a casa con su mujer y su hija (sintiéndose como Batman, Einstein y Johnny Sins en una misma persona), descubre que ya hay allí otro Aaron ocupando su lugar. Negándose a apechugar con las consecuencias de su sacada de chorra y convertirse en un
mendigo, en el refugiado de un mundo que ya no existe, el primer Aaron decide tomar medidas drásticas contra el segundo. Y de repente cobra sentido la queja de la mujer de Aaron, que le pide, en un momento del metraje, que llame a un exterminador porque ha oído ratas en el desván:  las «ratas» es el Aaron de la línea temporal alternativa, el que no viajó al pasado para impedir la escena en el cumpleaños de Robert, y al que el otro Aaron ha drogado (ayuda saber por anticipado qué vas a desayunar en un día dado) y encerrado allí para suplantarle.

En otro de esos viajes al pasado (y ésta es la imprudencia a la que aludíamos más arriba), el teléfono de Aaron suena. El muy sieso se lo ha llevado consigo. Eso significa que hay dos copias del teléfono de Aaron en ese marco de referencia. Su teléfono ha recibido una llamada destinada al otro teléfono, el que tiene el Aaron que aún no ha entrado en la máquina del tiempo para hacer ese viaje en particular. Así que ya ha cambiado la historia. Un detalle menor. Aparentemente insignificante.

¿O no?

Porque justo después pasa algo con un partido de ¿baloncesto? (no nos enseñan la pantalla) que los personajes ven, y que sugiere que el continuo ya ha sido alterado. Que se ha roto la simetría. Y cuando intentan arreglar la cagada, viajando a un momento anterior al error de Aaron, aprovechando unas horas que, en la anterior versión de la historia ellos habrían pasado durmiendo, sucede otro episodio que se nos ofrece oscurecido. Todo lo que nos queda claro al ver Primer es que, en este momento del metraje, Granger, el padre de Rachel, se hace daño. Este episodio es tan sombrío y equívoco que, en el primer visionado, yo estuve convencido (y equivocado) de que el herido, era en realidad uno de los protagonistas procedente de otra línea temporal y al que, visto desde lejos, los personajes no habrían reconocido, identificándole erróneamente por el coche que conducía.

La secuencia es así: de camino al guardamuebles, Abe y Aaron pasan en coche por delante de la casa de Aaron a las dos de la mañana y ven el coche de Thomas Granger, el padre de Rachel, con barba de dos o tres días, aunque Aaron recuerda haberlo visto ese mismo día, afeitado. El coche les sigue, Abe le llama por el móvil y Granger contesta... pero no contesta el Granger que va conduciendo tras ellos sino otro. Se ha producido una nueva paradoja temporal. Hay dos Granger coexistiendo en el mismo marco de referencia. Entonces nuestros protagonistas paran, se encaran con el Granger que les sigue y éste sale de su coche y se desmaya.

Abe había dejado encendidas las Cajas (se infiere que lo hizo por si era necesario volver al pasado y arreglar alguna cagada), y, no me explico cómo ni por qué y Primer no nos lo muestra ni nos lo cuenta, Granger le ha seguido hasta el guardamuebles, deducimos que le vio entrar en el almacén, pero no salir, entró tras él, encontró la máquina del tiempo y se metió en ella..., porque sí. Porque tenía que meterse. Porque al guionista le pareció que, ya que Aaron había roto la simetría del continuo espacio-temporal al cambiar el pasado, él debía intentar mantener la simetría dramática de la historia endiñándole a Abe un suceso traumático que equilibrase el protagonizado por su amigo en el cumpleaños de Robert. Aunque sea absolutamente incomprensible y no esté justificado a nivel de trama. Granger ve un trasto encendido que no sabe qué es ni cómo funciona, que lo mismo podría ser un triturador de basura a rayos gamma, y va el muy mongolo y se mete dentro, sale antes de tiempo y, algunas horas después, mientras sigue a Aaron y Abe para, supongo, intentar averiguar qué-cojones-pasa-aquí, ¡paf!, le da un parraque, por gilipollas (recordemos que no se debe abandonar La Caja antes de tiempo), y entra en coma.

Y nada de lo que he contado en el párrafo anterior se ve en la película. Inferimos que eso fue lo que sucedió, pero no nos lo muestran. Nos roban esa información para que Primer sea innecesariamente misteriosa y confusa.

Y si creías que la cosa ya era lo bastante complicada, prepárate, amigo lector:

Ahora es Abe el que tiene un motivo para retroceder en el tiempo y cambiar el pasado. Y éste, por lo menos, está más que justificado. No se trata de evitarle un disgusto a Rachel y Robert (bueno, sí, también): la vida de una persona corre peligro y su salud ha quedado seriamente comprometida. Entonces Abe usa el «mecanismo de seguridad» («Failsafe Box»): una segunda máquina del tiempo
de cuya existencia, deliberadamente, ha evitado poner al corriente a su amigo y que ha estado encendida desde el principio del experimento para, en caso de cagarla bien cagada, poder retroceder al momento inmediatamente anterior a aquel en el que le habla a Aaron de la Primera Máquina, evitar esa conversación y así, en teoría, lograr que nada haya pasado.

(Sí, en todo momento ha habido dos Cajas, no una, y cuando Aaron se hace la suya, tres).

Y no, a Abe tampoco se le ocurre que no es posible «volver» al presente desde el cual retrocede en el tiempo, porque ese presente parte de un pasado que él se dispone a alterar y que el mero hecho de usar la caja para cambiar el pasado hará que coexistan hasta TRES versiones del viajero en el tiempo: el que está esperando fuera para meterse en la máquina, el viajero del pasado que va a ser alterado y cuyo futuro será ahora diferente (Abe no le muestra La Caja a Aaron ni le lleva al guardamuebles, el ex de Rachel no encuentra la escopeta en su paletomóvil, Granger no entra en coma por imbécil) y el viajero en el tiempo que procede del futuro determinado por los hechos que pretende impedir que sucedan (la revelación del experimento a Aaron, la bronca en la fiesta, el patatús del yayo). Y sucede algo a esos viajeros (a estas alturas del rompecabezas es absolutamente superfluo tratar de determinar cuáles). Algo malo. Un síntoma preocupante, además de las hemorragias óticas: son incapaces de reproducir su propia caligrafía. De repente es como si intentasen escribir con la mano zurda. Son consecuencias del viaje en el tiempo, o de que varias versiones del mismo personaje coexistan, o deficiencias que tienen las «copias» de los crononautas.

Y sí, ahora la cosa se complica todavía más.

En el momento en que Abe viaja atrás en el tiempo para intentar deshacer el carajal, Aaron ya había descubierto el segundo trastero y la tercera máquina del tiempo, la Failsafe Box. Ésa que su amigo le ha ocultado. Esto lo vemos en la película. Lo que no vemos, y tuvo que ser explicado después por su director y guionista (y actor protagonista, y no, no pretendía que rimase; bueno, sí), es que Aaron deduce el propósito de La Caja (volver al momento del pasado en el que Abe le descubre la primera máquina del tiempo e impedir esa conversación) y, temiendo que su amigo decida cambiar el pasado, guardarse para sí la tecnología de viajes en el tiempo, o destruirla, algo que Aaron no está dispuesto a permitir, desmonta una de las Cajas, la mete dentro del Mecanismo de Seguridad, retrocede al pasado con ella y crea así su propio «mecanismo de seguridad».
(No, no te preocupes, yo también me he perdido).

El Aaron a cuyo encuentro va Abe y al que planea ocultar le muestra la primera Caja es, ya, un Aaron de una realidad alternativa que está totalmente al tanto de todo el experimento, que tiene su propia Caja, recibida desde el futuro por el primer Aaron (o el segundo, o el quinto, ¡yo qué se!) junto con las grabaciones del otro Aaron, que escucha en ese Walkman que le vemos usar en varias escenas, y que conduce a su doble cronológico a través de los eventos y conversaciones de la historia, en un intento de Aaron de preservar la línea temporal que más le interesa, transformar la historia en su beneficio e imposibilitar a Abe ocultar su descubrimiento a Aaron e impedir el experimento.

Pero nada de esto te lo muestran. No te lo cuentan. El director y guionista te oculta a propósito esta información o te la ofrece sin contexto para que no sepas lo que estás viendo, qué Abe o Aaron de qué línea temporal aparece en plano en ese momento. ¿Quién es el que inyecta qué en la botella de leche de quién y con qué propósito? Misterio (luego deducimos que es un Aaron drogando a otro Aaron, como hemos explicado más arriba). Todo lo que obtienes es un momento dado es la confirmación de que hay ya varios Abes y Aaarons alternativos (hasta siete iteraciones de cada uno de ellos en nueve líneas temporales distintas, según algunos fans de la película que le han echado tiempo a deconstruir el puzzle) construyendo máquinas del tiempo, cambiando el pasado y armando la Gran Cagada Cronológica. Y no hay un policía del tiempo que arregle el quilombo.
«La que habéis organizado aquí, cagondios».
«Un día más y estarán construyendo sus cajas. El tuyo ya sabe. No vas a poder vigilarles constantemente».
Primer empieza muy bien y se va volviendo cada vez más rara, más oscura, menos legible, menos comprensible, sin que haya motivo para ello. ¿Quiénes son esos matados de la última escena a los que Aaron está dando instrucciones en francés? No lo sabemos. No nos lo explican. No lo comprendemos. No nos lo muestran. No nos dan la información necesaria para deducirlo por nosotros mismos porque el director ha intentado inducirnos en un estado de desorientación y perplejidad, como si fuésemos viajeros en el tiempo obligados a coexistir con sus dobles o vivir en líneas temporales alternativas; pero no ha buscado ese efecto a través de recursos narrativos, dislocando la acción (en este sentido, Memento es una obra muy superior) y mezclando pasado y presente, personajes de diferentes marcos de referencia, para confundirnos y reflejar el caos de todas esas líneas temporales superpuestas (algo que al parecer estaba lejos de las capacidades del escritor), sino encriptando la acción. Hurtándonos los elementos que podrían habernos ayudado a comprender lo que estábamos viendo. Nos han metido en una casa que no conocíamos y, después de que permitir que nos familiarizásemos con ella, han apagado las luces y movido todos los muebles, y algunas paredes.

Primer me sigue gustando incluso después de comprender que ha sido deliberadamente escrita, dirigida y montada para ser casi incomprensible; de resignarme a la triste evidencia de que como producto cinematográfico es un fiasco irrecuperable.
En su propia categoría de soberbia y trucos sucios, I'm Thinking of Ending Things es un nuevo sabor de yogur tan etéreo que cada persona que lo prueba le encuentra matices diferentes: plátano, maracuyá, morcilla de Burgos, Cristasol, fabada asturiana, ano de wombat.

I'm Thinking of Ending Things es una MIERDA SOBREVALORADA que TE EXPULSA de la pantalla, TE MAREA con pirotecnia estilística sin propósito ni coherencia, TE CHULEA con una salva de enigmas que en realidad no tienen solución (a menos que te hayas leído el libro), TE ABURRE con diálogos inútiles, inoportunos y sedantes y, encima, pretende lograr que TE SIENTAS CULPABLE por no haber entendido una película en la que NO HAY NADA QUE ENTENDER.

Es la película rodada por un listillo que se cree más culto, más sensible, más profundo, más leído, trascendente y poliédrico que tú.

Es una película muy a tener en cuenta si algún día quieres hacer cine, porque I'm Thinking of Ending Things te enseña TODO LO QUE NO DEBES HACER a la hora de componer una narración cinematográfica.

Antes de empezar a rodar, el director le dio una única instrucción a Jessie Buckley que resume muy bien sus siniestras intenciones:

“‘This woman is molecular.’ I didn’t know what that meant! I was awful at chemistry, but I kind of loved that note. It could be anything to you. It kind of meant there was nothing solid, it was something that moved and broke apart and joined other atoms.”
«Esta mujer es molecular». ¡Mis cojones morenos!

Llevando un poco más lejos la definición «molecular» del personaje de La Chica dada por Kaufman a Jessie Buckley, I'm Thinking of Ending Things es una colección de radicales libres, de átomos abandonados a la buena de Dios. No hay nada sólido en ella y hasta la pobre actriz del papel protagonista, que he perdido la cuenta de las entrevistas en las que se ha sentido obligada a defender el largometraje, ha acabado admitiéndolo, sea consciente de ello o no.

¿Soy el único que está harto de estos directores de cine enamorados de su presunta superioridad intelectual, de los escritores ensoberbecidos de su autoatribuida genialidad, de los artistas endiosados que responsabilizan al público de su propia incapacidad de entregarles una obra inteligible?

Holy Motors, de Leos Carax, no es menos misteriosa, exótica, abundante en metalenguaje cinematográfico y por momentos absurda que I'm Thinking of Ending Things. Pero Holy Motors tiene sentido. Tiene relato. Tiene estructura. No es incomprensible ni caprichosa, aunque por momentos pueda parecerlo. Después del segundo o del tercer episodio tienes que ser muy tardo de reflejos para no darte cuenta de que estás viendo una carta de amor al cine y un respetuoso homenaje al sacrificado trabajo de los actores; perdida su identidad entre los diferentes personajes a los que interpretan, condenados al desarraigo mientras se desplazan de un rodaje a otro, de un proyecto a otro, de un guión a otro, condenados a relacionarse sólo con otros actores a los que apenas pueden rozar por un segundo antes de que la próxima película los separe, quizá para siempre.


The Life and Death of Peter Sellers, de Stephen Hopkins, es otra película mágica y exigente que juega con la mutación de su personaje protagonista y la ruptura de la cuarta pared, en una pirueta de estilo al servicio de la tesis del largometraje: que Peter Sellers era un hombre profundamente inseguro, atormentado por sus complejos, infantilmente necesitado de constante reafirmación de su personalidad, disuelta en los diferentes papeles que interpretó en su vida (el inspector Clouseau de La pantera rosa, el Dr. Strangelove de Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?, el Sidney Wang de Un cadáver a los postres...).

Los alardes de estilo y decisiones creativas aparentemente caprichosas que hacen de The Life and Death of Peter Sellers y Holy Motors dos largometrajes extraños, surrealistas y desafiantes tienen un propósito, están justificados y no existen sólo para hacérnoslas repelentes e indescifrables.

En I'm Thinking of Ending Things el director saquea al espectador de una pieza clave de información que habría hecho comprensible todo el delirio.

Y lo hace, pura y simplemente, porque Michael Kaufman quería sentirse más listo que tú.

Qué bajo has caído, Michael.

Qué bajo.

domingo, 15 de noviembre de 2020

«Lazarus, levantatus y andus»: aprende a escribir ciencia-ficción con Greg Rucka


Tres tipos con cara de cagar mal y follar poco y con rumiantes disparan numerosas veces a una hermosa y atlética joven de cabello negro, la apalizan, le causan numerosas heridas mortales y la dejan tirada, inerte, como un animal disecado.

Transcurrido un breve plazo de tiempo, esta mujer vuelve en sí, se incorpora, con una mueca de cabreo más que comprensible, busca a sus asesinos y les da unas hostias que la más suave de ellas supera la velocidad de la luz, viaja al pasado y mata a los dinosaurios.

Los tres malafollas acaban de conocer a Forever, Eve, el Lazarus de la familia Carlyle.


Lazarus es un cómic escrito por Greg Rucka (el responsable de Batman: tierra de nadie y de la más interesante etapa de Batwoman) y la mejor obra de ciencia-ficción que he leído en los últimos años. Y tengo la osadía de hacer tal afirmación a pesar de que en los últimos años han caído en mis manos autores como Ken Liu y Cixin Liu (que no, no son hermanos), nada menos.

Déjame explicarte mi arrogante y categórica afirmación, sufrido lector:


En el mundo de Lazarus, las fronteras entre las naciones han desaparecido. Y las naciones con ellas. Las nuevas zonas de influencia se las reparten dieciséis  grandes familias propietarias de las corporaciones más poderosas del mundo que, mediante los Acuerdos de Macao, se dividieron el mundo y sus recursos, económicos, naturales... y humanos. Esas familias controlan toda la riqueza. Todo el poder. A toda la humanidad. Son ricos nivel Dios. La clase de rico que se limpia el culo con huevos de Fabergé y mea oro líquido con lágrimas de ángel. ¿Y el resto de la gente? Bueno, si posees algún talento del que los amos del mundo puedan beneficiarse tal vez te eleven al rango de siervo («serf») y disfrutes de una comida al día. Si eres uno más entre la masa perteneces a la categoría de los sobrantes («waste») y tienes que buscarte la vida en el yermo, donde el Estado ha desaparecido y la única ley es la del más fuerte.

(¿Que cómo los distinguen? Fácil: todos llevan insertado un chip, como ése que Bill Gates, pagado por George Soros y los nazis reptilianos musulmanes de Marte, quiere insertarnos a nosotros con la falsa vacuna del Coronavirus que Miguel Bosé sabe de buena tinta que no existe ni ha puesto enfermo ni matado a nadie).
Y no sé si eres consciente de lo JODIDO que es subsistir en esa civilización deconstruida y cautiva de un grupo de megacorporaciones turbocapitalistas. Ponte la piel en el pellejo de alguien nacido en el dominio de los Carlyle. ¿Quieres aprender a leer y escribir? Pues más te vale que te enseñen tus padres, si saben, o ir ahorrando el dinero que ganas poniendo el culo por los callejones, porque no existe un sistema de educación pública como tal, los profesores son privados y cobran por sus servicios. Y cobran lo que les sale de los cojones cobrar, y más. Tu culo, por ejemplo. ¿Qué te pones enfermo? Pues más te vale estar al día con las cuotas de tu seguro médico Tiritas Carlyle Pochos Group, o vas a morir como un perro a poco que se te carie una miserable muela. ¿Quieres trabajar? Estupendo. ¿En qué? Porque todas las industrias y todos los sectores productivos son propiedad de los Carlyle, y si ellos no necesitan más trabajadores, o hay una recesión económica y no pueden permitirse el lujo de tomar aprendices o tienen que empezar a poner gente de patitas en la calle para compensar la contracción de la demanda, lo harán sin soltar ni una lagrimita ni apoquinar un euro de madera en finiquitos o pensiones de desempleo, que eso es comunista que te cagas y encima fomenta la vagancia, el fraude, los porros, la okupación y votar a Podemos.


Además, ¿tú tienes estudios, piltrafilla? No, porque no te los pudiste pagar. Pues aquí hay que tener como mínimo un FP, ¿eh? Bueno, no pasa nada. Me busco una parcela y me pongo a plantar patatas y criar conejos, que malo será que para ir subsistiendo no me llegue. Buena suerte con eso, Premio Nobel. Toda la tierra fértil y todos los acuíferos son propiedad de los Carlyle, que encima de hacerte pagar por ellas cobran unos impuestos que te cagas con tomate, mínimo el 50% de tus cosechas, y encima te mantienen en un estado de deuda eterna, impagable, pues los Carlyle te venden las semillas (y te cobran lo que les sale de su capitalista potorro por ellas), los Carlyle te alquilan la maquinaria (y te cobran lo que les sale de su oligarca chumino por ella), los Carlyle te venden los aperos de labranza (y te cobran lo que les sale de su monopolista raja por ellos), los Carlyle te proveen de energía (y te cobran lo que les sale de su hacendado chichi por ella), los Carlyle te compran la producción (y te pagan lo que les sale de su cacique hucha por ella) y más te vale que no haya un incendio, una sequía o una inundación, porque si la maquinaria y el personal necesarios para salvar tu granja, a tu familia y a ti mismo es necesaria en otra parte, por ejemplo para rellenar la piscina en la que Johanna Carlyle pone vergas duras exhibiendo su húmedo cuerpo serrano genéticamente perfecto, te vas a joder, y mucho, y no, no puedes ir a comprar a la competencia porque eso del libre mercado nunca existió y ahora ya no nos da la gana de seguir fingiendo que sí, que de tanto reírnos para adentro nos daba flato.

Todas esas familias de terarricachos designan a un campeón, un Lazarus, al que se provee del entrenamiento y herramientas necesarias para ser el sicario y general de los ejércitos mercenarios del clan y defender este neofeudalismo ultrabusivo y archiinsolidario. El Lazarus de cada familia es, en cierto sentido, la encarnación de los valores y el reflejo de la riqueza de esa familia. Los Morray se han especializado en fabricación y venta de armamento y Joacquim, su Lazarus, es un cyborg más máquina que hombre. Los Vassalovka son inversores y financieros rusos y más brutos que un condón de alambre de concertina, así que han entrenado a su Lazarus sometiéndolo a torturas bestiales, lavándole el cerebro, inflándolo a esteroides y enseñándolo a gozar con el sufrimiento ajeno (su prueba final fue volver a su casa natal y asesinar a su propia familia). Los Carlyle son punteros en ingeniería genética y su tecnología es codiciada por las otras familias, pues no sólo proveen de alimentos transgénicos a toda la humanidad (a toda la que puede permitirse el lujo de pagarlos, a ver si nos entendemos), sino que también tienen el monopolio sobre los tratamientos geriátricos que permiten a los Carlyle una longevidad superlativa, curar heridas potencialmente mortales y sobrevivir a todo tipo de enfermedades. Por eso todos los Carlyle están tan rrrrrebuenos y Forever tiene un factor de curación que dejaría en ridículo a Lobezno, reflejos perfectos y una fuerza desproporcionada para una persona de su estatura y peso, aunque la contrapartida es vivir a dieta y desayunar a diario sesenta pastillas distintas para contrarrestar los efectos secundarios de sus modificaciones.
Lazarus dedica un tiempo extraordinariamente largo al worldbuilding, a construir el background del cómic, y estos dos palabros no son más que pedantería chulesca para aparentar un conocimiento del que carezco, cuando podría haber dicho, en español de a pie, que Greg Rucka se toma su tiempo para desarrollar el mundo en el que transcurre la acción y las personalidades y relaciones de los personajes que la protagonizan. Casi demasiado tiempo, según algunos críticos, que afirman que se han dormido con esta obra.

¿Cómo cojones se puede dormir alguien leyendo Lazarus? Es cierto que la narración parece reposada, morosa, lenta, en ocasiones, pero en absoluto es una lectura aburrida o tediosa. Lazarus se toma su tiempo para mostrarnos la ruina en la que se ha convertido el mundo, desovillar ante nuestros ojos las diversas relaciones entre los personajes protagonistas, exponer a la luz sus miserias, deslumbrarnos con destellos de sus virtudes y asquearnos con la fetidez de sus vilezas.


Y también se toma su tiempo para desengañarnos, para darnos un cachete en el culete por habernos precipitado al juzgar a un personaje. Por ejemplo: a mí, Forever me enamoró desde las primeras páginas a pesar de su condición de asesina despiadada (empieza el cómic matando a tres «sobrantes» famélicos que habían entrado a robar comida en un chalé de la familia, si bien es cierto que ellos dispararon primero), que ya sabes, fiel lector, que tengo un problema con las morenas y otro con las amazonas; y mi amor hacia ella no ha flaqueado en ningún momento, pero, por ejemplo, estoy empezando a ver bajo una luz nueva a Johanna Carlyle, que en los primeros números de la serie parecía una Mesalina cínica y fría capaz de conspirar en las sombras, fingir una agresión y manipular a su propia familia para ponersen en el furgón de cabeza en la carrera hacia sucesión del patriarca y la presidencia de la corporación... y sin embargo, de un tiempo a esta parte, está empezando a mostrar que también tiene su corazoncito. Antes el impulsivo, celoso y agresivo Jonah me daba mucho asco, por imprudente, intrigante y traicionero. También a él, a raíz de su secuestro, torturas y evasión, estoy empezando a aprender a amarlo
(¡ups, espóiler!). Bethany, la jefa de laboratorio responsable de las modificaciones genéticas de Forever, y de monitorizarla en sus misiones, siempre se ha comportado como una perra sádica y desalmada, sólo ligeramente más emotiva que un vulcaniano... hasta que en un capítulo la vemos a punto de derrumbarse y, a través de su conversación con otro personaje, nos muestra que su crueldad es un mecanismo de protección, porque su corazón se rompe un poco cada vez que envía al Lazarus de la familia a una misión de la que tal vez no regrese. Bethany tiene que ser el martillo que forje a Forever, como se forja una espada hasta darle la combinación correcta de filo duro y hoja flexible, para que pueda sobrevivir, para que sus enemigos no tengan posibilidades contra ella, porque Beth no soporta que hagan daño a su hermana, porque sangra por dentro cada vez que Forever es herida, porque su corazón ya no puede ver morir a otro Lazarus (¡ups, espóiler!).
Lazarus iba a ser otra mierda de historia de zombis (esa «resurrección» de Forever fue la primera imagen mental que tuvo el guionista) y desde esa pútrida crisálida absolutamente sobrexplotada y ya cansina acabó metamorfoseándose en una maravillosa obra de ciencia-ficción, no porque tenga chuminadas cyberpunk y esté ambientada en un futuro no tan lejano; es una maravillosa obra porque, sobre un escenario de ciencia-ficción (casi el RPE: random postapocalíptico estándar), desarrolla las interacciones de unos personajes maravillosamente complejos y dolorosamente humanos y un relato que todos podemos reconocer, a raíz de nuestras respectivas lecturas y de nuestra propia experiencia.

Porque la ciencia-ficción no es, o no debería ser, un vehículo para la imaginación descerebrada y sin objetivo, sino una tramoya sobre la que proyectar historias humanas, temas universales. Lazarus habla de la familia, que, como todas las familias, es un aquelarre de celos, envidas, rivalidades, resentimiento y reproches y parece que sólo se une cuando otra familia la ataca. E incluso entonces se une a desgana, y sólo coyunturalmente, y sin renunciar a aprovechar la crisis para medrar en la jerarquía interna del clan, y que se jodan los de mi sangre, que son peores que hienas, los cabrones.
(Por cierto: hay un secreto acerca del origen de Forever. Un secreto que conocen todos en la familia Carlyle menos ella).
Lazarus es una obra poliédrica, multifacetada, como los son los cortes de las mejores joyas, que avivan así su fuego interno. Y Lazarus arde con el fuego de un silmaril en todos los apartados: narrativa, personajes, ambientación, visual... Si fuese una película, arrasaría con todos los Óscars y costaría doscientos millones, con lo cual ningún estudio la va a hacer en plena pandemia, porque nunca recuperaría la pasta.

Cuando se producen escaramuzas fronterizas entre dos familias, golpes de mano, sabotajes, saqueos, crees estar leyendo una historia de duques y reyes Medievales, de jarls, thains y vikingos, de califas y visires. Los hijos Carlyle son los príncipes e infantas que aspiran a suceder al rey, ya viejo y decrépito, los velikiy knjaz que aún no saben cuál de ellos será el zarevitch y que tal vez no le hagan ascos a deshacerse de los competidores.

Cuando la familia Carlyle celebra una reunión estratégica podrías estar mirando por el chochete de la cerradura una junta de accionistas de Apple, Halliburton o Disney. Oyes el frío cálculo, los planes estratégicos para triturar a la competencia, las propuestas de absorciones, las medidas para contrarrestar una OPA hostil, y la única diferencia con la realidad es que en el mundo de Lazarus la economía no es más que la continuación de la guerra por otros medios.
(No, espera, ¿«diferencia» he dicho? Borra eso. Ha sido un lapsus).

Cuando nos colamos en la cocina o en los dormitorios de una de las residencias Carlyle o espiamos a Forever en la soledad de su dormitorio podríamos estar viendo un episodio de Dallas, o Dinastía, o de alguna otra serie de ultrarricos en la que las puñaladas traperas, las alianzas con el enemigo para debilitar al rival dentro de nuestra propia familia, el espionaje, la mentira, la extorsión y la traición están a la orden del día.
Cuando las grandes familias se reúnen o celebran una conferencia de paz vemos códigos, protocolos y formalidades que evocan la más glamurosa y romántica representación dramática del crimen organizado, como esas trajeadas y encorbatadas Comisiones que mueven los hilos del mundo desde sus despachos de abogados en Nueva York, o esas reuniones de fríos, sanguinarios y tatuados vory v zakone.
¿Que Lazarus se toma demasiados tiempos muertos? Mentira. No hay ni una sóla página de más en la serie. Hasta en aquellas escenas en las que parece que no pasa nada están ocurriendo cosas, y líneas argumentales que parece que conducen a ninguna parte se resuelven capítulos más adelante, y personajes que tienes la impresión de que sólo son introducidos en la acción porque alguien tiene que morir y ser sádicamente violado y esperemos que no te toque a ti acaban siendo fundamentales para la trama principal. Greg Rucka y el dibujante Michael Lark, por no entrar a valorar el impresionante trabajo del colorista Santiago Arcas (por si no entiendes el papel de estos profesionales en la factura de un cómic piensa en ellos como en el guionista, el director y el director de fotografía de una película), mantienen en todo momento el dominio del ritmo de su cómic. No sobra ni una coma. Estos tres talentosos, profesionales y animosos hijos de puta son capaces de comunicar más con una viñeta que muchos endiosados pintamonas y pretenciosos pichafrías con veinte volúmenes. Por ejemplo cuando Forever mira a Joacquim Morray como en esta bitácora nos gustaría que Riley Reid nos mirase a nosotros.
Por si no tuviesen suficiente con defender su dominio de los enemigos que quieren achicarlo o conquistarlo, hay bandos en el seno del clan Carlyle, hay una rivalidad entre los hijos del patriarca (un padre que necesita que le recuerden cuándo fue la última vez que vio a su querida «hija» Forever, ¡ups, espóiler!), a quienes no detendrán los vínculos de sangre: se tenderán trampas los unos a los otros, se aliarán con otras familias a costa de perjudicar a la suya... Lo que sea para alcanzar la presidencia de la corporación, para alcanzar el poder, que es lo único que importa en el mundo de Lazarus.
¿O no lo es?

Lazarus nos permite inferir que no. Que el poder, pese a su almizclado atractivo, no lo es todo.

Nos recuerda que, por cruel que sea el mundo, seguirá habiendo nobleza, generosidad, empatía.

Que incluso una asesina entrenada desde niña para ser una obediente máquina de matar puede albergar, en el seno de su corazón, el deseo de amar y ser amada, y que también la única persona que en nuestra vida nos ha ofrecido ternura y calor puede recibir mañana la orden de esmocharnos.
Que los enemigos pueden tratarnos con respeto y lealtad y nuestra propia familia arrancarnos los hígados y beberse nuestra médula por un quítame allá esa cartera de bonos.
Que el cálculo inhumano y el áspero cinismo no pueden impedir, incluso a todo un Malcolm Carlyle, acabar amando a su sicaria, la punta de su espada, el instrumento de muerte al que no querría concederse el privilegio de otorgar su cariño (pues tal vez algún día tenga que verla morir, otra vez, ¡ups, espóiler! ante sus enemigos), y preferirla a ella, por encima de sus otros hijos.
¿Quieres aprender a escribir ciencia-ficción?

Deja de leer esta mierda de bitácora y lee Lazarus. Y que no te desespere la lentitud de sus autores, comprometidos con otros proyectos, en sacar nuevas páginas.Tienen un plan, quieren ejecutarlo como merece y, hasta la fecha, les está saliendo de puta madre. Quizá precisamente porque se están tomando su tiempo para hacerlo bien.

Paciencia. Quién sabe si entre número y número empiezas a reflexionar sobre lo desoladoramente parecido que es el mundo de Lazarus al nuestro.

Porque Lazarus no habla de nuestro mundo y el futuro desolador que nos muestra es sólo una fantasía.

¿Verdad...?