domingo, 22 de octubre de 2017

¡Erej un finstro vaginar!

Leer es asomarse a otras almas, vivir otras vidas, escudriñar el mundo con un par de ojos prestados. Leer nos enriquece y nos vuelve casi inmortales. Libro a libro, vida a vida, nuestra existencia se dilata, nuestra consciencia se multiplica; nos convertimos en multitudes, naciones enteras.

A través de los libros hemos caminado entre los Primeros Cien por la fría y hostil tierra marciana, hemos cabalgado a Fujur, arrancado a Excalibur de la piedra, armado bronca en la escuela con el pequeño Nicolás, arremetido contra molinos que tomamos por gigantes, recuperado el trono de Melniboné, llorado sobre el cadáver de Héctor, asesinado vilmente a Desdémona y vivido el ocaso y renacimiento del Caballero Oscuro.
Leer es vivir más veces, más tiempo, odiar con otras tripas, amar con otros pechos, ponerse por un momento (cien, trescientas, quinientas páginas) los zapatos de otra persona y caminar sendas ignotas, divididos entre el miedo a la transformación que conlleva todo viaje y la ansiedad del anhelado destino.

Por todo lo arriba expuesto se comprenderá que los que nacimos con pilila abordemos las letras femeninas ávidos por la oportunidad de asomarnos a la mente de una mujer, a la sensibilidad femenina; con la estúpida e ilusa pretensión de, algún día, alcanzar a comprender el alma de nuestras madres, hermanas, novias, hijas... ¡La mujer, ese gran desconocido!

Si Erich Maria Remarque logró meternos en las botas de un soldado de la Gran Guerra, si Tolkien nos convirtió en Hobbits, si las lágrimas del Cid (asumiendo, y es razonable hacerlo así, que El cantar lo escribiese un macho) corrieron por nuestras mejillas, ¿por qué no podríamos vivir los más de trescientos años de avatares, cambio de sexo incluido, de Orlando a través de la pluma de Virginia Woolf, ponernos la piel de una de las mujeres Trueba gracias a Isabel Allende o vivir en una casa en la pradera bajo el nombre de Laura Ingalls?
Qué jóvenes y qué pipiolos éramos, me cago en la puta.
Pero es que, como escritores, no es ya que nos mueva la curiosidad, sino la necesidad misma. ¿Cómo construir un personaje femenino creíble si eres incapaz de descifrar el jeroglífico del alma femenina? No queda muy lejos el día en que, tras leer una de mis obras clandestinas, una compañera de trabajo me devolvió el manuscrito acompañado, más o menos, por estas palabras:
«Me ha gustado mucho, pero, ¡caray! Se nota que está escrito por un tío. Cuando haces que Fulanita ("Haga tal cosa". No voy a entrar en detalles, que esto se alargaría en exceso), por ejemplo. Una mujer, ¡y como madre te lo digo!, nunca haría algo así.»
Todavía le agradezco a esta compañera sus observaciones, y por cierto que reescribí esa escena esforzándome por ajustar la conducta del personaje a su doble circunstancia de mujer y madre.

La abstracción es una de las habilidades que un escritor debe ejercitar con más empeño. Pero no viene mal servirse de «material didáctico». En el caso que nos ocupa, parece razonable que, si deseas conocer los procesos mentales y emocionales de una mujer, además de prestar atención a los problemas de tus parientas y amigas, deberías leer más libros escritos por mujeres. Lo digo como punto de partida.

Ahora es cuando debería empezar una entrada de Paratroopersdon'tdie sobre las escritoras, sobre la «literatura femenina», si es que tal cosa existe (el mero concepto desprende un ligero tufillo clasista y machista); un largo y más o menos fundamentado artículo sobre Jane Austen, Juana Inés de la Cruz, George Sand o, ¿por qué no?, Murasaki Shikibu, Safo, Hroswita von Handersheim, Simone de Beauvoir..., y ya sé que has tenido que buscar en Google la mayoría de los nombres. Te pongo un par de enlaces para hacértelo más fácil.

Pero eso nos convertiría en una bitácora seria. ¡Incluso feminista! ¡Feminista una bitácora que dedica párrafo tras párrafo a suspirar sin esperanza por las jugosas carnes de Sara Sampaio!
Espacio reservado para que pongas tu pie de foto.
No. Eso no lo podemos permitir. Por el bien del feminismo.

Así que permíteme, querido lector, dirigirme a ti en un análisis desautorizado, deslabazado y desquiciado de...
(Tachán, tachán)

...la literatura del coño.

Tú erej un torpedo sersuar

La primera vez que oí esta expresión fue durante una de esas tertulias en las que los amigos se reunen a arreglar el mundo. Uno de esos amigos tertulianos era amigo mío y el otro era yo. Estábamos, cómo no, poniendo a caldo la mierda infecta de las sombras de Grey, a costa de su estreno cinematográfico, y mi amigo arremetió contra ese tipo de novelas apelando a ellas con el nombre de «literatura del coño»; etiqueta infamante aplicable a todas las escritoras liberadas que escriben obras de alto contenido erótico casi indistinguibles de las cartas falsas de fornicio y concupiscencia que publicaba el Penthouse.

Y que me pelen como a un Lacasito, pero tenía más razón que un santo.
Me lo expliquen.
¿Es creíble la imagen del sexo y las relaciones sexuales que transmiten ciertas autoras de, y perdón, «literatura femenina»? ¿Transmiten una verdadera visión de la sensibilidad femenina en materia erótica? ¿Recurren a símbolos estrictamente femeninos, o hacen una lectura de ellos que sólo es accesible/esperable/concebible en una mujer? Lo pregunto porque me interesa de verdad y porque no hace dos días que oí a mi madre protestar contra los resultados de una presunta encuesta sobre hábitos sexuales publicada por una presunta revista femenina.
«¿Que lo primero en lo que las mujeres nos fijamos de un hombre es el culo? ¡Sesenta y seis años tengo y aún no le he mirado el culo ni a mi propio marido!»
A veces creo que, antes de decir ciertas cosas, mi madre debería esperar a que yo saliese de la habitación.
 

No puido, no puido

Recuerdo la tensa expectación con la cual abordé la lectura de Las edades de Lulú. Yo era todavía semilechón (acababa de empezar o estaba en pleno proceso de deslechonización) y no las tenía todas conmigo, porque había visto la película poco antes y me había parecido una pichopollada sin pies ni cabeza.
(Y es que aunque todavía ahora, y no te digo entonces, Francesca Neri está muy, pero que muy, pero que requetemuy buena; cuando Bigas Luna perpetró esta peli en 1990 la Neri ya había arrancado veintiseis tacos de calendario y era una señora italiana como solían ser antes las señoras italianas. Ponerle coletitas o una diadema y peinarla estilo personaje femenino de Esther y su mundo no bastaba para lograr que pareciese una adolescente. Punto. En los planos cerrados casi daba el pego; pero solo casi. En cuanto veíamos de su trentina anatomía cualquier cosa por debajo de los hombros, la precaria ficción se iba a tomar por culombio.)
(Quizá la película habría estado mejor servida por un director con un pelín más de sensibilidad, un pelín menos de mal gusto y una tonelada menos de presunción.)
Se los mangaba a mi hermana. Has leído bien: soy lo bastante macho para admitirlo.
Para los que no habéis leido el libro, Lulú Güi Se Muá es una quinceañera enamorada de Pablo, profesor universitario amigo de su hermano, que no le hace ascos a desvirgar a una menor de edad y, cual sicalíptico pigmalión, convertirla en su mujer ideal a base de emplearla como banco de pruebas para sus guarreridas sexuales. Años más tarde, convertida ya en una mujer de treinta años, el matrimonio de Lulú Güi Se Muá y Pablo atraviesa un bache y ella se dedica a explorar las posibilidades carnales extrapaulinas, pasando por vivencias cada vez más bizarras (y poniendo en peligro su propia seguridad), BDSM extreme incluido, hasta que Pablo acude, tachán tachán, al rescate y la devuelve al seno de su, permítaseme la licencia, «núcleo familiar», donde, infiero, Lulú podrá seguir negándose a afrontar su complejo de Electra, Pablo podrá seguir amamantándola con el contenido de su cojonera y ambos podrán seguir escenificando una y otra vez la iniciación de ella en las dulces regalías del estupro.

Juro por Dios que se me quedó una cara de gilipollas hasta dolorosa al pasar la última página.
No dejes que la portada te engañe: no va de niñas a las que llevan al cole.
La novela ganó el XI Premio La sonrisa vertical (nombre subliminal que encubre una alusión vaginal) de novela erótica convocado por Tusquets Ediciones... y bien, Las edades... es, lo admito, una novela y es más o menos erótica. Incluso diría que es una novela correctamente escrita; pero no diría que es una gran novela digna de un premio literario. Me dejó un sabor amargo. Aunque por momentos logré pellizcar algo de alma femenina, sobre todo en los pasajes en los que la narradora intenta describir la conflictiva relación con su cuerpo a partir de la pubertad, la mayor parte del tiempo me sentí molesto. No tuve la impresión de estar leyendo un libro escrito por una mujer, protagonizado por otra mujer, que hablase con una perspectiva femenina de los problemas e inquietudes inherentes a todo ser humano.
(El Premio La sonrisa vertical lleva desde el 2004 sin convocarse, y en su último certamen fue declarado desierto, en parte por la nula calidad de las obras presentadas a las últimas ediciones y en parte por la difusión extensiva de escenas lúbricas en géneros novelescos no estrictamente eróticos.)
Que no cuela, coñooooo.
A lo largo de las páginas de Las edades de Lulú, libro que, procede dejarlo clarinete, ni me gustó ni me disgustó, sino todo lo contrario, no pude acabar de desprenderme de la sensación de que la autora, Almundena Grandes, me estaba contando lo que ella creía que yo quería leer: una historia guarrindonga para pajilleros de corazón roto que no se la salta ni Pirri Manso

Párrafo tras párrafo, y no diré que la novela sea aburrida, aunque sí pelín repetitiva y predecible, Las edades... me iba dejando un amargo sabor de boca. Como si me estuviesen contando una mentira tras otra, emparedadas entre dos medias verdades. Como si la autora (a quien no tengo el gusto de conocer ni he tenido la oportunidad de interrogar) y yo hubiésemos llegado a un pacto tácito de «esto es lo que tú querías recibir y esto es lo que te voy a dar». Y así me encuentro con una adolescente Lulú que parece aquejada de un caso agudo de «quiero follarme a mi papá pero no puedo que ya está cogido y encima es pecado así que me busco un sustituto aceptable». Vamos, un puto estereotipo. Me encuentro con una Lulú sumisa, dispuesta a satisfacer cada nueva chifladura de su pareja; una adolescente cuasi virginal pero que, en realidad, oculta en sus entrañas un súcubo voraz listo para saltar cual pantera ninfómana a poco que se la provoque. Si lo importante es el mensaje, Las edades... transmite uno espantoso: «las tías son maleables y, encima, todas unas putas; así que agárralas cuanto más jóvenes mejor, emputécelas bien y podrás hacer de ellas lo que quieras.»
La autora.
Porque lo que más me molesta de Las edades de Lulú, a fin y al cabo, es que esperaba leer una descarnada aunque sincera reflexión femenina acerca del amor, el sexo y la vida y acabé leyendo la transcripción de una fantasía machista.
(En la peli, Bigas Luna no se come demasiado la cabeza. ¿Que la interpretación de la sabrosona Francesca Neri es robótica y distante? Lo solucionamos con tetas. ¿Que Óscar Ladoire pone todo el rato cara de «las cosas que tengo que hacer para pagar el alquiler, ¡copón!»?: tetas. ¿Que incluso las escenas que deberían ser de un edulcorado romanticismo acaban siendo de una gazmoñería insufrible?: tetas. ¿Que no hay manera de creerse a María Barranco de travelo?: tetas. ¿Que Lulú y Pablo tienen una hija que aparece treinta segundos y de la que no volvemos a saber nada?: tetas. ¿Que, al cabo de doscientos noventa y tres planos de coitos variados, hasta el más bravo heterosexual de la platea está empezando a aborrecer las almejas y hacerle ojitos al pirataaaaa sentado a su izquierda?: tetas, tetas, tetas y más tetas. ¡La panacea universal: un par de mamellas!)
Sutil, el Bigas Luna, ¿a que sí?
¡Cobarde! ¡Pecadorl!
Poi improvvisamente c'è stata un'altra sorpresa e in bocca mi sono ritrovata un liquido caldo e acido, assai abbondante e denso. Un mio sussulto improvviso a questa nuova scoperta ha provocato in lui un leggero dolore, mi ha afferrato la testa con le mani e  mi ha spinto verso di lui ancora più forte. Il suo respiro lo sentivo affannoso e c'è stato un momento in cui ho creduto che il calore del suo fiato arrivasse fino a me. Ho bevuto quel liquido perché non sapevo che farne, l'esofago ha creato un leggero rumore di cui mi sono vergognata.
Entonces ¿adónde podría acudir yo, un varón desorientado, si quería leer un relato de amor y sexo escrito por una mujer? ¿Qué libro me revelaría los arcanos de la sensualidad mujeril? ¿Qué autora podría mostrarme la «vía femenina al erotismo», en caso de que exista algo parecido?

No Melissa Paranello, desde luego, que en 2003 publicó Los cien golpes (una novela «escandalosa», según todos los titulares de la época, que le hicieron la campaña de marketing por la cara), en la que una adolescente siciliana relata con todo lujo de detalles la búsqueda del Príncipe Azul orgasmo a orgasmo, cuerpo a cuerpo, de polla en polla y me lo tiro porque me folla. La gracia del invento era que Los cien golpes se basa en las experiencias de la propia autora, que, según se desprende de la lectura del libro, a sus diecisiete tiernos añitos ya se había trincado a toda Catania, estatuas de próceres y difuntos del cementerio incluidos.
Guapetona, ¡eh?
Y, a ver, más allá de una envidia sanísima (ya me habría gustado a mí estar tan rodado a los diecisiete), lo que Melissa Paranello o su trasunto de ficción hagan de sus, con perdón, finstros latinos como que me da más bien lo mismo. Por mí como si se quiere follar al portero automático de su edificio. Allá ella con su chumino. Cabría aquí preguntarse si es posible encontar el amor verdadero a golpe de coño (sospecho que no, pero ¿qué cojones sabré yo del tema?), o si las chicas con tantos kilómetros de picha en su reputación lograrán algún día sacudirse del lomo el sambenito de golfas (problema que no tendrán sus partenaires masculinos), o si la promiscuidad de Melissa es una reacción desesperada a la inmensa soledad de la protagonista, embarcada en el siempre ominoso trance de la pubertad, o un estallido de rebeldía con el cual la mujer en la que está destinada a convertirse quiere romper para siempre con la niña que todavía se cepilla cien veces el pelo antes de meterse en cama (el título original es 100 colpi di spazzola prima di andare a dormire).
Cabría preguntarse todo eso, pero honestamente no tuve la sensación de que el libro rozase ni siquiera esas claves en ningún momento. Aparte de una estructura caótica, si es que tiene alguna, Los cien golpes me produjo la sensación de un revoltijo de escenas, episodios inconexos sin más hilo conductor que las urgencias lujuriosas de la protagonista y su perplejidad ante la evidencia de que, por más gusto que le de al mejillón, no acaba de encontrar un hombre que la respete y le sea fiel.
(A lo mejor el mensaje del libro es algo tan inextricablemente unido al inconsciente femenino que se me pasó por alto.)
A lo mejor soy un bruto, un machista y un falócrata sin civilizar, pero me quedé con la copla de que Los cien golpes se convirtió en tamaño apoteósico éxito de ventas por el morbazo que daba la perspectiva de leer marranadas escritas por una chiquilla siciliana, a las que en todo el mundo, y en Italia especialmente, siguen visualizando  vestidas de negro hasta los pies y con rosario en las manos. Y resulta que no, que hasta en la conservadora, sobria y atrasada Sicilia hay buenas niñas católicas temerosas de Dios que se hacen fistfucking a sí mismas y comen pollas de seis en seis.

Vale. No te ofendas, pero ¿y a mí qué mierda me importa?
(De Los cien golpes también se hizo película, ¡y con la guapísima y maravillosa María Valverde de protagonista, mira tú! Pero, puesto que el largometraje parece hecho por un director amateur después de comerse empanada y media de porros, me ahorraré la molestia de comentarla aquí.)
Melissa P.: derrochando romanticismo «in a heavy and excessive way».
Gato negro, gato blanco
I lifted my hands from the wad of fabric swirled up around the shape of his erection and found the panel opening of the crotch, then slowly moved it down to reveal his penis. Lowering my head so my hair fell across it, I spoke just above it like it was a microphone. "You can relax, Jack," I said, bathing its tip in my warm breath. "You don't have to say anything." With that, I licked my lips, then slid them down over him, slowly arching my neck and extending my throat until my mouth came to the base. He made a gasping noise and bucked a little, writhing in a disoriented way that bumped the head of his cock against the roof of my mouth. I gave him a quick thirty seconds of advanced sucking, my tongue fluttering against his underside until I could taste the salty bitters of pre-ejaculate, then sat back up and wiped my mouth off on my arm.
En mi desesperada búsqueda del ojo de una cerradura (Freud puro de oliva) a través del cual entrever siquiera una chispa de descarnada sensualidad femenina, recalé en Tampa, de Alissa Nutting o, como aquí se tituló (en otra de esas traducciones inexplicables), Las lecciones peligrosas.

La madre del cordero.

La protagonista de Tampa (me quedo con el título inglés, que es más corto y me ahorro teclas) es Celeste, una todavía no treintañera rubia, con un cuerpo de pura dinamita, que está a punto de empezar su primer trabajo como profesora de inglés en un instituto de Florida. Allí podrá al fin dar rienda suelta a su verdadera pasión: desvirgar y malear a todos los adolescentes que pueda, que eso es lo que le mola, lo único que pone burra a Celeste (además de la vidorra que puede darse gracias a la pasta del papanatas de su marido). Porque a Celeste la erotizan los efebos y solo los efebos. A poco que un púber empiece a tener músculos o vello facial, a Celeste el parrús se le queda más seco que un polvorón de ladrillos.

A ver, no estoy diciendo que Tampa sea un mal libro.
(Es pésimo.)
No pretendo insinuar que Celeste sea un personaje odioso.
(Es lanzallameable.)
Nada más lejos de mi intención que acusar a Alissa Nutting de ser mala escritora.
(No llega tan alto.)
De lo que me quejo es que Tampa es una inmensa ida de  olla propia de una mente calenturienta que ni siquiera tiene el detalle de ofrecernos una catarsis. Cualquier redactor mal pagado (porque poco y tarde pero les pagaban, ¿verdad?) de las falsas cartas al director del Penthouse podría haberlo hecho mejor. Tampa es pura propaganda machista. Celeste se dedica, página tras página, a hacer patentes las peores fantasías misóginas: que si todas putas, que si dándoles bien de gusto en el chocho las tienes contentas, que si son unas presumidas que no piensan más que en arreglarse y comprar trapos, que si su única aspiración es fundirse el sueldo del marido, que si como las dejes muy sueltas se te desmadran y se follan todo lo que se menea...
Alissa Nutting en toda su alissanuttinguidad.
Prácticamente no hay una página en la que Celeste no aparezca masturbándose, mojando las bragas o imaginándose follando con preadolescentes (y mojando las bragas o dándose amor propio mientras lo piensa). El universo de Celeste gira alrededor de su clítoris y el tiempo de Celeste se mide en orgasmos. Celeste acosa a su primera presa (un tímido muchacho llamado Jack Patrick) en su propia casa sosteniendo unos prismáticos con una mano y un vibrador con la otra. Entre clases, Celeste restriega su bisectriz en el pupitre de Jack para marcarlo con sus feromonas de depredadora en celo. Celeste finge un romance con el padre de Jack, cuya edad madura y evidentes carencias físicas no es ya que le repugnen, es que la ofenden, para tener así una excusa cada vez que visita a Jack en su propio domicilio. Celeste, y no me lo invento, se limpia la uretra, tras una copiosa micción, con la carta de un admirador (adulto) y se mete un pedacito de la nota hasta el útero. Celeste no es una mujer, ni siquiera un personaje. Celeste es un coño y nada más que un coño.

De ésta aún no han hecho peli.

Pero todo se andará (probablemente con un actor treintañero en el papel de Jack Patrick.)
Ves la portada y queda todo dicho.
A lo mejor Tampa es demasiado sutil para un salvaje como yo. Porque ¿qué demonios aprendí leyéndola?

Que si eres estadounidense, rubia, tienes los ojos azules, cara de ángel y una figura de diosa, atención que vienen espóilers, no solo es lícito que tengas al pecadorl de tu marido a pan y agua sexuaaaaaal (recordemos que sólo te excitan los críos), incluso que lo emborraches o lo drogues cuando sus ganas de mojar el churro empiezan a resultarte especialmente molestas, sino que tampoco importa un huevo que te hayas estado calzando a dos adolescentes y seas la indirecta responsable de que le abran la cabeza a uno de ellos: no picarás ni un día de cárcel, saldrás prácticamente absuelta y podrás volver a la calle a seguir pervirtiendo almas inocentes mientras las tetas se te queden donde deben.

Puede que ésa fuese la tesis inicial de Alissa Nutting, incluso puede que haya un no sé qué de denuncia social en ese desolador mensaje.

Pero que alguien me explique por qué su esfuerzo debería merecer mi respeto.

O en qué cojones se diferencia Tampa de los relatos preñados de faltas de ortografía que escriben los ociosos pereros iletrados en páginas como ésta.
Por la gloria de mi padre
Let me put it like this. Have you ever met a garage mechanic who doesn't have a thing for cars? A professional photographer who never takes a shot unless the studio lights are on? A baker who doesn't eat cakes?

So these people, the Executives, and let's not mince words again, are professional fuckers.

They will fuck you to get one over on you. They will fuck you over to get to the top. They will fuck you out of your money, your freedom, and your time. And they'll continue fucking you until you're six feet deep and in the grave. And then some.

So what do they do when they're not doing that? Naturally…
Después de Tampa, no debí esperar gran cosa de La sociedad Juliette.

Y no lo hice.

Quizá por eso mismo no me defraudó.

A la autora de La sociedad Juliette no esperaba yo encontrármela escribiendo. Pese a su empeño durante la promoción del libro de dejarse ver en público asida a algún clásico de la literatura occidental, no me cabe duda de que los talentos de Marina Ann Hantzis, joven promesa de las letras femeninas, están más bien orientados en otra dirección muchísimo más prosaica, y transpirante.

Y es que, claro,  Marina Ann Hantzis es el nombre real de...


Voila!
Cuando me dijeron que Sasha Grey (la de frases de un lirismo tan conmovedor como «make me your fucking whore!», o «feel my fucking tight asshole!» o la clásica «gaaaj, gaagaaaj gajaaj!») había escrito un libro, empecé a reírme y aún no he parado.

¿Que si tragar litros de esperma, por rancio que esté, incapacita para la alta literatura? Por Venus que no, y la historia de la cultura está trufada de ejemplos de auténticas caníbales que no por ello adolecían de insensibilidad artística. Ejemplos que, si tal y eso, te los buscas tú mismo. Seguro que encuentas más de mil.

Pero es que La sociedad Juliette no es un libro: es una peli porno. Una peli porno como las que Sasha-Marina solía hacer cuando se dedicaba a mantenernos en una perpetua tensión entre el clímax y la náusea. Una peli porno hecha con el molde de las más aburridas pelis porno, con las mismas escenas tópicas y previsibles de las pelis porno, con párrafos y reflexiones que perpetúan todos los mitos machistas de las pelis porno.

Y me da igual si Sasha-Marina opina que hacer cosas «desagradables y degradantes y malas para las mujeres puede lograr que algunas de ellas se sientan empoderadas, hermosas y fuertes» (cita que no sé si es suya, pero se la atribuyen): si el camino para la liberación de la mujer es tragar semen como si no hubiese un mañana, apaga y vámonos.

Y cuando leo en La sociedad Juliette todos esos elogios de la protagonista al aroma, color, densidad y temperatura del esperma; cuando la leo recrearse en la sensación de una buena descarga masculina en sus entrañas, de una lluvia venérea en su rostro u otra parte de su cuerpo, cuando leo cómo describe una inesperada cascada seminal en su tanga minutos, horas después de copular; cuando leo todo esto se que me enfrento a otro caso de literatura del coño, donde la mujer es reducida a un agujero cuya mera existencia carece de significado hasta que un hombre lo llena; y siento una desolación absoluta al pensar que este torpedo en la misma línea de flotación de la causa femenina lo ha escrito una mujer, mujer a la que reconozco el derecho divino de hacer con su diodenar lo que le venga en gana y proclamarlo a los cuatro vientos si así lo desea, pero que no me pone ni medio paso más cerca de comprender la mente, el alma femenina, mi propósito inicial, más de lo que cualquiera de sus pegajosos vídeos pre-carrera literaria me acerca a una genuina comprensión de unas sanas relaciones de pareja.
No me pongas esa cara. En el fondo sabes que llevo razón.
La caidita de Roma

Llegados a este punto, parezco dar la impresión de mostrarme ofendido porque las mujeres escriban libros donde otras mujeres (o ellas mismas) se masturban más que yo, tienen fantasías eróticas más guarras que las mías, follan más que yo, mejor que yo, con más personas y más guapas que yo y, encima, esos libros los publican, y los míos no, y venden más ejemplares de los que venderían los míos.

Vamos, que toda esta pataleta sería fruto de la puñetera envidia, el deporte español por antonomasia.

Y no.

Juro que no.

Te llames Marina, Melissa, Almudena, Alissa o lo que sea, tienes tanto derecho a escribir libros llenos de guarradas como yo derecho a quejarme de que esos libros parecen escritos por un hirsuto y salidorro becario de revista porno. Aunque jures que no era eso lo que pretendías. A fin y al cabo, los derechos hay que usarlos, que si no se rompen.

Pero ni mis protestas me convierten en crítico literario ni tus esterotipadas fantasías te convierten en escritora. Vamos, que yo sigo siendo un pelagatos y tu libro no deja de ser una mierda.

Y ninguno de los dos hemos hecho nada para entender mejor a las mujeres.
Como a ella, sólo por poner un ejemplo.
¿Deben existir los malos libros, con fuerte carga erótica, escritos por mujeres?

Es un falso debate. No importa si deben o no existir. Existen. Están aquí, tienen su público y su razón de ser y tenemos que convivir con ellos.

Ahora bien, a alguien como yo, que más allá del morbo siente un lícito interés acerca de cómo vive una mujer su sexualidad, que se pregunta cómo experimenta una mujer la atracción, el deseo, el placer; cómo se relaciona con el erotismo a través de su cuerpo, cómo se sobrepone al orgasmo, ¿qué nos queda, aparte de plúmbeos tratados de sexología que parecen escritos por veterinarios sonados? ¿Adónde acudir si quieres vislumbrar apenas, hasta donde tu testicular miopía te lo permita, cómo se lo montan las chicas y esperas que te lo cuenten con un poco de sensibilidad y talento?

Sigo buscando la respuesta.

¡Al ataqueeeeeer!

El camino para la emancipación de la mujer no puede pasar a través de un carallo, porque entonces ¿dónde está la emancipación? Mira lo que ha dado de sí la fábula de la costilla de Adán: sopomil años sometiendo a las mujeres como subproducto masculino, y por lo tanto subyugadas a su demiurgo. ¡Como para consentir la sugerencia de que una mujer sólo descubre su raison d'etre succionando la cabeza tonta de un bigardo! Sasha, cielo, que tú eres una chica viajada; ¿de verdad pretendes convencerme de que tu realización personal depende de los cubos de esperma que seas capaz de drenar? Per fellatio ad emancipatio?

Porque yo no lo creo. Pareces una chica decicida, segura de sí misma y capaz de labrarse su propio camino, sea el que sea, con el único recurso de su cerebro, sus agallas y unas botas con puntera reforzada. Pero, de la misma manera que los adolescentes que se sacan chispas de la verga viéndote deglutir piscinas olímpicas de zumo de hombre podrían no ser del todo conscientes de que estás representando un papel; por los mismos motivos por los cuales a la inmensa mayoría de tus legiones de onanistas admiradores no les entrará jamás en la cabeza que haya la más mínima diferencia entre una ramera y tú, ¿no crees que La sociedad Juliette no solo le hace un flaco favor al entendimiento entre hombres y mujeres sino que contribuye a extender los más injustos, falsos y destructivos esterotipos machistas acerca del sexo femenino?

No me entiendas mal, Sasha-Marina: te reconozco el derecho a escribir lo que te salga de ese chumino como un armario ropero de cuatro cuerpos que tienes. ¡Líbreme Dios de imponerte un tema, un estilo, un relato o un mensaje!
Tiene cara de alumna de colegio catolico, pero...
Pero si una mujer escribe relatos eróticos con los mismos códigos y convenciones de un autor masculino particularmente basto, ¿a santo de qué vienen todas las acusaciones de sexismo, machismo e incluso violencia sexual cuando un escritor se pasa de salidorro y ofrece una falsa, estereotipada, deningrante e incluso agresiva imagen de la mujer? No pretendo decir que no sean reclamaciones justificadas, pero, de la misma manera en que los abusones racistas, analfabetos xenófobos y misóginos puteros de Estados Unidos se sienten no solo absueltos sino legitimados ahora que han colocado a uno de los suyos en la Casa Blanca; por las mismas razones por las que la presente administración norteamericana hace parecer justa y respetable la ignorancia, el matonismo, la hipocresía, el desprecio, la mentira y el odio; los libros como el tuyo, la literatura del coño, puede acabar volviéndose contra sus autoras. Contra ti, Sasha, Marina, contra ti, Melissa, contra ti, Alissa.

Marina Ann Hantzis, alias Sasha Grey, y perdóname si me dirijo a ti en especial, estoy seguro de que eres toda una señora, un encanto de mujer, una persona muy inteligente y una conversadora fascinante.

Y estoy seguro de que no ignoras que el noventa y nueve por ciento de los machos embrutecidos que han aligerado el lastre de sus cojoneras estudiando tu pálida y emaciada anatomía o imaginándose sondeando tu garganta con su quinta extremidad no te consideran más que una puta que sale en películas de puta, escribe libros de puta, habla como una puta, se viste como una puta, actúa como una puta, traga falos como una puta y cabalga pitorros como una puta, y creo que he batido mi récord con la palabra de cuatro letras en esta entrada de Paratroopers.

Quisiera sentirme legitimado para decir que leer La sociedad Juliette podría hacerles cambiar de idea.

Pero no puedo.

Y te juro por Lady Chatterley que lo considero una condenada pena.
Digamos tan solo que me gustaría que tu próxima novela fuese muy distinta, que te creo capaz de escribir algo mejor, que todavía no te has ganado mi respeto como escritora, que estoy seguro de que puedes darme algo más de ti misma aparte de aquello a lo que yo, y millones como yo, pueden acceder a través de cualquiera de tus vídeos más cerdos.

Ese pecadorl de la pradera que nasió en el año del hambre y despué de los dolore

Aprovechamos, aunque no venga a cuento, para desearle a don Gregorio que se restablezca completamente; que a los que le recordamos con cariño nos ha pegado un buen susto

Actualización 12-XI-2017

Lamentablemente, ni el doctor Grijando More ha podido curarle a don Gregorio su pupita diodenar y ese peaso de artista se ha ido físicamente, moralmente, a conocer al Gran Torpedo de los cielos.

Y, en reconocimiento a todas las veces que nos hizo inmensamente felices con su surrealista y desopilante humor, y en nombre de todos a los que hoy nos ha salido un amatoma en el corazón, desde Paratroopersdont'die no podemos menos que decir:

Hasta luego, Lucas.

Hasta luego.

domingo, 8 de octubre de 2017

Fundido a negro

David Bull, a pesar de su nombre de campeón de UFC, es un señor más bien tirillas que se ha pasado toda la puta vida intentando desentrañar la técnica del ukiyo-e, o sea los tradicionales grabados en madera japoneses. A fin de lograrlo, se instaló en Japón y consiguió que alguno de los pocos artesanos de este arte que aún fuman negro le enseñase, siquiera a regañadientes, el proceso.

David Bull tiene su propio canal de Youtube donde habla de sus experiencias, muestra trabajos finalizados o en proceso, se queja de que, con la edad, está perdiendo vista y pulso, y nos cuenta, a grandes rasgos, las batallitas del abuelo. Del abuelo grabador.
No, no fundó una secta: es un artesano.
Pero, en lo que se refiere a esta bitácora, lo más enjundioso del canal de Youtube del tío David está en este vídeo, donde rinde tributo a un grabador japonés y amigo suyo, Ito Susumu, ya fallecido, cuyo arte era un ejemplo de lo que David aspiraba a lograr algún día: grabados delicados, de un detallismo minucioso, fíneas líneas como trazadas a lápiz, exquisitas tramas, delicadas como nubes de humo.
(Sobra decir que, si no dominas el pitinglish, ni intentes ver el vídeo, porque no vas a entender un pijo.) 
En un par de momentos del vídeo (no voy a poner el minutaje para que te lo tengas que ver entero, pero qué ¡buajajajajajá! cabrón soy), David Bull cuenta cómo heredó algunas de las viejas herramientas de su amigo, a la muerte de éste; herramientas con las que Ito-san realizaba sus preciosistas grabados, buena muestra de su talento y habilidad, que David Bull no se sentía capaz de igualar. Pura y simplemente, las gubias y buriles que empleaba el maestro Susumu eran extraordinariamente frágiles, demasiado delicados para David y su técnica, dependiente de la fuerza bruta. De haber intentado emplear cuchillas como aquellas en alguno de sus grabados, David habría partido como obleas las hojas.

David esperaba con impaciencia el día en que su dominio de la técnica del ukiyo-e le permitiese emplear herramientas tan sensibles.

Pero los años pasaban y David no se veía más cerca de lograr la maestría necesaria.

Un día, David cogió una de sus propias cuchillas, la afiló hasta dejarla tan fina como las que empleaba su amigo Ito, y comenzó a trabajar con ella. Literalmente tuvo que olvidar casi todo lo que sabía sobre el grabado en madera y empezar de cero. Servirse de aquella frágil herramienta hizo del trabajo de David Bull un reto cotidiano. «Stunningly difficult», dice el propio David en un momento del vídeo.
Di que parece fácil. ¡Dilo, si tienes huevos!
El resultado fue, en palabras de David, el mejor grabado que ha hecho jamás, el más bello y detallado de toda su carrera, y quizá el mejor de toda su vida, porque ya tiene 65 tacos de calendario y, como dijimos más arriba, está perdiendo tacto, vista y destreza manual.

Quédate con esta moraleja, amado lector: David no consiguió su mejor trabajo hasta que se impuso el reto de trabajar con las mismas herramientas que su amigo y maestro Ito Susumu. No alcanzó un dominio técnico acaso comparable al suyo sino hasta que empleó cuchillas finas y frágiles como las que Susumu empleaba. Al menos en este caso, no era el creador el que se reconocía por la calidad de las herramientas, sino las propias herramientas las que imponían al artesano un determinado método de trabajo. Los exquisitos detalles, las finísimas líneas del espesor de un cabello que Ito Susumu era capaz de trazar en sus bloques de madera, no se habrían podido conseguir con las gubias groseras que David Bull empleaba.

David nunca habría llegado a dominar esa técnica si no se hubiese armado de los útiles análogos a los de su maestro, porque nunca habría tenido necesidad de hacerlo.

David creía, erróneamente, que si trabajaba disciplinadamente, y durante el tiempo suficiente, con sus torpes y sólidas cuchillas, antes o después acabaría descifrando los secretos de Ito-san.

David se equivocaba.
Peinando a un samurai en 2D.
Los anglosajones tienen un concepto, «comfort zone», que a mí me chirría muchísimo, porque me suena a lugar donde uno practica el onanismo obsesivo. En cualquiera caso, David no hizo su grabado más delicado, y con mayor detalle, sino hasta que salió de su «zona de confort» y se impuso el hándicap de trabajar con una herramienta que no perdonaba errores, que no recompensaba el recurso a la pura fuerza bruta, que sólo podía manejarse con derroches de delicadeza.
(No, no voy a hablar de «la zona de confort», que, como ya he dicho, es un concepto que, pura y simplemente, me revienta.)
Podría ser un buen momento para hablar de que no alcanzarás la cima de tu arte sin las herramientas apropiadas, y, en un escritor, eso pasa por tener un buen dominio del idioma, conocer los más elementales recursos narrativos, mantener un repositorio de vocabulario bien provisto y, parece una obviedad pero juro por Stevenson que no lo es, leer, leer mucho, leer a diferentes autores, de diferentes estilos, géneros y épocas; leer, sí, a los clásicos, pero también a los autores contemporáneos, leer a Heródoto y a Santiago Posteguillo, leer el Beowulf y también Crepúsculo, y si parece que me contradigo a mí mismo (a saber cuánto veneno he regurgitado a cuenta del churro de la Meyer), no lo hago, porque no sólo hay que leer buenos libros. También, de vez en cuando, hay que leer mierda. Como cuando te saltas la dieta comiéndote un helado o tomas un sorbito de champán en Nochevieja. Leer mierda de vez en cuando es higiénico. Te ayuda a apreciar mejor la calidad, supone un cierto alivio culpable a toda esa «literatura elevada», tan clasista y plúmbea, y te enseña cómo no hay que hacer las cosas.

Pero no, hablar de lo chungo que es escribir si no cuentas con las herramientas apropiadas (que son básicamente sensibilidad, energía y cerebro, y por extraño que parezca el talento no es un requisito indispensable) tampoco es eso lo que pretendo en la presente entrada del paratrupero.

Lo que pretendo es introducir una reflexión: «¿Hasta qué punto las herramientas empleadas pueden disimular la torpeza?», o mejor, «¿Nos han estado engañando toda nuestra puta vida Steven Spielberg y Ridley Scott

Hay quien dice que el CGI, o sea las imágenes generadas por ordenador, ha matado al cine. Como toda generalización, probablemente no sea cierta, pero intuyo la protesta que hay detrás, y no puedo dejar de suscribirla. Los cines se han llenado de películas vacías, donde no es que el director, en caso de haberlo o ser digno de tal título, haya renunciado literalmente contratar a un guionista, es que la confusión de efectos visuales en pantalla es de tal envergadura que, por expresarlo en román paladino, no tenemos ni puta idea de qué cojones estamos viendo. 
Ejemplo paradigmático de esto es Transformers, ese soberano cagarro que, más allá de enseñarnos el ombligo de Megan Fox (y lo apurada que llevaba la cera brasileña), no tiene provecho ninguno. ¿O pretendes hacerme creer que, cuando autobots y decepticons empezaban a furtirse los unos a los otros tú eras el único capaz de distinguir quién iba ganando?
(Eh, para ya con las acusaciones de machismo. ¿Es feminismo que la Fox explote, o consienta que exploten, su sexo pero es machismo que yo lo señale?)
Reconsiderando al mismo tiempo la clonación humana y el lesbianismo.
Dejemos una cosa clarinete: el cine nació como espectáculo y a priori no hay nada indigno en que respete sus raíces como mero entretenimiento para ociosos. Lo de convertir el cine en arte fue ocurrencia de un par de iluminados y siempre ha sido una práctica reservada a una élite.

El problema, a mi modo de ver, es que en aquellos gloriosos años del cine mudo teníamos a gente inventando de la nada un nuevo lenguaje, con el único apoyo de las artes tradicionales (la literatura, la pintura, la música), de las cuales adaptaron o copiaron la narrativa, la luz, los encuadres, el ritmo...
El orzuelo más famoso de la historia.
Luego llegaron el sonoro y el cine en color y nació una nueva generación de directores que habían aprendido a hacer películas viendo las de los precursores, reciclados o no, y con desigual éxito, en el cine sonoro: Lubitsch, von Stroheim, B DeMille, Preminger..., que era como aprender a follar con master-classes de Rocco Siffredi o Jenna Haze...
Ñam. ñam y ñam.
Y así llegamos al presente, donde los directores de cine se dividen entre los que sólo ven vídeos musicales y los que no ven cine en absoluto.
(Hace como quince años fui a ver Ciudadano Kane y El crepúsculo de los dioses en un ciclo de cine clásico. En El crepúsculo, obra maestra del Séptimo Arte, éramos tres espectadores, dos de ellos estudiantes de Historia del Cine. En Ciudadano Kane, que se disputa con El padrino el título de Mejor Película de la Historia, estaba yo solo.)
La inmensa mayoría de los directores de cine actuales no es que intenten hacer sus películas sin las herramientas apropiadas, es que sacan partido de la parafernalia técnica a su disposición para encubrir sus incontables carencias como cineastas. Resulta particularmente desolador cuando tomamos por separado a algunos de los directores de nuestra infancia, autores de largometrajes que se han ganado un bien merecido galardón de clásicos atemporales, y comparamos su producción en aquellos años heroicos, casi de artesanía low-cost, y los comparamos con las mierdas pinchadas en palos que filman ahora.
Ridley Viejuno. O Viejuno Scott. Como prefieras.
Ridley Scott es, ni más ni menos, el responsable de Alien Blade Runner, dos clásicos del cine, a secas, y dos clásicos absolutos del cine de Ciencia-ficción. Scott es también el responsable de Black Rain, Black Hawk derribado, American Gangster...

Pero Ridley Scott también ha perpetrado Prometeus, y su vomitiva secuela, o no, Alien: Convenant.

Steven Spielberg fue durante años el niño bonito de Hollywood y uno de los pocos directores capaces de reconcilar una técnica cinematográfica irreprochable con el sentido del espectáculo y el recurso a la sensiblería, más o menos infamante, que llenaba las salas de cine. Steven Spielberg es el responsable de Tiburón, Encuentros en la tercera fase, E.T., Indiana Jones y el Arca Perdida, Indiana Jones y el templo maldito e Indiana Jones y la última cruzada.
«¿Qué hay hoy en el menú?»
Pero Steven Spielberg es también el responsable de Salvar al soldado Ryan, esa maravillosa película bélica de la cual sólo se salvan los primeros y los últimos veinte minutos; de Minority Report, esa gran película de Ciencia-Ficción, con crítica política y social incluida, escoñada en su tercer acto; de La guerra de los mundos, un remake tan innecesario como rutinario, y, que, Dios le perdone, sobre los hombros de Steven también recae toda la responsabilidad de una cuarta película de Indiana Jones que, si hubiese justicia en el universo, debería ser destruída hasta la última copia, física o digital.

Entonces ¿por qué tengo la sensación de que la última buena película de Ridley Scott fue The Martian (2015) y la última de Steven Spielberg fue Munich (2005)?

¿Es que se han olvidado los dos de cómo hacer cine?

¿O es que los desafíos técnicos que en su momento no pudieron afrontar estaban enmascarando en forma de destellos de genio sus carencias como creadores?

The Martian es quizá la menos Ridley Scott de todas las películas de Ridley Scott, pero al menos es una película divertida, entretenida, que da la impresión de que todo el mundo se lo pasó del carallo rodándola y no te deja con la sensación de que Ridley te la está metiendo doblada. Doblada y con herpes.

Quisiera poder decir lo mismo de Alien: Covenant. Como presunta precuela de Alien (insisto: un puto clásico), o no (Scott no para de contradecirse al respecto), esperarías una cierta continuidad narrativa, de estilo, ¡qué coño estilo! ¡De calidad!

Pero no.
Mucho bla-bla para no decir nada.
He visto Alien: Covenant y me ha gustado, pero no vi la mano de Ridley Scott por ninguna parte. Si me dijesen que la película la ha dirigido Ergasto Pichapiedra, te diría que vale, que el tal Ergasto promete y que a ver cuándo se hace con su propia voz narrativa y aprende a crear atmósferas, que para pelis de sustos no hace falta gastarse el pastizal que costó Alien: Covenant ni profanar el legado de una de las mejores películas de todos los tiempos.

Pero no. Vas a los créditos finales y ahí está, con todas sus letras: «dirigida por Ridley Scott

No te lo pierdas: el mismo que dirigió Alien dirigió, treinta y ocho años más tarde, Alien: Covenant.

A propósito.

No como si se le hubiese caído un moco al rascarse la nariz, o algo. Ridley Scott dirigió Alien: Covenant adrede.

Y lo peor de todo es esa sensación ominosa de que Prometeus y Alien: Covenant son las pelis de Alien que a Ridley Scott le habría gustado poder hacer hace treinta años, cuando los ordenadores iban a pedales y la tecnología no le permitía ciertas alegrías.

En la primera Alien casi no había CGI. Por eso evitaban, en la medida de lo posible, enseñar al monstruo; para que no se notase que era una marioneta, o un disfraz de látex con un negro muy delgadito dentro.
El resultado fue una peli angustiosa, aterradora, acojonante, donde detrás de cada esquina puede acechar la bestia, donde la más leve sombra se convierte en una amenaza ominosa. Desde que el cabrón extraterrestre le revienta el pecho a John Hurt (te echamos de menos, Johnny. ¿Qué tal allá arriba?), te pasas el resto de la peli cagando el kilo. No sabes por dónde va a aparecer el bicho. No sabes dónde se esconde. No lo vas a ver llegar, al muy cerdo. Podría estar en cualquier parte.

Ese terror a lo oculto, a lo inesperado, a lo desconocido, a lo imparable; activa miedos atávicos que forman parte de nuestro inconsciente colectivo desde que éramos más simios que hombres y nos encogíamos, temblando, al oír el trueno o el rugido de la pantera. Por eso es tan efectivo. Por eso Alien da tanto miedo, y aquí tienes el perfecto ejemplo de la necesidad hecha virtud: en 1979 Ridley Scott no podía crear un monstruo hecho por ordenador que interactuase de forma creíble con los actores reales (cualquier teléfono móvil de hoy en día tiene más potencia gráfica que el mejor ordenador de entonces), así que ocultó al bicho, le hizo moverse en las sombras, fuera de plano, detrás de las cámaras.

Y todos nos cagamos de miedo. Algunos de nosotros, varias veces.
A plena luz no acojona... a menos que seas un blanco de Alabama.
A Spielberg le pasó tres cuartos de lo mismo con su Tiburón. Se habían gastado un cojón y parte del otro en un tiburón animatrónico que abría y cerraba las mandíbulas, aleteaba, movía la cola, guiñaba el ojo, se tiraba pedos y resolvía sudokus... pero el muy hijo de puta no soportaba los planos cerrados (se veía demasiado que era de goma) y, encima, el desgraciado estaba la mitad del tiempo estropeado y la mitad de la otra mitad estropeándose.

Así que Steve ocultó al monstruo. La mayor parte de las veces sólo vemos una aleta en la distancia, o ni siquiera eso y sólo se nos muestra la acción a través de la perspectiva de la bestia. Como el tiburón robótico no daba resultado, y los ordenadores de la época servían para poco más que jugar al Boulder dash, Spielberg hizo de la necesidad virtud y aplicó la técnica Alien: no enseñes al bicho. Deja que la imaginación del espectador trabaje para ti.
Créelo o no: con esto nos pasábamos horas. ¡HO-RAS!
¿Qué hizo Scott en Alien: Covenant? Ya tenía ordenadores de te cagas por las bragas, así que ¡hala!, ¡bichos a tutiplé! Bichos grandes, pequeños, cabrones, más cabrones, negros, blancos, rosas, bichos chupando cámara, bichos atravesando el plano, bichos, bichos, bichos, bichos, bichos...

¿Y la peli?

¿Qué peli?

El CGI es una herramienta tramposa porque encubre, con un derroche de pirotecnia visual, las carencias de una película mal rodada, mal dirigida, mal concebida. No es posible hilar fino cuando tienes sesenta millones de dólares para gastarte en efectos generados por ordenador pero ningun proyecto sólido que los respalde. La diferencia entre Matrix y Matrix Reloaded/Revolutions, ejemplo al que recurro con frecuencia, es que en la primera película los hermanos (ahora hermanas) Wachowsky hicieron lo que pudieron, lo que en Warner Brothers les dejaron; y en las dos siguientes hicieron lo que les salió de los cojones (ahora ovarios, aunque de palo). En el primer caso tenían una historia, en el segundo, sólo tenían pasta.

Y ése es el problema de muchos directores de cine, de muchos guionistas y escritores: les encantaría ser una de las glamurosas pijas protagonistas de Sexo en Nueva York, pero como no tienen talento, ni belleza, ni pasta (sobre todo pasta), apenas llegan a Pajote en Caravanchel.
H.R. Giger: el artista con los huevos más grandes de la industria.
¿Por qué eso tiene que ser una desventaja? Alien y Tiburón (hoy lo sabemos) probablemente no serían las maravillosas películas que son si sus respectivos directores hubiesen tenido crédito ilimitado y acceso a los efectos digitales disponibles hoy en día. Mira la cuarta película de Indiana Jones. La ecuación es la misma de las tres primeras: mismo director, George Lucas otra vez encargándose de la historia, mismo actor protagonista; pero el resultado es una MIERDA APOTEÓSICA. Y de Prometeus o Alien: Covenant ya hemos hablado bastante.

En serio: a la luz de sus últimos trabajos no puedo dejar de preguntarme si Ridley Scott realmente ha tenido talento alguna vez o sólo es un cabrón con suerte (y un innegable instinto para la estética fotográfica, pero eso no es talento)  que nos ha estado engañando toda su puta vida.

Si trabajas con herramientas groseras, burdas, como el amigo David Bull, nunca aprenderás las sutilezas, nunca desarrollarás tu sentido del tacto (artístico) porque nunca tendrás la necesidad de hacerlo. Si tienes a tu disposición gubias de mala bestia, sobre las que puedes apoyar todo el peso de tu cuerpo sin temor a que se rompan, nunca llegarás a trazar líneas finas como cabellos.
La teniente Ripley poniéndonos becerros.
Si no eres capaz de ambientar de forma creíble tu historia en un submarino de la Guerra de Corea (porque nunca en tu miserable existencia has estado en un submarino, ni en una guerra, ni siquiera en el mar, y eres demasiado vago o demasiado torpe para encontrar la documentación), quizá no deberías ambientar tu historia en un submarino de la Guerra de Corea. Ambiéntalo en algo que conozcas mejor, como tu propio barrio o uno muy parecido. Y no, no es costumbrismo cateto. Una historia pequeña, en un ambiente familiar, no tiene por qué ser provincialismo, a menos que eso sea lo que quieres. Pocas historiasson más provincianas que las de El pequeño mundo de Don Camilo, de Giovanni Guareschi, y sus cuentos tratan temas universales (el amor, la amistad, la lealtad, la culpa, el arrepentimiento, el perdón). Así que no te asustes: afila bien tus gubias y cuchillas, deja de lamentar que no tienes un céntimo para pagarte el billete y la estancia en Nueva York, en alguna de cuyas cosmopolitas calles esperas encontrar la inspiración para tu Robert King, detective fistfucker, y empieza a escribir.
Deshaced ese verso.
Quitadle los caireles de la rima,
el metro, la cadencia
y hasta la idea misma...
Aventad las palabras...
y si después queda algo todavía,
eso
será la poesía.

Porque si no, si insistes en ofuscar con pirotecnia mojada tus torpes párrafos, a tus hipotéticos lectores puede pasarles lo que a mí cuando ví algo así como los tres minutos de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.

Mi reacción ante ese perrillo de las praderas sin anti-aliasing: «¡Ah, una peli Pixar! ¡Qué bien!»

Entonces apareció el título.

Apagué la tele.

Fui a por unos calzoncillos limpios.

Fundido a negro.