martes, 31 de diciembre de 2019

Coordenadas

A mi derecha el mar.

Es el mar que me trae el susurro de las velas de Odiseo, el perfume de las luces de aceite que almizclaban el cuerpo de Calipso y el grito de guerra de los ulfhednar desde sus barbados rostros.

Y sé que en ese mar hay un tesoro, tal vez en una cueva, tal vez al fondo de una sima, un tesoro del que podría aprovecharme para nombrarme a mí mismo conde de Montecristo.

Pero hoy a mi derecha solo veo oscuridad.

A mi izquierda el monte, más allá la montaña.

Es el monte de los aquelarres y los daoine sith, es la montaña desde la que los Olímpicos jugaban con el destino de los hombres como se juega con trebejos de ajedrez.

Y sé que en ese monte hay un lago, o tal vez una roca, y en esa roca, hendida, una espada que aguarda al Pendragón y su Reino del Verano, y sé que esa montaña es solo uno de los jabalcones del bifrost, en cuyo extremo los aesir y las arsinjur celebran un perpetuo banquete.

Pero hoy a mi izquierda solo veo oscuridad.

Frente a mí, el mañana.

No me preguntes acerca del mañana. No sé nada del mañana.

Además, hoy, frente a mí, no veo más que oscuridad.

A mi espalda, el ayer.

Nada diré del ayer. Nos conocemos demasiado bien.

Y no veo en él más que oscuridad.

Sé que hay luz en el mundo, sé que tienen zaga los dolores, sé que hay vida, que hay amor, que hay esperanza.

Pero hoy, a dondequiera que mire, no veo más que oscuridad.


Venga ya el año nuevo y sea lo que sea.

Aunque sea oscuridad.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (I)

Balzac quería empotrar a su propia madre y se casó con la Hańska prácticamente in articulo mortis.

Si algún día decides, y créeme que te lo aconsejo, abordar la gratificante, mas ardua, lectura de ese monumento de la cultura universal que es La comedia humana, del bueno de Honoré de Balzac, te recomiendo muy mucho que lo hagas a partir de una buena edición, con prologuistas solventes, con muchas notas al pie de página. Aunque ello pueda resultar en una lectura más lenta, en una tediosa navegación por las glosas, ganarás en complicidad con la obra y obtendrás no solo un grano de sal de cultura (para tu crecimiento personal), sino un conocimiento, no por superficial menos informado, de la sociedad francesa, y por extensión europea, que Honoré (Honorato en las viejas traducciones que se sentían obligadas a castellanizarlo todo, hasta el nombre del autor) retrató en su monumental obra-rio. Hay, simplemente, demasiados nombres de artistas, ministros, generales, demasiados paisajes, batallas, episodios históricos para que un lector poco versado, o simplemente neófito, en la historia y la cultura de la Francia napoleónica pueda acometer una lectura fluida sin el socorro de las notas del traductor.

Y esta recomendación que te hago, si te precias de lector y persona con cultura, introduce una inquietante posibilidad.

Que lo que leas sea mentira.

En mi edición de La comedia humana no faltan prólogos ni notas al pie. Casi cada novela es introducida por un proemio en el que se explican las circunstancias de su prublicación, la acogida del público, el orden cronológico en el que se integra con otras obras de la La comedia, cuando no se incluye algún discurso del propio Balzac, escrito para alguna de las ediciones del libro, explicando esto mismo. ¡Y será por notas al pie! Como ya he dicho en una entrada de la Bitácora que ni has leído ni leerás ni carallo que te importa, la mitad de mi ejemplar de Esplendores y miserias de las cortesanas sería literalmente ilegible sin notas al pie por cansancio, desidia o renuncia del traductor a volcar al castellano la germanía de los criminales parisinos de la época.

Pero ¿lo que cuentan esos prólogos será verdad?

¿Eh? ¿Te lo habías preguntado?

Imagínate darte cuenta, en determinado momento de tu vida, de que lo que dabas por seguro tal vez no sea más que una versión sesgada e interesada de la realidad. Cuando no directamente un constructo de ficción.

¿A qué viene todo esto?

Vuelve a leer la primera frase de este artículo.

¿Ya?

Proseguimos.

En lo relativo a los amores con espoleta retardada de Honoré de Balzac y su adorada madame Hańska, los prologuistas de mi Comedia humana me vendieron una milonga de amores imposibles por la diferencia de clases (aristócrata ucraniana, gordo y feo burguesito pelagatos provinciano), los lazos matrimoniales (en el momento en que inició correspondencia pseudónima con Balzac, a través de una carta sin remitente firmada solo como «L'Étrangère», la Hańska estaba casada de conveniencia con el mariscal Wacław Hański, y no, no me preguntéis cómo se pronuncia eso; un rico terrateniente y aristócrata polaco de la gobernación de Volinia, perteneciente al Imperio Ruso tras 1796) y la oposición del zar, a quien se le hacían brasas sus zarísticos cojones cuando pensaba en la vagina de una aristócrata rusa mancillada por el sucio esperma de un fétido y rechoncho terruñero francés (el padre de Balzac nació en una miserable familia de agricultores en Tarn, en el Midi-Pyrénées, pero gracias a la formación adquirida de un familiar suyo, párroco de profesión, logró colocarse como funcionario de la secretaría del Consejo Real, en París).

A lo largo de casi todos los volúmenes de mi colección de La comedia humana, los prologuistas nos venden una y otra vez la moto de la relación a contracorriente de Balzac y la
Hańska, del amor que los unía y la sociedad que los separaba, de los mil obstáculos que tuvieron que superar para por fin asistir al tardío El Triunfo del Amor A Pesar De Todo™; de todo lo cual se deduce que:
a) Los prologuistas de mi Comedia humana estaban mal informados.

b) A los prologuistas de mi Comedia humana les daba dentera certificar los aspectos más prosaicos de la vida sentimental de Balzac o temían mancillar su reputación de hombre romántico.

o c) Los prologuistas de mi Comedia humana eran unos putos mentirosos. Y lo sabían.
Porque la historia de amor entre Honoré y Ewelina Hańska es cualquier cosa menos un folletín romanticón y topicástico como los que Balzac escribía.

Y o los prologuistas de mi edición de La comedia humana lo ignoraban y comían flores o lo ocultaron deliberadamente y están llenos de mierda.


Imagínate despertarte un día y descubrir que (casi) todo lo que creías saber (sobre un tema concreto) es mentira.

Las «relaciones» entre madame Hańska y Balzac empezaron, como hemos apuntado más arriba, a partir de una carta que la Hańska, sin ovarios para firmar con su verdadero nombre, le envió a Balzac quejándose del tratamiento de la mujer en su libro La piel de zapa (que ya deberías estar leyendo; sí, sí, deja de leer esta mierda y corre a la librería a hacerte con un ejemplar), así como del cinismo del protagonista y la propaganda atea que la Hańska detectaba en la obra. Balzac, incapaz de responder a una corresponsal que no había sido lo bastante macho para dejar dirección, le remitió su réplica a través de un anuncio clasificado en la Gazette de France. Ewelina lo leyó y contestó de nuevo por carta. Así dio comienzo una correspondencia de quince años en el transcurso de la cual la Hańska acabó desvelando su identidad secreta, como Batman a Gordon al final de The Dark Knight Rises.
(Estimado millennial: los anuncios clasificados eran los tweets de tus abuelos y la Gazette de France era un periódico).
Quince años de amor.

¡Qué bonito y qué romántico, ¿verdad?!

En esos quince años no creo que Balzac y la Hańska se viesen ni media docena de veces (tendría que contarlas pero me da pereza). La correspondencia entre ellos es de coña. De coña. La insistencia, hasta bordear el acoso, de Balzac en encontrarse con la condesa, y las más o menos peregrinas excusas de ésta para demorar o cancelar sus encuentros, son como un juego de ping-pong emocional en el que se ponía a prueba quién tenía más paciencia... o estaba más desesperado.

(Por no entrar a valorar la materia genital, que en esos quince años de correspondencia con la Hańska, Balzac no perdió ocasión de sacar su provinciana y obesa pirola de trepa burgués y meterla en todas las mujeres que se le pusieron a tiro. Hasta hijos ilegítimos tuvo. Para estar loquísimamente enamorado de los güesos de Ewelina, dedicaba más tiempo a empotrar a otras mujeres que a escribirle cartitas diabéticas a ella).
Mis investigaciones acerca de la biografía de Balzac me dejan un amargo paladar, fuente de sospechas acerca de las motivaciones de ambos amantes, que, infiero, no eran del todo limpias.
No me atrevo a cuestionar que la condesa Hańska fuese sincera cuando afirmaba haber encontrado en Balzac un espíritu afín. Pero me parece demasiado conveniente que ella diese el paso de contactarle y luego se dedicase a dinamitar todos los intentos de Balzac por llevar su relación a un nuevo nivel. Literalmente cuando Honoré daba un paso adelante, ella daba un paso atrás, y cuando Balzac reculaba, ella daba solo medio paso, tres cuartos de paso adelante. Le mantenía interesado, le daba esperanzas, pero le desalentaba si intentaba obtener un mayor compromiso romántico de ella. No sé la de cartas amargas, despechadas, que Balzac le escribió a la condesa en esos años, pero fueron muchas.
La Hańska tentando a Balzac.
El caso es que no me cuesta ningún esfuerzo imaginarme a la Hańska leyéndole las apasionadas cartas de amor de Balzac a sus amigas y deschuminándose de risa. A través de la relación epistolar con Honoré no solo se daba pisto a sí misma («tengo línea directa con París», que en aquella época aún era la capital mundial de la cultura y el arte «y estoy enterada antes que nadie de todas las novedades»), sino que se daba repisto, archipisto y recontrapisto («tengo al autor francés de moda loco, loquito por mis huesos: mirad, mirad que cartas de puto baboso plebeyo comemierda me escribe»).

Y tampoco me cuesta el menor esfuerzo imaginarme a Balzac gastando a dos carrillos, endeudándose como un presidente de gobierno argentino y presumiendo ante todos sus amigos (los pocos que ya le quedaban) de que iba a pegar el pollazo de su vida y casarse con una aristócrata millonaria. Porque si hay algo que defina la vida de Balzac al margen de su actividad literaria, y su defensa de la integridad del artista y los derechos de autor (particularmente los suyos), fueron sus ansias de medrar socialmente (ya su padre presumía de haber sido secretario del Conseil du Roi y hasta avocat du roi, cargos que no está documentado que ejerciese jamás) y su absoluta ineptitud económica, que un matrimonio casi morganático con una aristócrata de riñón forrado habrían resuelto de un plumazo.

Balzac no era «de» Balzac. No tenía derecho a usar ese «de», que implicaba un origen aristocrático, por más que él mismo haya dedicado páginas y páginas a justificarse. De hecho ni siquiera tenía derecho a usar el apellido Balzac. El apellido paterno era Balssa, pero su padre lo cambió por el de una familia aristocrática que, casualidades de la vida, no podía protestar el presunto parentesco porque el último de ellos ya llevaba cierto tiempo bastante muerto. Como si yo me pusiese un «de Vivar» o un «Dragwlya» después de mi nombre. Su empeño en asegurarse a la condesa Hańska para casarse con ella tan pronto como su caduco marido la espichase huele demasiado a cuerno quemado, visto su empeño por hacerse pasar por aristócrata, como para no arrojar una sombra de sospecha sobre esa maravillosa mentira de El Triunfo del Amor A Pesar De Todo™ que nos venden los prologuistas y algunos biógrafos de Balzac.
«Wladislaus Dragwlya, vaivoda partium Transalpinarum».
Además, Balzac era un gastón. Un auténtico calavera. Vivía como un magnate sin poder permitirse el lujazo que aspiraba alcanzar algún día. Quería llevar vida de ricacho aunque no podía permitírselo, y cuando, a partir del éxito de Los chuanes, comenzó a recibir invitaciones de la crème de la crème de la aristocracia parisina, sus delirios de grandeza y su codicia de la vidorra que quería pegarse, y a la que sentía que tenía derecho, no hicieron sino aumentar. Balzac gastaba más de lo que ganaba (y llegó a ganar mucho, a pesar de que algunos impresores desaprensivos se hacían por medios inconfesables con los borradores de sus obras y los publicaban en Rusia antes que en Francia, de donde luego los importaban sin abonar a Balzac ni medio euro de madera en derechos de autor). Sus dispendios habituales no solo se iban en el buen comer y el buen beber, vicios de los que nunca se privó, sino también en tareas aparentemente triviales como la corrección de galeradas, en una época en la que el editor se negaba a pagar las correcciones de los errores introducidos durante una composición negligente por parte del impresor, y éstas corrían a expensas del autor. El obsesivo perfeccionismo de Balzac le costó una fortuna en pruebas de imprenta.
Dragwlya era este señor.
En el momento de su muerte, Balzac, uno de los escritores franceses más leídos de su época, sino el que más, estaba prácticamente arruinado. Qué duda cabe que su matrimonio con rica la condesa Hańska, cualesquiera que fuesen los sentimientos del pobre Honoré, habría supuesto la liquidación de todas sus deudas.
Pruebas de imprenta de Béatrix.
¿Qué buscaba Balzac en la condesa Hańska, además de estabilidad económica y prestigio de clase? Pues probablemente el amor que su madre siempre le negó. Anne-Charlotte-Laure Sallambier gozaba de una posición económica desahogada gracias a la herencia de unos padres merceros (en serio; se ve que lo de vender botones y pasamanería antes daba mucha pasta) y, probablemente, nunca llegó a amar a su marido, el trepa Bernard-François Balzac, huy, perdón, Balssa, con quien la casaron a los 18 años (el padre de Balzac tenía entonces cincuenta tacazos) y es muy dudoso que llegara a amar a su segundo hijo (el primero, Louis-Daniel, falleció con un mes de vida y las hermanas de Honoré, Laure y Laurence, y su hermano Henry-François nacieron después de él). No solo confió la crianza de Honoré y su hermana a una nodriza, y es importante el énfasis, LEJOS de la casa familiar (Honoré y Laure pasaron sus primeros cuatro años de vida apartados de sus padres), sino que a los diez años lo despachó a la escuela de gramática de Vendôme donde, sumando la humillación a la frialdad, Balzac debía soportar las burlas de sus compañeros a causa de la ridícula pensión que le hacía llegar su padre, decidido a que su hijo no se acostumbrase a vivir de las rentas familiares. Ése mismo espíritu guió años más tarde los actos de su madre, cuando Balzac anunció su propósito de abandonar los estudios de Leyes (estaba, a la sazón, trabajando de pasante de abogado mientras estudiaba Literatura en la Sorbona) y convertirse en escritor a tiempo completo: la dulce maman le dijo a su hijo algo díscolo «búscate la vida» y jamás le ayudó económicamente en ninguna de sus empresas.

No es descabellado atribuir a Balzac un complejo de Edipo superlativo. Su historial amoroso, devaneos con furcias aparte, es casi una guía Michelín de «buscando una sustituta para mamá». Es bien conocido su romance con Laure Junot, duquesa de Abrantes (¿empiezas a ver un patrón aquí, querido lector?), y escritora a su vez. La duquesa de Abrantes, a quien Balzac ayudó a redactar sus memorias y después ayudó a darle alegría a su cuerpo, Macarena, que tu cuerpo está pa' darle alegría y cosas buenas, tenía quince años más que Balzac y pagó todos sus gastos y todas sus deudas, como una madre haría por un hijo manirroto, hasta que el rollizo Honoré se encoñó de la Hańska (otra posible mamá lo bastante rica para malcriar al munífice escritor, si bien más joven que él) y llegó hasta a olvidar que conocía a una tal Laure Junot. Tanto la olvidó que la duquesa de Abrantes (convertida por Théophile Gautier, que la detestaba, en «duquesa de Abracadantès») acabó sus días arruinada, enferma y sola en un sórdido asilo de París.

Durante toda su accidentada relación a distancia (como ya he dicho, Honoré y Ewelina se vieron bien pocas veces antes de su matrimonio), la condesa se dedicó sistemáticamente a boicotear los esfuerzos de Balzac por obtener de ella un compromiso. Cuando Balzac llegó a San Petersburgo en 1843, la Hańska quedó chafada al ver lo gordo, pálido y feo que se había puesto aquel escritor al que había conocido más lozano y capitán en Suiza, diez años antes. Previamente había roto con él por carta cuando el tío de su ya difunto marido, impugnó el testamento de Wacław. Sus relaciones amorosas de mírame pero no te acerques con ese gordo y arruinado burguesito francés, escritor de folletines, podrían haber amenazado su posición en el litigio que siguió, y que finalmente ganó la condesa. Pero eso no supuso una normalización de sus relaciones.

A fin de sortear el veto del zar, decidido a impedir que la sangre de la nobleza rusa se devaluase con la de un advenedizo alonsanfán, la Hańska quería casarse en secreto. Para entonces, los problemas de salud de Honoré, causados por su estilo de vida de escritor tragón e hiperputero y agravados por su obsesiva actividad literaria (se pasaba las noches escribiendo y bebiendo café), ya iban a la par con sus problemas económicos (tenía pufos por más de 200 000 francos de la época) y la Hańska se negó a plantearse siquiera una vida en común con el escritor a menos que pagase todas sus deudas. Cuando Ewelina abortó el hijo que esperaba de Balzac (a estas alturas, algunos creemos tener motivos para pensar que tanto el embarazo como el aborto fueron fantasías de la condesa), se negó a recibirle en Dresde, donde se había instalado, argumentando que «la emoción de verle» en aquellas circunstancias «sería fatal» e hizo planes de regresar a Wierzchownia. Sin Balzac.

Después de mil epopeyas más (robo de cartas amorosas y chantaje incluidos), finalmente la condesa y el escritor anunciaron su compromiso; pero, poco o casi poco cambió: Balzac siguió endeudándose en París y la condesa Hańska siguió ganando tiempo en Wierzchownia. Y si finalmente se casaron en 1850, y en esto están de acuerdo todos los biógrafos de ambos, fue por pura lástima de la condesa hacia Honoré. La condesa
Hańska, en un acto de suprema compasión y generosidad, solo aceptó contraer matrimonio con aquel quebrado y gordo escritor que decía amarla desde hacía años, cuando su salud, según los mejores doctores del momento, se había deteriorado hasta tal punto que ya no podían quedarle muchos telediarios.
Y no le quedaban. El 18 de Agosto de 1850, Honoré de Balzac, ciego, enfermo del corazón, agotado, enajenado (llegó a decir, en su agonía, «¡ya solo Bianchon podría salvarme!»; Horace Bianchon, médico genial, pero ficticio, es uno de los personajes de La comedia humana), postrado en una cama, murió de gangrena; apenas cinco meses después de haberse casado con su condesa rusa, que, lo que es justo es justo, hay que reconocer que le cuidó esmeradamente en sus últimos días y llegó hasta a hacerle de secretaria, transcribiendo las cartas y papeles que Balzac le dictaba, pero, lo que es justo sigue siendo justo, le sobrevivió sin haber hecho un excesivo sacrificio material o social.
La condesa Hańska no fue a reunirse con su gordo arribista hasta 1882. Treinta y dos años después.

Y los prologuistas de mi edición de La comédie humaine, que me vendieron esa ficción de las relaciones entre Balzac y la
Hańska como la historia definitiva del Triunfo del Amor A Pesar De Todo™, deberían saber todo esto.

Sin embargo, decidieron venderme esta historia entre un arribista de provincias con injustificadas ínfulas patricias y decidido a pegar el braguetazo del siglo (y encontrar a una mamá que le pague los vicios) y una aristócrata adúltera y disoluta como el summun del Triunfo del Amor A Pesar De Todo™.

Cabrones.