sábado, 23 de septiembre de 2017

La tortuga no nos ayudó: un caso flagrante de incomprensión lectora

"I worked on the book in a dream. I remember very little about the writing of it, except for the idea that I'd gotten hold of something that felt very big to me, and something that talked about more than monsters..."
  Stephen King
Acabo de ver It, la adaptación cinematográfica del libro que, con El resplandor, se disputa en mi corazoncito el puesto de Mejor Novela de Stephen King Ever.

Dios mío.
Aquí todos flotamos.
Que vaya por delante una cosa: acabo de ver It y me ha gustado. Incluso me ha gustado mucho.

Pero es que Warner Brothers ha tenido la feliz ocurrencia de llevar a las pantallas de cine una novela que tengo particularmente fresca en la memoria, porque no hace ni un año que la releí por enésima vez. Y ese conocimiento me permite denunciar It como una mala adaptación de la que tal vez sea la mejor novela de Stephen King. La clase de mala adaptación que tiene muchos culpables, y casi todos se sientan en cómodos sillones de cuero en los despachos de Warner Brothers, epítome de megacorporación maliiiiiiigna que, como todas, busca la estandarización de su producto, la fórmula de la Coca Cola, la garantía del éxito aun a costa de imponer el triunfo bastardo de la mediocridad y la intrascendencia.

He ido a ver It y me ha gustado. Incluso me ha gustado mucho.

Pero no es It. Es algo que se parece a It. Es una película libremente inspirada en It. Una película de terror como otras mil que he visto; mejor que muchas, peor que una infame minoría. Una anodina fotocopia que no merece ni lamerle la mierda de los pelos del culo a It.
Y cuando estés con nosotros tú también flotarás.
Cuando despotriqué aquí acerca de otra mala (bueno, en este caso, pésima) adaptación cinematográfica di tres razones por las cuales entendía que Ghost in the Scarlett se parecía tan poco a Ghost in the Shell:
  1. El binomio guionista-director no leyó la obra original
  2. El binomio guionista-director leyó  la obra original y no entendió un pijo.
  3. El binomio guionista-director leyó la obra original pero odia a muerte al autor y ésta es su forma de vengarse.
Me pregunto si Andrés Muschietti, o cualquiera de los ¡tres! guionistas acreditados en la producción (entre ellos su primer director, Cary Fukunaga), leyeron It, o al menos un resumen para vagos redactado por alguna secretaria de la Warner. (Esto se hace. Lo juro. Las productoras de cine tienen personal que resume resúmenes de resúmenes de resúmenes de los guiones recibidos. Son esos exordios los que llegan a manos de los ejecutivos responsables de dar luz verde a un proyecto o tirarlo por el váter. Si, después de todos esos filtros, queda algo reconocible del material original, es un puto misterio que ríase usted del de la Santísima Trinidad.) Me pregunto, repito, si alguno de ellos leyó el libro.

En caso de una respuesta afirmativa, no tendría más remedio que denunciar la incompetencia lectora de Cary Fukunaga, Chase Palmer y Gary Dauberman; que habrían quedado retratados como unos zotes incapaces de comprender su propio puto idioma.
(Dejo aparte a Andrés Muschietti porque es argentino, che, y habrá leído It en alguna traducción. Y ya sabemos que se pierde mucho en la traducción.)
O bien puede que esté trágicamente equivocado y, en realidad, la respuesta es tan sencilla como que alguien en Warner Brothers odia a muerte a Stephen King.

Porque It es un perfecto ejemplo de película basada en un libro, leído o no, del cual no entendiste una mierda.
¡Que no!
Veamos algunas diferencias.

De qué va It (la película):

Un grupo de chavales descastados de Derry, un villorrio apestoso el condado de Allátepudras, Maine, los típicos lúsers vapuleados por el matón del cole, descubren que tras las misteriosas desapariciones y asesinatos de niños en su pueblo se esconde un personaje siniestro al que le gusta vestirse de payaso; un serial killer, malo como la quina, al que llaman Eso, alias Pennywise «el payaso bailarín», y al que le divierte atormentarles y darles unos sustos del cagarse. Los chicos descubren que Eso es un bicho raro tipo lamprea humanoide chupacabras que se esconde en las alcantarillas de Derry. Guiados por el más intrépido de la pandilla, Bill Denbrough (Jaeden Lieberher), obsesionado con vengar el asesinato de su hermanito Georgie a manos de Eso, lo acorralan en un sumidero y lo cagan a hostias hasta matarlo. Fin.

De qué va It (el libro):
 

Un grupo de chavales descastados de Derry, Maine, los típicos lúsers vapuleados por el matón del cole, descubren que tras las misteriosas desapariciones y asesinatos de niños en su pueblo se esconde un personaje siniestro, un asesino en serie que, de alguna manera misteriosa, conoce sus más ocultos temores y los emplea para atemorizarles con visiones de pesadilla y transformaciones terroríficas. Los niños le ponen de nombre a su torturador Eso, porque desde el principio queda claro que este asesino con superpoderes y la capacidad de adoptar cualquier forma no es humano. Pennywise marca a todos los chavales del Club de los perdedores como sus futuras presas, y, por una mera cuestión de supervivencia, los chicos se sobreponen al miedo que les causa el payaso, investigan los pasados crímenes de Eso (descubriendo que lleva décadas matando, porque es más viejo incluso que el mismo pueblo, y quizá tan poderoso como un dios),encuentran su guarida en las alcantarillas de Derry y se enfrentan allí volviendo contra el asesino la misma magia que emplea para hacer realidad sus peores miedos... Y con esto no he resumido ni la mitad del argumento.

¿Captas las sutiles diferencias, oh probo lector?
«El primero en meterse ahí desvirga a la pelirroja.»
En la película, Bill Denbrough es un sociópata obsesionado con la venganza a quien no le importa un cojón arriesgar la vida de sus únicos amigos (varios de los cuales están así de cerca de palmarla) y la chica a la que ama (que está así de cerca de palmarla) a cambio de su mezquina venganza.

En el libro, Bill es un líder nato en torno al cual se reúnen Los Perdedores porque es el que los mantiene unidos frente a un adversario tan ominoso como abrumador, y unidos son más fuertes, entre otras razones porque el modus operandi de Eso es separarlos y atacarlos individualmente con sus personales miedos secretos. Y sí, claro que Bill quiere vengar la muerte de Georgie; pero Stan, Ben, Richie, Mike, Beverly... no le siguen al infierno, al último lugar en el universo en el que querrían estar, simplemente por amistad. Los Perdedores siguen a Bill hasta la guarida de Eso porque se trata de ellos o de la bestia. O matan a Eso, o Eso acabará matándolos a todos, uno por uno, antes o después.
(Bueno, y porque huían de Henry Bowers.)
En la película, Los Perdedores se enfrentan a Eso como un grupo de hooligans borrachos, agarran el objeto contundente más cercano y curten a palos a Pennywise con él hasta que, literalmente, lo desmenuzan.
«¡Que no era así, pringaooooos!»

En el libro, el enfrentamiento con Eso es un duelo de voluntades que tiene lugar en la mente de la bestia y la de los niños protagonistas. Los Perdedores vuelven contra Eso los mismos poderes que el payaso asesino emplea para materializar los miedos de sus víctimas y convertir en algo tangible los más amargos frutos de su imaginación. Bill, Ben, Richie, Stan..., se apropian del poder de Eso y le hieren con fetiches, amuletos, tótems en cuyo poder mágico sólo puede creer un niño. Bill recita sus trabalenguas para ceceosos, Stan grita nombres de pájaros, Eddie rocia a Pennywise con su inhalador, después de convencerse a sí mismo de que no contiene una inofensiva mezcla de agua y alcanfor, sino ácido de batería, Richie le tira a la cara polvos pica-pica, Beverly le dispara perdigones de plata cuando Eso está en su forma de Hombre Lobo adolescente... Eso se las promete muy felices porque ha escogido el campo de batalla y escrito las reglas... y El Club de Los Perdedores le da la del pulpo aprovechándose de esas mismas reglas.

En la película, Eso es una hidra que cambia de forma no sabemos muy bien por qué, y que acojona a los críos protagonistas apareciendo de la nada y moviéndose en fast forward mientras chilla como un descosido y bate sus piños conejiles, ¡ñaca ñaca ñaca ñaaaaaaaaay! Sádico cabrón como pocos, Pennywise se le aparece a Bill como Georgie, invitándole a reunirse con él en las alcantarillas, donde podrá flotar. Porque allí todos flotan. Y Pennywise hace todo esto... no sé. Porque puede. Porque se aburre. Porque no pagó su suscripción a HBO y tiene demasiado tiempo libre, o sí la pagó pero falta más de un año para el final de Juego de tronos.

En el libro, Eso es un camaleón que adopta las formas más aterradoras para cada uno de los Perdedores: un leproso, un pájaro gigante, un géiser de sangre, la momia de la peli de Boris Karloff, el hombre lobo (Michael Landon, nada menos) de Yo fui un hombre lobo adolescente, el espectro medio putrefacto alguno de los niños a los que ya ha matado... Eso adapta sus transformaciones a cada víctima, los atrae con engaños y luego escoge la forma que más miedo le de a cada una de sus presas y las acojona con ganas para comérselos luego, que si mueren asustados están más ricos, y el acto de devorar no es tanto físico como mental. Eso llena de miedo a los niños y después se come esos miedos, amplificados por la mente infantil.
Películas que nos acojonaron de críos. Adivina por qué.
En la película, no llega a quedar muy claro por qué mierdas los adultos no se dan por enterados de la presencia de Eso, por qué no ven las huellas de su paso, las consecuencias de sus crímenes, la mano de Eso moviendo los hilos tras las desapariciones de niños, la sangre en el cuarto de baño de la familia Marsh, vamos.

En el libro, te queda muy claro que los adultos no ven las escenas de los delitos de Eso porque su imaginación ha quedado castrada al entrar en la madurez. Los adultos han perdido la capacidad de asombrarse. Ya no creen en fantasías como que un mismo asesino sobrenatural sea el responsable de todas las cosas terribles que suceden en el pueblo. Los adultos se han vuelto pragmáticos, descreídos. Los niños aún son capaces de creer que un solo villano (Satán, Darth Vader, el emperador Ming) pueda estar detrás de todos los crímenes, que el mal pueda encarnarse, que sea posible, de un único golpe, devolver el equilibrio al universo.

Los adultos se han vuelto prosaicos, incrédulos, cínicos. Los niños conservan su pureza, su inocencia.

Creo que éste es el quid de la cuestión.

Porque en realidad It es un libro de iniciación. Una crónica del traumático tránsito entre la infancia y la edad adulta, o sea de ese momento en que debemos renunciar a nuestro candor primigenio y arremangarnos para comenzar una lucha con el sucio e implacable mundo real (no es por capricho que Pennywise se manifieste por primera vez a Beverly en forma de surtidor de sangre). It es el libro de unos niños que sólo pudieron vencer a un enemigo aparentemente imbatible gracias a sus propias debilidades como niños y, paradójicamente, también arrogándose una responsabilidad que correspondería más bien a un adulto, y triunfando sobre sus terrores infantiles, que es su primera decisión adulta y el disparador que siembra en todos ellos las semillas de los hombres y mujer en los que van a convertirse.

It nos habla de lo mágico y maravilloso que es ser niño, de lo esforzado y cruel que es hacerse mayor, y de lo que perdemos en el proceso.
Na-na, na-ná na-na-ra. Na-na, na-ná na-na-ra.
Los adultos no quedan particularmente bien retratados en It. No sólo se han vuelto tan zotes que no ven lo que es evidente para un puto crío: que hay un asesino en serie con superpoderes operando en Derry desde el año de la polca y hay que acabar con él. Es que, además, los adultos de It son un tenebroso ente colectivo que proyecta sobre los protagonistas, sus propios hijos, la sombra de sus miserias, miedos y pecados. Los padres de Bill no le hacen ni puto caso, como si le responsabilizasen de la muerte de Georgie y estuviesen decididos a castigarle convirtiendo su infancia en una puta mierda; el padre de Beverly es un paranoico maltratador que zurra a su Bevvie y, para acabar de hacerse simpático, un puto pederasta al que le encantaría meterle un buen cacho de fiambre a su propia hija (la madre de Bev  también se lo huele), la madre de Eddie es una bastarda hipocondríaca que ha convencido a su hijo de que está gravemente enfermo, pero enfermo de ahora me muero, ahora no, y le obliga a tomar toda clase de asquerosos placebos diciéndole que son medicinas; ¡y hasta Frank Bowers, el padre de Henry Bowers, el matón de clase y Némesis de los Perdedores, es tan oscuro, turbio y mierdesco que nos hace sentir pena por el cabrón de su pobre hijo! De todos los padres de los Perdedores, sólo se salva el de Mike Hanlon, que es quien ayuda a su chaval a reconstruir la historia secreta de Derry, que es la historia secreta de Eso. Es el único adulto medio decente.
«¿Qué hay de nuevo, viejo?»
El mundo de los niños, en It, es luminoso, mágico y lleno de esperanza a pesar de la amenaza de Pennywise; el mundo de los adultos (incluso para los Perdedores, cuando se hacen mayores) es oscuro, terrenal y aterrador.
 «—Bevvie..., ¿alguna vez te toca?»
¿Recuerdas haber sido crío y pensar que tus padres no te hacían ni repajolero caso? 

It es tu libro.

¿Recuerdas que pensaste que podrías conservar para siempre a tus amigos de la infancia?

It es tu libro.

¿Recuerdas el primer amor?

It es tu libro.

¿Recuerdas haber tenido un miedo cerval a algo que ahora, de adulto, te da hasta como risa?

It es tu libro.

¿Recuerdas que tu vida se cronometraba de verano a verano, porque las clases eran un puto coñazo entre dos vacaciones de junio?

It es tu libro.

Y si alguna vez descubriste que si tienes amigos, verdaderos amigos, puedes lograrlo todo: plantarle cara al psicópata del cole y apedrearlo, inundar los Barrens con un dique de juguete, descubrir quién está detrás de las desapariciones de niños (algo que ni los adultos ni la poli han logrado), triunfar sobre tu peor miedo y matar a un asesino todopoderoso del espacio exterior, entonces no lo dudes ni por un momento: It es tu libro.
Todo eso, y mucho más, se aprende o deduce de la lectura de It, de Stephen King.

Quisiera poder decir lo mismo de It, de Andrés Muschietti, a quien no puedo hacer plenamente responsable de este horrible derrape. Ni siquiera mínimamente responsable. Porque It no es una película de Muschietti, ni de Fukunaga. It es una película de Warner Brothers. Y cuando tienes a sesenta pollastres con un título de empresariales de Groton, Stanford o Dondecojonessea colgado en la pared, un bigote de coca pura de vaca sobre el labio superior y una secretaria eslava, todavía adolescente, amorrada a sus circuncidadas pollas, poco importa lo que pienses sobre cómo se debería hacer una película o qué quería decir Stephen King cuando escribió lo cualo, porque eres el último puto mono y las decisiones creativas no las tomas tú, las toma un comité de pijos trajeados igualito igualito al que dio el visto bueno a The force awakens o a ese otro que tuvo la desfachatez de volver a rodar Psicosis.
Estudios de Hollywood: profanando clásicos del cine desde ya ni me acuerdo.
¿Que si habría sido diferente It, la película, en caso de haberla dirigido Cary Fukunaga, el primer responsable del proyecto? Indudablemente. Pero ¿habría sido mejor?

A Cary Fukunaga, los mandamases de la Warner lo corrieron a hostia viva todo el camino de regreso a su casa porque intentaba hacer, sujétate las gónadas, una peli de horror que diese miedo. A Cary Fukunaga lo despidieron de la producción de It porque su versión de la película era demasiado adulta. ¿Crees que es otra de mis hipérboles? Escuchemos la voz de los Súper Tacañones... o sea del propio Fukunaga, en un artículo de Variety al respecto:
“I was trying to make an unconventional horror film. It didn’t fit into the algorithm of what they knew they could spend and make money back on based on not offending their standard genre audience"
«Intentaba hacer una película de miedo no convencional. No encajaba con el algoritmo del dinero que [los productores de la Warner] sabían que podían gastarse y conseguir un beneficio a base de no ofender a su modelo de público genérico.»
Cary Fukunaga quería hacer una peli de irse de vareta, de cagar el kilo, de enmierdar tus gayumbos.

Los de la Warner sólo querían otra puta peli de sustos. 
Bill y Georgie, en los buenos viejos tiempos.
"Our budget was perfectly fine. We were always hovering at the $32 million mark, which was their budget. It was the creative that we were really battling."
«Nuestra financiación estaba perfectamente bien. Siempre sobrevolamos el tope de 32 millones, que era su presupuesto. Fue contra la parte creativa contra la que [los productores de la Warner] realmente pelearon.»
El rodaje iba sobre ruedas. No hubo ningún problema de pasta. Fukunaga no se había gastado lo que no tenía, pero a los directivos de Warner Brothers se la bufaba. Ellos querían asegurarse el máximo retorno por su inversión. No era cuestión de dinero. Era que Fukunaga no estaba haciendo lo que ellos entendían que debía ser una película de terror.
"In the first movie, what I was trying to do was an elevated horror film with actual characters. They didn’t want any characters. They wanted archetypes and scares. I wrote the script. They wanted me to make a much more inoffensive, conventional script. But I don’t think you can do proper Stephen King and make it inoffensive."
«Para la primera película, lo que intentaba hacer era una grandiosa película de miedo con personajes reales. Ellos [los productores de la Warner] no querían personajes. Querían arquetipos y sustos. Escribí el guión. Querían que hiciese un guión mucho más convencional, menos ofensivo. Pero no creo que puedas hacer un auténtico [largometraje basado en un libro de] Stephen King y hacerlo inofensivo.»
¡Susto! ¡Susto!
Cary Fukunaga quería hacer una película de personajes. Los ejecutivos de la Warner querían una peli prefabricada. Fukunaga habla de «arquetipos» cuando debería decir «estereotipos», porque eso es lo que son los miembros del Club de los Perdedores en It, la película: el negro, el gordo, el bocazas, el asmático, el machote y la chavala que les provoca a todos ellos las primeras erecciones. Putos moldes de cadena de producción. El equivalente dramático a la comida basura.

Cary Fukunaga quería rodar It. Los ejecutivos de Warner querían rodar Los Goonies con Pennywise en el lugar de los hermanos Fratelli; y hasta los Goonies tenían más personalidad que Los Perdedores de esta mala adaptación cinematográfica.

Que alguien me explique cómo cojones justificas hacerte con los derechos de una novela cuyo principal atractivo es la profundidad, fuerza y contradicciones de sus personajes y acabas convirtiéndola en otra puta película de sustos.
Los Perdedores de 1990.
Sí, vale, punto para los ejecutivos de Warner: hay unas cuantas escenas de It, la novela, que yo tampoco incluiría en la peli, y que no me cabe duda fueron las primeras de caerse de los borradores del guión (una en concreto es casi inadmisible hoy en día). Pero seguía siendo factible hacer una peli de terror madura, para un público maduro. Salirse de ese esterotipo de que las pelis de terror sólo las van a ver los teenagers a tope de hormonas con la esperanza de arrimar cebolleta a sus asustadizas amigas. A fin y al cabo, después de establecer un formulario para pelis de superhéroes digno de un convento de ursulinas, Deadpool y Logan nos demostraron que era posible hacer pelis de fantoches en mallas clasificadas R. Que el público está preparado para ver algo así.

Pero no. Los cabezas de martillo de WB tienen muy claro qué clase de gente va a ver pelis de miedo y qué esperan ver en ellas: asesinatos de niños sí; sexo entre adolescentes, no. Porque ya sabe todo el mundo que los adolescentes no follan. Mueren a manos de psicópatas, pero no chingan. Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
Los Perdedores de 2017.
Así que estoy dispuesto a jugármela y, a riesgo de equivocarme, decir que sí, que el It de Cary Fukunaga, que ya nunca veremos, habría sido mejor, porque al menos habría sido una película dirigida por un director de cine, no por un puto comité.

Así nos va: películas que se ruedan de una determinada manera en función a los modelos matemáticos que predigan un mejor reparto de beneficios entre los accionistas de la Warner.
Y para los defensores de la miniserie de televisión que se rodó en 1990 con Tim Curry y el niño bonito de Seaquest, (¿Soy el único que, cada vez que aparecía en pantalla, fantaseaba con verlo morir en medio de atroces sufrimientos?) no dejéis que la nostalgia, esa putilla calientapollas, os seduzca con sus andares de choni emporrada: sí, Tim Curry da miedo hasta sin maquillar, pero el It de 1990 era, es y será por siempre jamás una puta mierda vomitiva. Era un truñaco cuando se rodó, era un ñordo cuando se emitió por primera vez y es un mojón hoy en día; efectos especiales de todo a cien, actuaciones de cómo me río de Janeiro, diálogos abominables, situaciones puramente lisérgicas... Que sí, que Tim Curry como Pennywise acojona a Cristo, pero no basta para revalorizar la película, por el mismo motivo por el que Megan Fox puede levantar millones de pollas, pero no levantar Transformers.
Tim Curry sin maquillaje. En serio.
No sé si lo he dejado claro, así que permíteme insistir por última vez:

He ido a ver It y me ha gustado. Incluso me ha gustado mucho.

Y ya estoy deseando que algún día hagan la película del It de Stephen King

Wait a minute... ¿Eso sólo mata cada 27 años y la primera versión para la pantalla es de 1990 y ésta es de 2017? 

Huy huy huy huy huy huy huy...

domingo, 10 de septiembre de 2017

And two hard boiled eggs

Sucede algo muy extraño cuando los editores intentan venderte a un autor al que no conoces. Y no sé si es por falta de imaginación, pereza o simple y llano cinismo.
(Miento: sé perfectamente que es por cinismo)
A ver qué opinas, querido lector:
¡No somos dignos! ¡No somos dignos!
Si eres seguidor de esta bitácora ya sabrás que aquí reverenciamos al bueno de Esteban Rey, autor de la que, si no es la gran novela americana, debería serlo (y de la que nos ocuparemos a la mayor brevedad, aprovechando el reciente estreno de su nueva adaptación cinematográfica). Y no, lo que sigue no es una hemorragia de párrafos con los que justificar esa afición a las noveluchas baratas de horror con bicho. Nos gusta Stephen King y punto.

Y los editores lo saben. Saben que Stephen King tiene un público cautivo que se lee todo o casi todo lo que Steve escribe y a quienes nunca les parece suficiente la extraordinaria productividad del feo más rico de Maine.

Por eso los editores, que lo creas o no también tienen que comer, harían cualquier cosa por hacerse con los derechos de Stephen King o, en su defecto, de su equivalente mexicano no sindicado, y cebar con ellos a los lectores de Stephen King; y por eso los muy ladinos están dispuestos a venderte a cualquier escritor de terror como «el nuevo Stephen King
(O a cualquier escritor de fantasía como «el nuevo Tolkien», a cualquier autora romántica como «la nueva Danielle Steel», a cualquier escritor de novela negra como «el nuevo Elmore Leonard»... y sigue tú, que a mí me da la risa.)
Y ahí es cuando comienzan los problemas.
Nuestra foto favorita de Koontz: pelaso y ¡bigotón!
La primera vez que piqué con este truco de fullero fue con el pobre Dean R. Koontz. Por fortuna, fue la primera y la última. Y mira que soy de los que aprenden despacio, pero esta lección no tuvo nadie necesidad de repetírmela, a Sara Sampaio gracias.

Dean R. Koontz es, como Stephen King, un escritor de terror. Como él, tuvo una infancia jodida (padre alcohólico y hostiador en el caso de Koontz, madre soltera y pobre en el caso de King) en la América de la postguerra. Como Steve, se hizo famoso muy joven y, como Stephen, es un escritor prolífico y de economía más que saneada que ha visto adaptados al cine algunos de sus libros más representativos.

Y ahí se acaban todos sus parecidos con Stephen King.

Te doy mi palabra.
El primer libro de Dean R. Koontz que leí fue Relámpagos. Por supuesto, me vendieron a su autor como «el nuevo Stephen King» (por los cojones nos vendieron a Stephen King como «el nuevo Dean Koontz», que es dos años mayor que él). Por supuesto, era mentira que Koontz fuese el nuevo King. Por supuesto que me cabreó el engaño, pero poco, porque Relámpagos es un libro maravilloso. Tiene absolutamente de todo: una buena redacción, suspense, misterio, viajes en el tiempo, un amor imposible, un antihéroe atormentado, una escritora de toma pan y moja, al mismísimo tío Adolfo regurgitando veneno antisemita y dos huevos duros. ¿Alguien da más?

Pero no era un libro que hubiese podido escribir Stephen King. No se parecía a ninguna de las novelas que Steve había escrito hasta el momento ni a ninguna de las que ha escrito hasta la fecha (salvo tal vez, y pillándola muchísimo por los pelos, 11/22/63).
Me parece que la segunda novela de Dean R. Koontz que leí fue Los servidores del crepúsculo. También me gustó, aunque no tanto como Relámpagos. Tampoco era una novela que podría haber escrito Stephen King. Ni de coña marinera.

Algo empezó a romperse con El lugar maldito o, tal vez, con Los ojos de la oscuridad. La historia me atrapó desde el principio. Los personajes, incluso los más chungos (las gemelas lesbi-incestuosas y el eunuco psicópata), me fascinaron. El suspense me hipnotizó... y en las últimas páginas de la novela apareció el típico personaje odioso, ése que te destripa el misterio, que te explica por qué las cosas son como son... y El lugar maldito se convirtió en una puta mierda. En un libro fallido. Toda la tensión construida en el primer y segundo actos se fue al carajo. Una vez explicado el mecanismo por el cual el protagonista y su familia de depravados recibieron sus poderes, todo lo que hemos leído hasta el momento nos suena a chacota. A burla. A retorcimiento de escroto.

Habría sido mejor no descubrir al hombre tras la cortina.
La casa del trueno es, hasta la fecha, el último libro de Dean R. Koontz que he leído. ¿Por qué? Porque la historia me atrapó desde el principio. Los personajes me fascinaron, incluso cuando comencé a sospechar que el doctor macizo y amistoso no era exactamente trigo limpio. El suspense me hipnotizó... y en las últimas páginas de la novela el doctor macizo me destripó el misterio, me explicó por qué las cosas eran como eran, y La casa del trueno se convirtió en una puta mierda. En un libro fallido. Toda la tensión construida en bla, bla, bla... Anda, sigue tú.

Dejemos una cosa clara: Dean R. Koontz no escribe como Stephen King. Ni siquiera lo intenta. Más allá de que ambos son norteamericanos y comparten una misma adicción a las historias truculentas, los libros de Dean y Steve se parecen tanto como yo a Channing Tatum.
Useáse éste.
No recuerdo haberme sentido chasqueado cuando descubrí el origen de Eso en It. Nunca llegué a saber de dónde recibieron sus poderes Dick Hallorann y Danny Torrance en El resplandor. Nunca llegué a saberlo porque Stephen no me le explicó, y no lo hizo porque, en realidad, no importaba una mierda. Sí sé, porque Steve se tomó la molestia de contármelo, que el matrimonio McGee de Ojos de fuego obtuvo sus dones psíquicos en el transcurso de un siniestro experimento del gobierno. Y compré la idea sin pensármelo dos veces. Y John Smith quizá desarrolló su capacidad predictiva, base del argumento de La zona muerta, en ese accidente jugando al hockey cuando era niño o más tarde, tras su hostión al volante. Cualquiera de las dos me vale. O incluso ambas. Y dos huevos duros.

En todos estos ejemplos que acabo de citar, Stephen King escogió revelar, o no, el misterio, y cuando lo hizo, logró que me lo creyese, que me lo tragase entero y pidiese más. Algo de lo que Dean R. Koontz fue capaz en Relámpagos y Los servidores del crepúsculo pero no así en La casa del trueno y El lugar maldito.

Pero, claro, estamos hablando de un señor que sólo en el año 72 publicó nueve obras. Nueve: Warlock, Time Thieves, Starblood, The Flesh in the Furnace, A Darkness in My Soul, Chase, Children of the Storm, Dance with the Devil y The Dark of Summer. Nueve. Eso es un libro cada cuarenta días. No he podido encontrar la extensión de todas estas novelas (algunas de las cuales parecen más bien relatos largos), pero siendo superconservador y asignándole a las dudosas una media de cien páginas, me sale un total de 1114 páginas sólo en 1972. Tres páginas diarias trabajando sábados, domingos y festivos. Y dos huevos duros.

Tres páginas diarias es una buena media para cualquier escritor. Pero no tres páginas de obra finalizada. Esas tres páginas diarias son lo que (incomprensiblemente en un mundo en el que ya todos los escritores emplean ordenadores y procesadores de texto) se sigue llamando «manuscrito» y no constituye más que la semilla del texto que llegará a la imprenta. Ni siquiera Stephen King publica sus manuscritos tal y como salen de sus desquiciadas meninges. Ese manuscrito no es sino una «copia de trabajo» a partir de la cual se elabora un primer borrador. Si el primer borrador es lo suficientemente bueno, se convierte en la base de un segundo borrador. Incluso de un tercero o un cuarto (para más información acerca del método de trabajo de nuestro amigo Steve, recomiendo este libro). Ése borrador de segunda o tercera generación es el que, si somos inteligentes y tenemos un pequeño círculo social, debemos mostrar a nuestros «lectores cero», un grupo de personas de nuestra confianza, intelectualmente solventes, lectores empedernidos, para que vean todos los errores que se nos han pasado por alto e iluminen los pasajes más oscuros que, en nuestro prepotente alarde de estilo cultureta, hemos vuelto equívocos o directamente incomprensibles. Y, tomando como referencia las indicaciones, notas y quejas de nuestros lectores de confianza, abordamos la redacción del borrador definitivo, el que, salvo pequeños cambios estéticos, será vapuleado, escarnecido y rechazado por editores y agentes literarios.
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Así se escribre una novela. Así lo hago yo. Así lo hace la gente que vive de esto. Así debería hacerse siempre porque ésa es la forma correcta.

Pero resulta muy complicado prestar atención a esos detalles cuando eres capaz de escribir un libro cada cuarenta días. Más de mil cien páginas al año. Parece lógico, porque ¿cómo mantener la calidad con una producción así?

Ahora yo podría tirarme de la moto y acusar a Dean R. Koontz de no haber releído ni corregido La casa del trueno ni El lugar maldito, de haber sucumbido a la presión del mercado (Dean también tiene, como lo tiene Stephen King, un colectivo de fans ansiosos por leer su próximo libro), o haberse dejado pillar por los plazos de entrega, o sufrir una pájara en los últimos capítulos de estas dos novelas (a mí también me pasa, por eso suelo escribir el final de mis libros cuando voy más o menos por la mitad) y haberlas terminado de cualquier manera.

Pero es que no creo que ése sea el caso.

Creo que Stephen King, a quien en una entrevista pidieron su parecer acerca de la obra de su directo rival más famoso, quería decir lo mismo que yo voy a decir a continuación cuando valoró la producción de Koontz con un conservador «Sometimes... just awful.»

Efectivamente. Si las novelas de Koontz son horribles «sólo a veces», eso significa que «a veces» no son «horribles». Incluso, aunque King no llega a decirlo con todas las letras, «a veces» Koontz escribe un Relámpagos, o un Los servidores del crepúsculo. Hostia, a veces ¡el muy cabrón escribe hasta bien!

Entonces ¿por qué Dean R. Koontz es, en opinión de Stephen King y mía, tan irregular? ¿Por qué su obra es «Sometimes... just awful» y sometimes not bad at all? ¿Cómo el mismo hombre es capaz de escribir Relámpagos y El lugar maldito?

Tengo una teoría al respecto.

Mi teoría es que, a veces, Dean R. Koontz tiene buenas historias y, a veces, sólo tiene buenas ideas.

Y dos huevos duros.

Parece un contrasentido, pero no lo es y ya algo de esto hemos apuntado en anteriores entradas de Paratroopersdon'tdie. No todas las buenas ideas se pueden transformar en buenas historias ni todas las buenas historias se pueden transformar en buenas novelas. De hecho, el problema con La casa del trueno y El lugar maldito parece ser precisamente ése: ambas novelas parten de una buena idea, que se desarrolla, sin motivo de queja por nuestra parte, a lo largo del primer y segundo actos... y acaba estrellándose en el tercero, dejándonos con una resolución decepcionante, improvisada y mendaz.
(También es el mismo problema de Cell, de Stephen King, aunque en éste caso la caída en picado comienza mucho antes, concretamente en cuanto el primer zombi emprende el vuelo.)
¿Zombies voladores, Steve? ¡No jodas!
En La casa del trueno, la protagonista, Susan Thorton, sufre un accidente automovilístico y acaba en un hospital de Oregón donde despierta, tras un breve período en coma, malherida y amnésica. Ayudada por el doctor que la atiende, Jeffrey McGee, Susan recupera poco a poco sus recuerdos, especialmente los de un homicidio del que fue testigo durante su segundo año de universidad y por el cual un hombre fue enviado a la cárcel y tres amigos suyos, cómplices del crimen, quedaron en libertad vigilada.

Pero el doctor McGee se muestra tan perplejo como la propia Susan cuando un muro de terror ciego e irracional se interpone entre ella y su memoria cada vez que intenta recordar algún detalle del lugar en el que trabaja... y cuando Susan comienza a ver, en los pasillos del hospital y en su habitación, a esos mismos hombres a los que señaló como asesinos en la sala del tribunal. Hombres que juraron vengarse. Hombres que murieron hace años en su propio accidente de carretera...

Una idea intrigante. Un argumento sugerente. Una historia prometedora...
(Una chica guapa sólo por detrás)
Y entonces llegas a las últimas páginas y descubres que el hospital no está en Oregón, que los fantasmas no son tales fastasmas, que el doctor McGee no es el doctor McGee (y llegados a este punto casi deseas descubrir que ni siquiera Susan Thorton es en realidad Susan Thorton, sino tal vez Chiquito de la Calzada, con lo cual tendrías un argumento digno de Philip K. Dick) y que, muy lejos de una explicación sobrenatural o que, por lo menos, implique viajes en el tiempo, tecnología alienígena, clonación humana o la intervención de Lucifer, que era lo que te estabas esperando... Bueno, querido lector, no te voy a reventar el final. Es más divertido dejar que explote solito en tus narices. Digamos que el desengaño es tan gordo como el día en que descubrí que la rana Gustavo no es más que un trapo verde con la mano de un zoófilo metida por el culo.
Una buena idea. Una mala novela. Y dos huevos duros.

El lugar maldito nos presenta al matrimonio protagonista, Julie y Bobbie Dakota, socios en una agencia de detectives, frente a su caso más extraño: un hombre llamado Frank les contrata implorando protección y para que le encuentren... a él. Frank lo ignora todo acerca de sí mismo: su apellido, su pasado, su domicilio, su trabajo, de dónde viene, adónde va cuando desaparece sin dejar rastro (vamos, como Jason Bourne)... Todo lo que Frank puede aportar como pista es el contenido de sus bolsillos: carnés con su foto y diferentes nombres, dinero y joyas de procedencia desconocida, un bicho rarísimo, mezcla de hormiga y cigarra gigantes, o algo así...  y la seguridad de que alguien, un acechador al parecer omnisciente que siempre parece saber dónde encontrarle, le busca para matarle.

Y otra vez Dean R. Koontz nos guía por esta historia misteriosa y absorbente, página tras página de intriga donde por cada respuesta obtenemos otra pregunta, donde se suceden los asesinatos y misteriosas desapariciones de Frank en un crescendo vertiginoso, donde conocemos poco a poco a la siniestra familia del bueno de Frankie... y donde, una vez más, al final nos dan una patada en el cielo de la boca. Y dos huevos duros.
Dean R. Koontz no es un mal escritor. Lo juro. Relámpagos es una maravilla y Los servidores del crepúsculo tiene un desarrollo impecable y un final tan equívoco y abierto que casi te obliga a releer todo el libro de nuevo, buscando alguna pista que pudieras haber pasado por alto y que te libre de esa terrible sospecha de que, contra toda evidencia, has estado todo el tiempo defendiendo al bando de los malos y, quién sabe si por tu culpa, el villano (el mismísimo Satanás, ¡toma ya!) ha acabado ganando.

Relámpagos y Los servidores del crepúsculo son dos buenas ideas que Dean Koontz («Sometimes... just awful») logró convertir en dos buenas novelas. La casa del trueno y El lugar maldito son dos buenas ideas que Dean fue incapaz de traducir en buenos libros, y no se dio cuenta de ello, o lo hizo pero no tuvo huevos de descartar el material ya escrito y empezar de cero, o los plazos de entrega apretaban, o había facturas del sastre y el lechero por pagar y cualquier dinero es bueno cuando lo necesitas desesperadamente, y en estos dos libros toda la tramoya se derrumba cuando el autor se pone a explicar el truco, desvela el misterio, nos cuenta por qué Frank y sus hermanos tienen esos poderes sobrehumanos y por qué Susan Thorton siente terror cuando intenta pensar en el lugar donde trabaja y por qué ve a su alrededor a personas que deberían estar muertas.

Desde mi punto de vista está muy claro que Koontz sabía muy bien cómo iban a acabar Relámpagos y Los servidores del crepúsculo. No lo tengo tan claro con La casa del trueno y El lugar maldito. En Relámpagos, a mitad del segundo acto se nos desvela el misterio: la razón de que Stefan Krieger no envejezca a lo largo de toda la vida de Laura Shane es que es un viajero en el tiempo que sólo aparece cada vez que Laura está en peligro. Y no pasa nada. La historia está tan bien tramada que asumimos con naturalidad este descubrimiento y seguimos leyendo. La suspensión de la incredulidad no se resiente. Pero tan pronto como nos desvelan el truco de La casa del trueno nos sentimos estafados. El autor no nos proporciona un clímax a la altura de nuestras expectativas, sino que más bien da la impresión de haber alcanzado un estado de pánico categoría «me cago en Dios ¿y ahora qué?» y resuelto la papeleta de forma apresurada, torpe y desganada.
Arthur Conan Doyle se confesaba agotado de tramar nuevos misterios para Sherlock Holmes. Imaginar un caso,  sembrar de pistas parciales y confusas un escenario e interpretar esas evidencias como lo haría Sherlock Holmes requería ser al menos tan inteligente... como Sherlock Holmes. Ese esfuerzo intelectual le resultaba tan gravoso a Conan Doyle que no podemos menos que perdonarle cuando, en algunos de los últimos relatos del detective más famoso de todos los tiempos, con permiso de Batman, se sale por peteneras con algunas deducciones tan traídas por los pelos que producen un poco de vergüenza ajena y un muchísimo de piedad estilo «joder cómo chocheaba el bueno de Artie cuando escribió esto».

Consejito de la señorita Pepis: si no se te ocurre una buena explicación para la magia, no la expliques. Deja al lector preguntándose dónde coño está el puto truco.
La moraleja de esta entrada de Paratroopersdon'tdie es que hace falta ser muy macho para tirar a la papelera doscientas, trescientas o quinientas páginas de novela, pero a veces realmente merece la pena hacerlo antes que escoñar un buen libro con un final falso, improvisado, decepcionante o que, pura y simplemente, no esté a su altura. Ya. Ya sé que suena radical de cojones, pero si lo de escribir fuera fácil todo el mundo lo haría, y en Literatura, decía Chejov, no basta con las buenas intenciones.

Mi opinión es que un escritor (y paradójicamente más aún un escritor de ficción) no puede permitirse nunca el lujo de ser deshonesto. Si somos incapaces de convertir esa buena idea en un buen libro, o un buen relato, lo mejor es dejarla en un cajón. Quién sabe si más adelante podremos recuperarla y darle un acabado digno de ella. Quién sabe si se convertirá en la semilla de algún trabajo distinto. Quién sabe si otro escritor más hábil podrá extraer petróleo donde nosotros no fuimos capaces de encontrar más que mierda. Quién sabe si nuestra viuda se hará de oro vendiendo el manuscrito inédito. Ni todos los lectores ávidos, editores codiciosos o acreedores impacientes deberían justificar enviar al tórculo un libro que nos pasaremos la vida lamentando haber escrito.

Es algo que nos debemos a nosotros mismos. Que le debemos a nuestro público.

Porque hay un paso muy corto entre perderle el respeto a nuestra obra y perdérselo a nuestros lectores. Y ése es un paso que ningún artista debería atreverse a dar.

Y dos huevos duros.