domingo, 27 de agosto de 2017

La culpa de todo la tiene Yoko Ono

Todos tenemos una tía lunática. Suele ser ésa que se ha quedado para vestir santos y tiene fama de lesbiana. Mi tía loca, entre otras idas de olla, se pasó toda mi infancia intentando convencer a mis padres de que habían engendrado a un superdotado. Tamaña chifladura parecía destinada a culpabilizar a mis desdichados progenitores por no joder todas mis tardes, fines de semana y vacaciones enviándome a clases de refuerzo, una academia especial o al laboratorio de un científico loco que estimulase mi presunta inteligencia privilegiada; no fuera a ser que por culpa de unos padres de clase obrera y sin estudios la humanidad se perdiese al próximo Howard Hughes, al próximo Mozart, al próximo Einstein, al próximo Lex Luthor, al próximo Fu Manchú, ¡al próximo Joker!
(Pero la culpa es mía, por la forma en que aprendí a leer. Y no, no voy a contarte cómo aprendí a leer. No ibas a creerme y, además, me da mucho apuro.)
No sé si para hacer callar a la chalada de mi tía la loca, o porque acabasen de creerse sus pajas mentales, mis padres decidieron poner a prueba mis neuronas, ja ja, superiores y me matricularon en un curso estival de iniciación al piano; que, como todo el mundo sabe, es un excelente medio de estimular la creatividad, amén del instrumento que tocan todos los genios y todos los oficiales de las SS.

Cinco añitos tenía yo, o menos.

Conservo neblinosos recuerdos de aquel verano miserablemente desperdiciado y casi todos ellos giran en torno a mis carreras por el aula de música, donde nadie, especialmente el profesor, me hacía ni repajolero caso. También recuerdo con claridad haber intentado descifrar varias veces el libro de solfeo, que para mí estaba escrito en chino y al revés. Finalmente, recuerdo muy bien al profesor de música, en las postrimerías del cursillo, sentándome sobre sus rodillas e intentando enseñarme el do-re-mí. Dedicó no mucho más de diez minutos a tan titánica tarea y, puesto que fracasé miserablemente en producir algo remotamente parecido a música, se metió en el bolsillo la última cuota y les dijo a mis padres no sólo que yo no valía para eso del piano, sino que, desde sus veinte años de experiencia docente, tenía razones para pensar que el autor de estas líneas era un poquito oligofrénico.

(Estamos en paz: yo tengo sobradas razones para  afirmar que él era un cínico, un ladrón y un hijo de la grandísima puerca.)
Pero, como suele decirse, ¿es puta o no es puta? O sea, ¿soy tan listo como afirmaba mi tía chiflada o tan burro como aseguraba el profesor de piano?

Pues, como suele decirse, doctores tiene la Iglesia.

El primer test de inteligencia me lo hicieron a los diez u once años. Era una prueba de aptitudes de razonamiento, de ésas que ponen a prueba las capacidades de análisis y lógica del examinando. A lo largo de varias páginas, el test ofrecía varias series de figuras geométricas cada vez más complicadas y tú tenías que escoger, entre varias opciones, la  que creías que continuaba la serie.

Se supone que le hicieron ese mismo examen a todos los críos de mi curso. Sea o no cierto, un vecino mío y yo conseguimos la puntuación más alta, idéntica nota hasta el último decimal. De acuerdo con esos resultados, mi vecino y yo somos unos putos genios. Unos auténticos superdotados. Si la puntuación máxima era diez, nosotros habíamos conseguido un ocho y medio u ocho setenta y cinco. A un paso de la Stevejobsidad.

En las postrimerías de la pubertad me hicieron otro test. Éste era de aptitudes numéricas, o sea pequeños problemas de cálculo, resolución de series numéricas (como el test de figuras que he descrito más arriba, pero con números) e identificación de soluciones erróneas en pequeños problemas aritméticos.

De acuerdo a los resultados de ese test, mi inteligencia es un poco superior a la media, pero no tanto como para ir por la vida sacando pecho y marcando paquete. Si la gente «normal» (tomando la palabra con todas la humildad posible en un escritor) puntuaría en esa prueba con un cinco sobre diez, yo habría obtenido un seis con cinco, seis con setenta y cinco. Alto, pero en absoluto el derroche de inteligencia que sugería el primer test.

El tercer test al que quiero hacer referencia (no el tercero, ni el último, que hice) lo sufrí en una entrevista de trabajo y combinaba varios tipos de ítems: apitudes de razonamiento, numéricas, lingüisticas (o sea pruebas de vocabulario y ortografía, comprensión lectora, sugerencia o identificación de sinónimos y antónimos...) y preguntas de cultura general. En teoría, era el más completo de los tres.

Según el resultado de esta prueba, soy subnormal profundo.


Va en serio. Di una puntuación ligeramente inferior a la media prevista para el test. Si la media era cinco, yo estaba en un cuatro y medio raspado, y esas cinco décimas me las habían dado por escribir correctamente mi nombre.
«Pero, macho, ¿qué coño fue lo que pasó?»
Yo también me lo pregunto.

Sé que el primer test era divertido y con una curva de dificultad muy suave. Hacerlo fue como un juego. Las pruebas iban siendo cada vez más difíciles y, si las primeras preguntas las resolví casi sin mirarlas, las últimas ya me exigieron concentración y algo de tiempo.

Sé que el segundo test tenía bicho. Pese a lo que puedan sugerir mis notas de primaria, a mí las Matemáticas nunca me han gustado ni se me han dado particularmente bien. A medida que progresaba en mi formación académica y descubría nuevos y más complejos conceptos matemáticos, cada vez más abstractos y alejados de la experiencia cotidiana, les llegué a coger un poco de manía que, por obra y gracia de un par de profesores de mi instituto, tan exigentes evaluadores como ineptos docentes, se convirtió en odio visceral.


Lo sé, lo sé: nada de esto debería, a priori, impedirme manejar con relativa soltura conceptos matemáticos sencillos, como los que supuestamente recogería esta prueba de inteligencia...

...pero es que, insisto, tenía bicho. No recuerdo la prueba con precisión, pero, por ejemplo, ante una pregunta tal que así:

a) ¿Qué tienen en común los siguientes números? 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13...
Mi respuesta habría sido: «pues que es una serie de Fibonacci. Cada número es la suma de los dos anteriores.»

Y mi respuesta habría sido registrada como un fallo por el encargado de puntuar el test. Yo había visto la relación entre esa cadena de cifras y ofrecido una respuesta correcta. Incluso habría demostrado tener un conocimiento (la serie de Fibonacci) que no suele manejar la gente «de a pie» en su día a día; pero nada de esto estaba contemplado por los autores del test, que sólo concebían una solución válida a esta pregunta: «son todos números enteros» o «son todos números naturales». Cualquier otra posibilidad se consideraba un error.

Y había al menos otra docena de ítems «con bicho». En otra de ellas, mi respuesta fue que el segundo número era el doble del primero más uno, el tercero el doble del segundo más dos... y así sucesivamente. Era cierto, pero también fue puntuada como un fallo.


¡Que no punda el cánico!
Por último, sé que las personas que diseñaron el tercer test sólo tenían un objetivo en mente: demostrarte que, por listo que fueses, no lo eras más que ellos. Esta yincana mental estaba trufada de preguntas trampa deliberadamente enrevesadas que produjeron en mí un estupor mental próximo al satori o al kolinahr. Preguntas del estilo de «¿Podrías casarte con el cuñado del primo hermano del tío del hermanastro segundo del sobrino nieto del bisabuelo político de tu hijastro?», o algo parecido, y resulta que no, que no podías casarte porque eras tú mismo. Y ésa era de las fáciles.

No sé si el tercer test servía para cuantificar mi inteligencia o la de nadie, pero sí era un perfecto barómetro del cabronismo de sus creadores. Literalmente se salían de la escala del cabrómetro.

«¡Que aún no me has dicho si es puta o no es puta!»
A ver si esto te ayuda:
A mí los test de inteligencia es que me persiguen. En serio, no los busco yo, ellos me encuentran a mí. Éste que me dispongo a compartir contigo es obra del matemático Presh Talwalkar, licenciado en Economía y Matemáticas por Stanford, y fue previamente distribuido por Facebú. Me llegó a mi cuenta de correo basura. El desafío era descubrir cuál es la relación entre estos números y el motivo por el cual el resultado a estas, en apariencia, simples operaciones matemáticas es tan sospechoso y atchonburístico:
  6 + 4 = 210
  9 + 2 = 711
  8 + 5 = 313
  5 + 2 = 37
  7 + 6 = 113
  9 + 8 = 117
10 + 6 = 416
15 + 3 = 1218
Se supone que si resuelves el problema, tienes como mínimo un 150 de c.i., vamos que eres el puto máster del universo, vas a triunfar como un cabrón, hacerte milmillonario antes de los treinta, dar conferencias TED acerca de lo mucho que mola ser tú y contemplar, desde la solana de tu mansión diseñada por Frank Gehry, cómo las Saras Sampaio de la vida se sacan los ojos las unas a las otras, en plan Los juegos del hambre, por ganarse el privilegio de comerte el nabo.

La prensa oral y escrita se llenó hace cosa de un año de apocalípticos titulares sobre las presuntas cualidades mágicas de este test reservado para genios, lo que sólo puede significar que el mundo, como siempre he temido, está lleno de imbéciles... porque no vas a convencerme de que resolver el juego del señor Talwalkar es prueba suficiente de que mi cerebro es (¡pffffffffffffffjajajajá!) mejor que el tuyo.

Y te prometo (no tienes por qué creerme pero te lo prometo igual) que no busqué la solución en Google; por una razón muy sencilla: no me hizo falta.

Para desenmascarar a los chulopiscionas que impostaban haber resuelto su test, el mismo Talwalkar le dio una vuelta de tuerca al mecanismo proponiendo un nuevo acertijo que no resolverás si no has comprendido su funcionamiento:
si 6 + 4 = 210
   ? + ?? = 123
Como yo no mentí ni hice trampas, vi en seguida que la solución a esa ecuación es: 12 + 11.
(Y seguro que tú también la has visto en el acto porque esta bitácora sólo atrae a lectores muy inteligentes. Y guapos, además.)
¿Quiere decir eso que soy un genio, capaz de hacerlo todo excepcionalmente bien?

Pero ¿cómo puedes hacerme esa pregunta? ¿Tú sabes de algún genio con catorce órdenes de alejamiento de Sara Sampaio? ¡Genio es el tío que la está empotrando ahora mismo, a pelo, analmente y con saña, mientras tú y yo perdemos el tiempo con esta mierda de bitácora!

«Bueno, pero hiciste bien el test del tío ése del nombre impronunciable, ¿no?»

Lo hice.
«¿Eso no prueba nada? ¿No demuestra que eres inteligente de alguna manera?»

Hombre, te diré: en 1983 un señor llamado Howard Gardner (que, la verdad, en sus fotos no luce muy espabilado), profesor de Harvard, postuló la polémica tesis de que no existen una, sino al menos ocho y tal vez nueve tipos diferentes de inteligencia (lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, corporal-cinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista). Y tenía sentido. A fin y al cabo, y dado que la inteligencia no es más que el potencial de proceso de información, ésta teoría explicaría por qué hay gente que es muy buena en Matemáticas y unos completos negados en lenguaje, por qué los resultados de mis tres test de inteligencia eran tan dispares o por qué Amy Winehouse escribía esas maravillosas canciones y luego en las entrevistas hablaba como una choni emporrada fruto de un incesto padre-hijanieta.

Para los psicólogos, no obstante, Howard Gardner no tiene autoridad alguna y su teoría de las inteligencias múltiples es un Ron Jeremy sin evidencia científica.


Sin embargo, pensé mucho en Gardner durante mi primer año en la escuela de Arte.

Aunque pensé mucho más en su puta madre.
Lo creas o no, es un sex-symbol.
Recuerdo perfectamente la ilusión con la cual, años ha, entré en el taller de madera de la Escuela de Artes y Oficios de Santiago de Compostela. Estaba como un crío en la mañana de Navidad. Aprender los secretos de los ebanistas era una antigua aspiración mía desde niño, cuando con mis torpes mañas me hacía espadas y pistolas de madera con las que jugar. Desde el primer momento no quise saber nada de los otros tres talleres de la escuela. Para mí, era madera o nada.

Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que los profesores de talla en madera no estaban en absoluto interesados en enseñarme a tallar la madera. Ni ninguna otra cosa de provecho.

En mi primer día me dieron una caja de gubias sucias, romas y oxidadas, una aceitera y un trozo mugriento de Scotch Brite y me dijeron que limpiase las herramientas, cosa que hice como Dios me dio a entender. Si había una forma «académica» de frotar el acero con el estropajo, pasaron olímpicamente de enseñármela. A continuación me pusieron delante un trozo de abedul, un modelo geométrico en escayola y poco menos que me dijeron «búscate la vida.»

Yes, they are.
El resultado sólo podía ser un desastre, y lo fue. A pesar de mis pinitos infantiles como espadero maderero, yo no tenía ni idea de talla artística. Había escogido el taller de madera precisamente para aprender la técnica. Aquel primer ejercicio lo destrocé. ¿Qué esperabas? Cada vez que uno de los dos maestros se acercaba a mí, me señalaba lo que estaba haciendo mal, me quitaba la maza y la gubia, lo corregía y me ordenaba continuar solo. Poco después se acercaba el otro, me señalaba lo que su compañero acababa de arreglar, me decía que estaba mal hecho, «corregía» el resto de la pieza hasta dejarla simétrica y vuelta a empezar.

En mis nueve meses lectivos en el taller de madera perforé siete pedazos de abedul hasta llegar al banco de trabajo. En mis nueve meses, jamás me enseñaron nada. No oí consejos ni me impartieron lecciones; eso sí, los profesores se cansaron de repetirme que había otros talleres en la escuela, que seguro que en Vaciado o en Policromía me iban a acoger con los brazos abiertos... Pero yo, cabezón que soy, quería demostrarles a aquellos dos cabrones que tenía perfecto derecho a estar allí, que no pensaba irme derrotado, que les iba a obligar a enseñarme a tallar madera o, si no lo conseguía, iba a aprender yo solito.

Al acabar el curso me estaba esperando un rosco como una plaza de toros. Aunque yo había adquirido, a fuerza de perserverar, una cierta técnica autodidacta y mis últimos ejercicios ya no daban vergüenza ajena (es más: mostraban una cierta evolución positiva que me llenaba de orgullo) nada de eso fue valorado por los profesores del taller. Me catearon y punto.

Había entrado en el taller de madera con la estúpida pretensión de que me enseñasen a tallar la madera.

Me fui de allí sabiendo lo mismo de talla en madera que sabía al entrar: o sea un cagarro como una casa.

Como el profesor de piano de mi infancia, estos dos maestros de ebanistería me hicieron responsable de no haber aprendido nada de lo que ellos no habían hecho el menor esfuerzo por enseñarme. Como el profesor de piano, dijeron que yo no servía para tallar madera, que nunca aprendería, que no tenía sentido intentar enseñarme la técnica y, lo que sólo se puede considerar clarividencia, que ni me molestase en presentarme al examen de septiembre, porque no tenían intención de aprobarme hiciera lo que hiciese.

(Mis padres, que habían ido a informarse sobre mis evidentes problemas con la talla en madera, salieron de aquella reunión santiguándose como si hubiesen visto a Lucifer.)
«¡Vas a cateaaaar, ja ja ja ja já!»
Tan clarinete tenían los profesores de madera que yo era un puto ful, que un día, al verme afilar una gubia, me cayó una bronca espectacular por hacerlo mal y pasaron media tarde enseñándome el procedimiento «correcto». Y si les hubiese dicho a cualquiera de los dos que mi padre me había enseñado a afilar cuchillos y otras herramientas cortantes, me habrían espetado en la cara que mi padre no tenía ni repajolera idea.
(Fue muy significativo descubrir que las gubias que yo había afilado «mal» cortaban mucho mejor y retenían el filo durante mucho más tiempo que las gubias que el maestro de talla había afilado «bien».)
¿Significan estas dos experiencias que yo no sirvo para la ebanistería, que nunca aprenderé a tallar la madera? ¿Que la música no es ni podrá ser nunca lo mío? ¿Que jamás aprenderé a tocar el piano? ¿Que mi inteligencia, en caso de poseerla (nadie me ha aportado aún pruebas sólidas al respecto) no me permite aprender a tocar un instrumento musical o tallar la madera, sino que está especializada en otro tipo de tareas de la clasificación propuesta por Gardner?

Pues no lo sé, la verdad. Después del desengaño le cogí a la madera un asco que superaba incluso el que le tengo a las Matemáticas, y no volví a empuñar una gubia ni una maza en mi vida. Además, ya habíamos dicho que Gardner está totalmente desacreditado por sus colegas.

Pero precisamente el mero hecho de haberme rendido con la madera y con el piano sea toda la respuesta que necesito.
«¿Se puede saber de una reputísima vez adónde quieres llevarme?»
Ah, ya sabía yo que si te daba tiempo llegarías tú solito a la conclusión de que toda esta parrafada no era más que una de mis famosas y patentadas introducciones largas a un tema probablemente banal, risible e intrascendente. Marca registrada.

El tema, esta vez, es el Arte y sus límites.
«Ah, ¿Es que el Arte debe tener límites?»
Sí.

Porque hay una fina linea roja a partir de la cual el Arte deja de ser Arte.

Yo he visto en una exposición,
dentro de vitrinas, cadáveres putrefactos de animales arrollados en la autovía.

Aquello no era arte, era un atropello a la higiene y a las más elementales leyes de sanidad, un insulto al buen gusto y una puta marranada digna del psicópata de un cuento escrito por Clive Barker.


«Lo del piercing es que crea adicción, tú.»
Aunque las urnas estaban selladas con silicona de la de pegar ventanas, aquellos despojos se estaban corrompiendo ante mí. Incluso me dio la sensación de que apestaban un poco (quizá fuese autosugestión). 

El responsable de aquel despropósito no debería haber entrado jamás en un museo. Debería haber sido ingresado en una institución apropiada, con paredes acolchadas y buenos barrotes en las ventanas. Pero ¿de dónde sacó los cojones para hacer algo así y llamarlo «Arte»?

La culpa de todo la tiene Yoko Ono.

(Y el espíritu de Lennon que le sale por los poros.)
Bueno, en realidad, la culpa de todo la tiene Marcel Duchamp, que en 1917 robó un mingitorio, le dio la vuelta, le puso de título La fuente y dijo «esto es Arte». Dicen sus hagiógrafos que el pobre Duchamp («el santo de los mediocres», en benévola definición de la crítica de arte Avelina Lésper, de la que estamos a punto de enamorarnos) no pretendía sentar un precedente, sino todo lo contrario: protestar contra la banalidad y vacuidad del arte moderno, donde ya no se exige el dominio de una técnica, ni un esfuerzo intelectual, ni presentar un mensaje legible, ni siquiera se exige comprensión del código del arte, ¡no digamos ya talento! Basta con darle la vuelta a un meódromo y explicar que es una representación de la lucha del hombre contra la insoportable levedad paradigmática de las flatulencias bibliográficas cosmosexuales.
Increíble, ¿verdad?
«O sea, que si yo cuelgo boca abajo un Miró (algo que le puede pasar a cualquiera) ¿estoy creando una obra nueva y puedo reivindicarla como mía?»
No. Sigue siendo un Miró. Y seguro que los abogados de sus herederos están de acuerdo conmigo.
«Ah, ya lo pillo. Entonces puedo coger el trabajo de otra persona, modificarlo y sacarlo de contexto y presentarlo como obra de arte mía siempre y cuando me asegure primero de que no me va a caer una demanda. ¿Es eso?»
Pues no. Es el mismo problema. En este caso no estarías creando nada. Te estarías apropiando del trabajo de otra persona. Coger un objeto diseñado o manufactorado por otro, estuviese o no dicho objeto destinado a un propósito artístico, sacarlo de contexto o modificarlo y presentarlo como obra tuya no lo convierte en Arte ni a ti en un artista. Lo que hicieron los hermanos Chapman hace casi quince años con unos grabados de Goya no es Arte. Es vandalismo. Por esa misma regla de tres, el chotas que destrozó a martillazos La piedad de Miguel Ángel no era un desequilibrado, sino un escultor.

Relato sin técnica es igual a nada. No es Arte.



Técnica sin esfuerzo es igual a nada. No es Arte.


Esfuerzo y técnica sin relato son iguales a nada. No es Arte.


Esfuerzo, técnica y relato sin trascendencia no es Arte.

Sabes que el Arte es Arte porque lo sacas de contexto y sigue siendo Arte.

Al urinario de Duchamp le das la vuelta y vuelve a ser un urinario.

Lo sacas a la calle, lo dejas en la acera y se lo lleva el camión de la basura.

¿Pero si lo metes en una galería y le pegas una etiqueta con el título se convierte en una obra maestra?



¡Amos anda!
Galería de Arte Moderno.
El urinario al revés no era, no es, nunca será Arte y Duchamp lo sabía.

¿Entonces por qué intentó presentarlo como Arte?

Porque aquel día Duchamp estaba desganado y hacer Arte es difícil de cojones.


«Después de mí, que el fuego arrase la tierra»

Puede que Duchamp no fuese consciente de que estaba abriendo la caja de Pandora, pero yo personalmente no voy a apiadarme de él. Duchamp se sacó una porrada de pasta vendiendo urinarios de segunda mano a coleccionistas sin cultura artística y con el buen gusto en el orto.

Porque si el urinario de Duchamp es Arte, entonces cualquier cosa es Arte y cualquiera puede ser un artista sin talento, sin esfuerzo y sin relato. Cualquiera puede ser uno de los hermanos Chapman. Y entonces es cuando cualquiera se proclama artista. Sin necesidad de dominar la técnica ni comprender el código de su Arte, ni tener un relato que comunicar, ni sensibilidad, ni talento, y este último está especialmente mal repartido. ¡Si lo sabré yo!
Los desastres de la guerra según los hermanos Chapman.
Hay gente que se llama a sí misma «artista» y que no tiene ánimos ni para levantar sus huevazos del sofá de papá y mamá, no digamos ya para hacer Arte. Y esto es posible porque se ha instalado entre nosotros la idea de que el Arte no requiere talento, ni técnica, ni sensibilidad, ni esfuerzo, ¡ni inteligencia! La idea perversa de que basta con darle la vuelta a un urinario para convertirte en un Duchamp o pintarrajear la obra de otros para ser aceptado en la familia Chapman. La perniciosa y falaz idea de que se puede ser artista con sólo desearlo, algo que jamás nadie se atrevió a decir de los fontaneros, los pilotos de avión o los cirujanos, salvando las distancias.

Y, así, Ahorasoyunartista, un berzotas con el que fui al instituto y que entró en la facultad de Bellas Artes sin saber dibujar ni pintar, puede salir de Bellas Artes sin saber dibujar ni pintar y con una media de sobresaliente.
Fardar no es un superpoder.
¡Ahorasoyunartista, el tipo que pegó fotocopias de un cómic de Estela Plateada en un lienzo en blanco y lo presentó a un certamen de pintura! Con dos cojones. Ganas de denunciarlo a los abogados de Marvel no me faltaron. Motivos, tampoco.

Eso sí, desde que Ahorasoyunartista pagó la matrícula en Bellas Artes más te valía no dirigirle la palabra ni toser a su lado. Que ahora era un artista...

Repito: aún no había aprendido nada (a la vista de su «obra»... Perdón, que me ha venido una arcada; a la vista de las evidencias, decía, sospecho que nunca llegó a aprender). Ni siquiera había ido aún a clase. Sólo había pagado la matrícula del Primer Curso. Y con eso ya exigía que le considerasen un artista.

Unos cojones como bombonas de butano, y punto.
O incluso de propano.
Este relativismo hipócrita que denuncio tiene como fin banalizar el talento, castigar la creatividad, aniquilar el juicio crítico, menospreciar la tradición (que en el arte no es inmovilismo, sino fundamento, clave de bóveda, piedra angular en el sentido de «tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam»), fomentar la molicie, sodomizar la inteligencia y deificar la mediocridad.

Si «todo es arte» y si «todo el mundo puede ser un artista» con sólo pagar la matrícula de Bellas Artes, o sea sin esfuerzo, sin trabajo, sin talento, sin técnica y sin cerebro, entonces nadie es artista y una de las expresiones fundacionales de la civilización, el más poderoso motor de la cultura, la más pura y antigua forma de comunicación y el más efectivo medio docente de nuestros abuelos queda mellado, oxidado, roto. Si cualquier vago diletante puede pegar la fotocopia de un tebeo sobre un lienzo en blanco, darle barniz por encima y ser aceptado en el Parnaso, entonces el arte es una engañifa, una payasada, una burla, un fraude, y los artistas los sumos sacerdotes de la nada más desoladora.
(Y efectivamente, cualquiera que haya leído diez páginas de El código da Vinci puede afirmar sin temor a equivocarse «¡pero si esto lo hago yo con la punta del ciruelo!»)
Este fenómeno perverso de banalización del Arte tuvo su origen en la revolución industrial, a partir de la cual se acuñaron muchas fortunas plebeyas. Antiguamente sólo la aristocracia y el clero podían permitirse comprar Arte y patrocinar a artistas y, al menos en el caso de buena parte del alto clero (nobles decadentes y analfabetos los ha habido siempre), además eran los estamentos mejor formados para comprender en toda su plenitud las obras artísticas. Por eso durante siglos el Arte fue casi exclusivamente «Arte Sacro», y punto en boca.
(Nada de esto quiere decir en absoluto que los iletrados siervos de la gleba no entiendesen el Arte. Muy al contrario: era su única forma de acceso a la cultura y, además, para escarnio de los modernos galeristas, podían comprenderlo sin necesidad de un doctorado en Psicología de la Imagen.)
La mecanización primero y la electrificación después, padre y madre del recién nacido capitalismo apadrinado por los nuevos instrumentos financieros, provocaron una inflación de burgueses acomodados e industriales pastosos ávidos por construirse una conciencia de clase y marcar distancias con los proletarios de uñas sucias. El Arte seguía siendo una forma accesible de exhibir tu fortuna. El Arte compraba prestigio social, te equiparaba a los Medici aunque hubieses amasado tu fortuna con la mancebía, el tráfico de opio o la trata de negros.
¿Cambio climático? ¿Qué es eso?
Pero, en la era de la máquina de vapor y el acero, pura y simplemente había más ricos que obras de Arte en el mercado. Y para satisfacer la demanda de estos apirolados millonarios surgieron en el siglo XX los primeros impostores artísticos, los apóstoles del peor Arte Moderno, responsables de algunas de las más bajas tretas de la historia de la cultura.

Cualquiera podía ver que aquella morralla vanguardista no era Arte de verdad, así que, para revalorizar esos truños, esos cagarros desganados y sin mérito, era necesario degradar las obras, el talento y el esfuerzo de los artistas a los que pretendian desplazar. Y eso pasaba por degradar el Arte mismo. Así es como acaba Duchamp dándole la vuelta a un meódromo o los Chapman vandalizando los grabados de Goya y Yoko Ono (y el espíritu de Lennon que le sale por los poros) convocando a la prensa en un museo para que la oigan gritar a un micrófono como una histérica con hemorroides expulsando un mojón de wasabi.

He contado una vez de que casi acabo en una reyerta con un talibán de Jackson Pollock.


¿Que por qué desprecio al buenazo de Jack?


Porque Jackson Pollock tiraba al suelo sus lienzos, mojaba una brocha en pintura y dejaba que gotease sobre la tela. Un poco de rojo aquí. Otro poco de amarillo allá. Un churretón de verde allá.
Tal que así.
De haber sido escritor, Jackson Pollock habría recortado titulares de periódicos, letra por letra, los habría tirado al aire, habría recogido del suelo algunos de ellos, al azar, y los habría pegado en las páginas de un libro en blanco, en cualquier posición y en cualquier orden, sin molestarse en intentar formar palabras, frases o párrafos, y habría tenido los alcohólicos y bipolares testículos de llamarle a eso «Literatura.»


¿Cómo fue posible que surgieran «artistas» como Jackson Pollock?

Porque los Guggenheim (fortuna procedente de la minería y la siderurgia), que como los todos los nuevos ricos estaban convencidos de que el dinero lo compra todo, hasta el buen gusto (si tienes dinero nadie se atrever a decirte a la feis que tienes mal gusto), querían arrebatar a Europa la bandera de capital mundial de la vanguardia artística. Por eso patrocinaron a ineptos pintamonas como Pollock y especularon al alza con el valor en galería de sus espantajos. Y todo porque aún no se había inventado el Concorde y a Peggy Guggenheim le daba mucha pereza viajar a París para enterarse de lo que lo estaba petando en ese momento en el mundillo cultura, así que decidió llevarse París a casa; que en las butacas de su camarote de primera clase en el transatlántico le sudaba cosa mala su privilegiado chocho semita y luego olía mal.

Pollock no pintaba sus cuadros. Los cuadros de Pollock los pintaban el azar y la gravedad. Su obra puede ser un excelente objeto de estudio para un matemático interesado en la teoría del caos, pero, si eso es arte, mis cojones en una fría madrugada de noviembre son la puta Capilla Sixtina.

«¡Pero si los cuadros de Pollock se venden por un carajal de lana!»

Fíjate que también la excusa de Jake y Dinos Chapman para profanar una serie de grabados de Goya fue que la habían comprado por cuatro duros y, una vez profanada, revendido por un pastizal. Es decir, se habían cargado una obra clásica porque había un soplapollas dispuesto a pagar mucha guita por ello; razonamiento puramente materialista, divorciado de cualquier propósito expresivo, creativo o artístico, que justifica otros negocios infames como la  pornografía infantil, las snuff movies o el sicariato.

Qué curioso: Pollock, que pintaba sus cuadros con la pollack, murió rico, mientras que Van Gogh, que era un puto monstruo, la dobló lleno de roña y en la más absoluta miseria.
Cuando la única motivación del «Arte» es la clasista satisfacción de la vanidad de un plutócrata o el cínico rendimiento económico del «artista», no hay Arte, ni artista, ni puntas de carallo.

Creo sinceramente que es posible enseñar a alguien a escribir bien, al igual que es posible enseñar a alguien a dibujar bien, a tallar bien la madera, a tocar correctamente el piano... A fin y al cabo, se trata de aprender una técnica, y toda técnica interiorizada por un ser humano (sin taras físicas ni intelectuales) debería ser transferible sin dificultades a otro ser humano (sin taras físicas ni intelectuales).

También creo que aprender una técnica no te convierte en un artista. Podemos aprender a escribir bien, pero no todos nos convertiremos en Joseph Conrad. Podemos aprender a dibujar bien y aun así no le llegaremos ni a la altura de las pantuflas a Alberto Durero. Podemos aprender a tocar el piano sin hacernos la picha un lío con la digitación ni las escalas y nunca, nunca, nunca seremos Glenn Gould. La técnica nunca puede proporcionarnos el talento.

¿Y sabes otra cosa? No se puede adquirir ninguna técnica sin esfuerzo. No se aprende a escribir, dibujar, tocar el piano, tallar la madera, sin trabajo. Tengas o no talento, y es más que probable que no lo tengas, jamás dominarás la técnica si no te implicas, si no te esfuerzas, si no la seduces, si no te la trabajas, si no haces el amor con ella. Y eso lleva tiempo. Trabajo. Esfuerzo. Disciplina.

Pero tranquilo, si todas esas palabras son para ti sinónimos de «fascismo», tengo buenas noticias: siempre puedes ser el próximo Duchamp.
O el próximo Pollock. ¿Poll qué nock?
O el próximo Dan Brown, un señor al que se le metió entre los cuernos escribir un libro y no permitió que le desanimasen su notoria falta de talento, energía e inteligencia, su pobre dominio de la técnica narrativa (si es que tiene alguno), su más que escarnecedor desprecio a las entendederas de sus lectores y su evidente pereza a la hora de usar una puta enciclopedia.
(O la ignominiosa evidencia de que, por tener, ni siquiera tenía un relato propio.)

Como te he contado al principio de esta entrada, yo mismo he fracasado varias veces a la hora de aprender diversas técnicas. Nunca llegué a aprender a tocar el piano. Nunca aprendí a tallar madera, y, aunque he citado dos ejemplos en los cuales las personas responsables de enseñarme la técnica pasaron olímpicamente de intentarlo siquiera, son igualmente válidos como modelos de estudio: yo no estaba en absoluto dotado para el piano (lo cual no significa que no hubiese podido aprender la técnica, con un profesor adecuado y un firme compromiso por mi parte, trabajo, prácticas diarias y esfuerzo), yo no estaba dotado para la talla en madera y quizá la mejor prueba de ello es lo fácil que les fue, a dos profesores tan exigentes como ineptos, desanimarme de ambas actividades.

«Vale, me rindo: entonces ¿de qué va esto?»
Te lo voy a dejar masticadito para que no te atragantes:

Esto va de que el Arte es algo que puedes dejar en la acera sin temor a que se lo lleve el camión de la basura, es algo que todo el mundo puede reconocer como Arte y de lo que, mientras haya hombres, se seguirán acordando.



Esto va de que ya estamos limitados por nuestro talento, o ausencia del mismo (no en vano es una de las cosas más escasas del universo), así que no tiene sentido ponernos más límites. Para un artista, ya es lo bastante jodido no tener talento, o no tener el suficiente. Imagínate intentar hacer Arte sin esfuerzo, sin sacrificio, sin mensaje, sin disciplina, sin inteligencia. Puedes intentarlo, pero no será Arte. Será un Duchamp. Será un Pollock. Un Yoko Ono.
Nunca pintarás un Rembrandt, pero deberías aspirar al mismo dominio de la técnica que tenía él.
Esto va de que el profesor de piano y los profesores de talla en madera me negaron cualquier asomo de talento en sus especialidades, probablemente nada más verme, y me hicieron el vacío desde el minuto uno.

¿Y sabes una cosa?, creo que los muy cabritos hicieron bien.

A fin y al cabo aquí estoy, escribiendo una bitácora on-line, con entradas sumamente largas y algo descuidadas (en una época en la que tener una bitácora en Internet ya no está de moda, y por lo tanto nadie las lee), acerca de libros, acerca de escribir, narrar, publicar. No escribo sobre mis clases de piano. No subo partituras con mis últimas prácticas, ni fotos de mis esculturas y relieves, ni recomiendo marcas de gubias, mazos y formones, ni doy consejos sobre tipos de madera.

Escribo sobre escribir. Y escribo, al margen de escribir sobre escribir: escribo cuentos, novelas, algún que otro poema. Y leo. Leo muchísimo. Cuarenta o cincuenta libros al año, y pocos me parecen.

Esto va de que todavía no he encontrado a nadie que me dijese a la cara que no sé escribir, que no valgo para escribir, que no debería intentar escribir porque nunca lo haré bien, que no tengo ni vocación ni talento, que soy un perezoso y un fatuo que, cada vez que se sienta ante la página en blanco, desperdicia unas irrecuperables horas de su vida que estarían mejor empleadas en cualquier otra actividad. Cagar, por ejemplo.

Pero sé muy bien lo que le diría a esa persona:
Cómeme la polla a dos carrillos. Cabrón.
Siéntate aquí, que vas a ver París.
Y a ésto nos conduce la introducción larga al tema probablemente banal, risible e intrascendente® de hoy.

Porque aunque bastó una mala experiencia infantil para hacerme desistir de cualquier pretensión musical, porque aunque tras nueve meses de bullying escolar encabezado por mis propios maestros renuncié a cualquier sueño de llegar un día a dominar la técnica del ebanista, no hay fuerza en este puto mundo capaz de hacerme dejar de escribir.

Porque se me ocurren nuevas historias cada día.
(Así que tengo un relato.)
Porque con cada frase y cada párrafo procuro superarme a mí mismo.
(Así que me esfuerzo por dominar la técnica.)
Porque todavía no he renunciado a dominar el Arte y tal vez un día, siquiera por accidente, alcanzar la verdadera literatura.
(Lo cual llevaría a mi obra hasta la trascendencia, o sea, la haría perdurar en el tiempo.)
Porque escribo todos los putos días, salvo fuerza mayor que me lo impida. Y, cuando no puedo plantarme delante de mis manuscritos o de la pantalla de mi ordenador, escribo los párrafos, los capítulos que tenían previsto abordar ese día, en mi calva y dura cabezota.

Porque sigo sin atreverme a creer que tenga el menor talento, pero lucho con cada palabra para conquistarlo.

Porque soy un escritor. Escribir no es lo que hago. Es lo que soy.

Porque cortejo al Arte con cada página.

Porque cada mañana mi primer pensamiento es qué voy a hacer ese día para mostrarme digno de él.

Porque me sobran cojones para convertirme, y sé que te jode oírme decir esto, en un artista.
(Algo que tú, holgazán desdeñoso, inepto y pagado de ti mismo, no serás jamás.)
Porque, y ya acabo, ni soy, ni he sido nunca y lucho con todas mis fuerzas por evitar convertirme un día en, la próxima Yoko Ono.
¡Ella tiene la culpa! (Y el espíritu de Lennon etcétera)
___________________________________________________________________________

Postdata: «te malcrío, querido lector»
Vaale, te doy la solución al test para (ja ja ja) superdotados:

La clave es no dejarte engañar por el signo de adición (la suma) que separa las dos primeras cifras de cada operación. Es, al mismo tiempo, suma (+) y resta (-). Así, la primera cifra de la «solución» es el resto o diferencia de minuendo y sustraendo, mientras que la siguiente o dos siguientes cifras de la «solución» es el total de la suma de ese mismo minuendo y sustraendo, convertidos en sumandos. Observa:

6 - 4 = 2. Y ya tenemos la primera cifra. (2)10.

6 + 4 = 10. Y así tenemos los siguientes dos dígitos. 2(10). 

Aplica esta regla a las demás cantidades y verás que funciona. Y sabes que funciona porque te da la solución a la ecuación de Presh Talwalkar:

? + ?? = 123

La solución es: 12 + 11.


12 - 11 = 1. Así obtenemos la primera cifra (1)23.

12 + 11 = 23. Así obtenemos la segunda cifra 1(23).

Chúpamela, profesor de piano.

domingo, 13 de agosto de 2017

¿Cuándo se jodió el Perú?



Soy un gran fan de Dexter, la serie de televisión protagonizada por Michael C. Hall que, si todavía no conoces, ya estás tardando en descubrir.

Dexter nos cuenta los avatares de Dexter Morgan, un médico forense que trabaja para el Departamento de Policía de Miami. La especialidad de Dexter es interpretar los patrones de salpicaduras y manchas de sangre que aparecen en el escenario de un crimen. Dexter, por lo demás, parece un tipo normal: tiene una hermana, Debra (Jennifer Carpenter, salida de la acojonante El exorcismo de Emily Rose y una de las pocas hermanas televisivas capaces de hacernos reconsiderar el incesto); una novia, Rita (Julie Benz, a la que habíamos visto haciendo de vampira en Buffy cazaídemes), amigos como el salidorro técnico forense Vince Masuka (C.S. Lee) y el detective Ángel Batista (maravilloso David Zayas), una jefa, María Laguerta (Luna Lauren Vélez) que exhuda almizcle en su presencia, y hasta un archienemigo: el sargento James Doakes (Erik King), que es el único de sus conocidos que parece advertir que «algo» dentro de Dexter Morgan está irremisiblemente jodido.


Salidas profesionales que no consideraste: experto en manchas de sangre.
Y el sargento Doakes tiene más razón que un santo, porque, además de un competente forense, Dexter Morgan es un asesino en serie a quien su padre adoptivo, Harry Morgan, un agente de policía, logró imponer una disciplina («el código de Harry») que encauza sus impulsos homicidas, convirtiendo a Dexter en un asesino... de otros asesinos (de los cuales no le suele faltar al menos media docenita por temporada), o sea un vigilante oscuro que somete su obsesión, su «oscuro pasajero», al servicio de una expeditiva justicia paralela.

Dexter está basada en una serie de ocho novelas, a cual peor, escritas por el dramaturgo y novelista Jeff Lindsay. Después de ver la primera temporada intenté leer el libro que la había inspirado: Darkly dreaming Dexter (trabalenguas casi intraducible cuya versión española más aproximada, desde mi humilde punto de vista, sería algo así como «Los oscuros sueños de Dexter», porque «Dexter soñando oscuramente» suena a piel roja intentar hablar retorcida lengua de hombre blanco, ¡jau!), pero fui incapaz de disfrutarlo.

Me pareció pésimo... y dicen que es el mejor de la serie.
El Dexter Morgan de la novela no era el que yo conocía por la serie. Los giros de argumento me resultaron chocantes, cuando no heréticos, y el final abierto me dejó con una sensación de estafa, como si después de haber conseguido seducir (vete tú a saber por qué medios inconfesables) a Sara Sampaio, justo antes del grand finale venéreo me hubiese puesto de patitas en la calle.

Desnudo, y perdón por esa indigesta imagen mental.

(Por no mencionar que el libro me pareció escrito con el puto agujero de mear de Jeff Lindsay, pero quizá la culpa fuese de la traducción. Sí, venga, digamos que fue la traducción.)
Por lo que acabo de exponer, para mí Dexter es la serie de televisión y sólo la serie de televisión. Tanto me gusta Dexter que, viendo que podía conseguir en el Reino Unido las tres primeras temporadas al mismo precio que me costaba aquí una sola, ni corto ni perezoso me las compré allí, y al carajo los subtítulos españoles. Con los ingleses me arreglo.


Ya ves si me gusta Dexter. Me gusta tanto ¡que me compré los DVDs!

Pero nunca fui un fanático.

Lo cual me permitió darme cuenta del momento en que empezó a joderse el Perú.


Recuerdo la sensación de terror con la cual me enteré de que iban a hacer una segunda temporada de Dexter. «¿Por qué?», me dije. «Más aún: ¿cómo?» La primera había sido redonda, perfecta; una pieza inmejorable, un monolito narrativo, cinematográfico y argumental. Era imposible igualar esa obra maestra, no digamos ya superarla.

Me equivoco pocas veces con estas cosas. Recordemos mi tristemente certero pronóstico acerca de El hobbit.

Gracias a Dios, me equivoqué con la segunda temporada de Dexter. No sólo estaba a la altura de la primera, sino que la superaba. Imbuido de nuevas razones para sospechar del freak de la sangre, el sargento Doakes somete a Dexter a un marcaje cercano, imposibilitándole salir a cazar asesinos en serie, con lo cual Dexter cada vez tiene más mono de eso de matar (que por lo visto engancha más que la farlopa), con lo cual su «pasajero oscuro» está
cada vez más insatisfecho, menos dócil, más dispuesto a romper el código de Harry y darse el gustazo con el primero que pase, asesino o no; con lo cual el espectador, o sea yo, está cada vez más angustiado, y la tensión, el suspense, no paran de crecer y crecer.
Tú tampoco te mereces una novia como ella.
Pero no se queda ahí la cosa, sino que, en un giro de guión imprevisible y que no vamos a revelar aquí, Rita llega a la conclusión de que Dexter es un puto yonqui (y Dexter no puede contarle la verdad sin desvelar que en realidad no le da gusto a la vena, que su verdadero problema es lo de no poder parar de matar gente); así que le exige que asista a terapia o su relación se ha terminado; y Dexter no puede perder la cobertura que le proporcionan su novia y sus dos críos, Astor y Cody, piedra angular de su disfraz de tipo normal y asidero de sus esperanzas de una vida familiar; así que va a terapia, pero sin ganas. Y a la persecución del sargento Doakes se suman los problemas de Dexter con Rita, que se da cuenta de que Dexter se toma la rehabilitación a chacota y encima recibe una visita de su ex, el padre de Astor y Cody, que pretende recuperar a su familia (y Rita, que ve que está perdiendo a Dexter, no descarta volver con su ex marido). Y el suspense aumenta capítulo tras capítulo, y la mierda empieza a acumularse ante el ventilador y, en una nueva vuelta de tuerca, las cosas se siguen jodiendo un poco más cuando, en drogólicos anónimos, Dexter conoce a Lila (Jamie Murray), una locatis artistilla británica que está, mira que parecía difícil, aún más jodida del tarro que él, pero con la que no se siente obligado a fingir ser otra persona y ante la que abriga esperanzas de poder expresarse como el sociópata peligroso que es, lo cual hace tambalearse un poco más su relación con la sufrida Rita...
«Además de tener el color de un pedo, estás como una puta chota.»
...y también con Debra, su único apoyo emocional durante años, el ancla de su precaria estabilidad mental. Debra, que se echa a los ojos de su hermano por preferir «a la lechosa ésa» (cito de memoria) antes que a la maravillosa Rita. Así que, hacia mitad de temporada, a Dexter le están lloviendo hostias de todas direcciones, y la presión sigue en aumento, y el control de Dexter sobre su instinto asesino es cada vez más precario. Que otros, con menos, ya habríamos hecho una mansacre.

Y por si lo hasta ahora citado no fuese suficiente jodienda para el pobre Dexter Morgan, la policía encuentra los cadáveres de sus primeras víctimas, descuartizadas y arrojadas a la bahía de Miami; así que ahora toda la policía metropolitana, sus compañeros, y un equipo de agentes del FBI al mando del agente Frank Lundy (Keith Carradine, sí, el hermano de ese otro Carradine), se ponen a buscar al «asesino de la bahía», un peligroso homicida múltiple... que es el propio Dexter.

Por increíble, que parezca, la segunda temporada cierra todos los arcos argumentales... y Dexter sigue en la calle y libre de sospecha para continuar aplicando su expeditiva justicia.

Pues eso.
Estaba cantado que, después de algo así, los de Showtime no iban a resistir la tentación de rodar una tercera temporada.

Volví a tener miedo.

Volví a equivocarme. La tercera temporada de Dexter es mejor que la segunda, y al menos tan buena como las dos primeras juntas. De nuevo, la serie giraba en torno al código de Harry Morgan, las dificultades de Dexter, en lucha con sus impulsos asesinos, para ceñirse a él, la desesperada búsqueda del personaje de comprensión, de un amigo, de una pareja, quizá, ante la que no tenga que fingir, ocultarse, que no retroceda horrorizada al descubrir a su «oscuro pasajero».


«Madre mía», pensé, «¿Dónde acabará esto? ¿Cómo coño se las arreglarán los guionistas para lograr, año tras año, superarse a sí mismos, dar nuevas vueltas de tuerca al suspense? ¿Hasta dónde podrán o se atreverán a llegar?»

Pues no muy lejos.

La decadencia comenzó en la cuarta temporada, pero estábamos tan enamorados de Dexter que apenas nos dimos cuenta de que el Perú ya había empezado a joderse. 

Not anymore.
En la cuarta temporada, Dexter encuentra una nueva víctima: el asesino Trinity, así llamado porque ejecuta a sus víctimas en series de tres. Identifica correctamente al asesino como Arthur Mitchell (John Lithgow) ya en los primeros capítulos...


...y le perdona la vida porque descubre en él a un posible mentor. Una figura paterna que reemplace al fallecido Harry Morgan. Quizá un nuevo padre más comprensivo con su adicción, porque la conoce personalmente. Y es que Trinity parece haber logrado en la vida todo aquello que Dexter ha deseado desde que se manifestaron sus instintos homicidas: mantener una apariencia de normalidad mientras satisface su sed de sangre con un método tan minucioso y cauto que la policía nunca podrá atraparle. Trinity es un padre de familia cuya mujer e hijos parecen adorarle, un activo feligrés de su parroquia, un empresario de éxito y un filántropo que construye hogares para los pobres. Y ninguno de sus amigos y vecinos sospecha que también es un asesino múltiple.


Así que Dexter perdona la vida a Trinity durante la mayor parte de la cuarta temporada con la esperanza de ser aceptado por él, instruido por él en el arte de perfeccionar, y conservar, una tapadera perfecta que le permita seguir entregándose a su obsesión homicida.


Y paga un terrible precio por ello.

Al llegar a la cuarta temporada, la decadencia del Perú ya empezaba a ser evidente. El personaje de Trinity contenía demasiados elementos de Harry Morgan (James Remar). Era un Harry oscuro, un antipadre para Dexter. Pero, en su relación con Dexter, Trinity también heredaba características del personaje de Miguel Prado (Jimmy Smits) presentado en la tercera temporada. Era como si los guionistas hubiesen dado la vuelta al personaje de Harry y lo hubiesen salpimentado con algunos de los rasgos más oscuros de Miguel Prado.


Confesión de fracaso: personajes nuevos interpretando papeles viejos.
Vamos, como si para esta cuarta temporada, los guionistas se hubiesen quedado sin ideas.

En la quinta, todo empezó a apestar.

Al sargento Doakes (primera y segunda temporadas) le sustituyó el policía Joey Quinn (Desmond Harrington)... para hacer exactamente el mismo papel.

«Mátame las veces que quieras. Volveré temporada tras temporada.»
A la palidorra y desquiciada Lila (segunda temporada) y el siniestro Miguel Prado los reemplazó Lumen Ann Pierce (Julia Stiles)... para hacer ella sola el papel de ambos.

Debbie Morgan seguía, un año más, enamorándose y desenamorándose con la misma facilidad y rozando el ominoso secreto de su hermano adoptivo... para no descubrir nada de enjundia, posponiendo, de nuevo, la revelación hasta la próxima temporada.

Dexter nos seguía gustando. Mucho. Pero era ya un esquema agotado. Habíamos pedido demasiado a los guionistas. Era literalmente imposible seguir jugando así con el suspense, lograr esas apasionantes escaladas de tensión dramática sin empezar a repetir fórmulas ya empleadas en pasados episodios.

Sin embargo, sus creadores se negaban a soltar la presa.

Así que rodaron una sexta temporada.

¿Para qué?
¿En qué se diferenciaba el papel de Travis Marshall (Colin Hanks), como pupilo de asesino en serie, de los roles de Miguel Prado o Lumen?


En nada.

¿En qué se diferenciaba la obsesión de Ryan Chambers (Brea Grant) con el «carnicero de la bahía» de la del sargento Doakes con Dexter Morgan?


We both do.
En nada.

La fórmula estaba agotada. Los guionistas ya habían exprimido todo el jugo de los personajes. No quedaba nada por contar.


Pero en Showtime no se dieron por enterados. Y rodaron una séptima temporada de Dexter.

Debra descubre que su hermano es un asesino en serie.

¿En qué afecta eso a la historia?

En nada. Otros personajes antes que Debra habían hecho el mismo descubrimiento: Doakes, Lila... Debra pasa a ocupar el lugar de Harry Morgan y se impone el deber de mantener bajo control a Dexter, llegando a buscarle a su hermano otros asesinos a los que matar.
Y sólo tardó siete temporadas en hacer la pregunta.
Laguerta reabre el caso del «carnicero de la bahía» y empieza a cerrar el cerco en torno a Dexter Morgan. Igual que Doakes, antes que ella. Y Quinn, y el agente Frank Lundy del FBI. De hecho, no descubre prácticamente nada que ellos no hubiesen descubierto ya.

Los guionistas le buscan novia a Dexter. Una nueva Rita: Hannah McKay (Yvonne Strahovski) que, oh, sorpresa, también es una sociópata y una asesina en serie (Rita + Lila + Lumen + Trinity...) con la que Dexter incuba esperanzas de llevar una vida más o menos normal al lado de alguien que entienda sus impulsos, bla, bla, bla...
O, más bien, ñam, ñam, ñam.
Oh, no me entiendas mal, todos los freaks del mundo nos pusimos como locos con Hannah, porque a Yvonne Strahovski la conocíamos y la soñábamos desde el Mass Effect 2, donde ponía cara y voz (cuerpo no, que ella insiste en que no está, nunca ha estado y nunca estará tan maciza, aunque algunos de nosotros disentimos) a Miranda Lawson, la hembra humana genéticamente perfecta y uno de los personajes follables del juego (en el Mass Effect puedes iniciar romances con algunos de tus compañeros de aventura y llevártelos a la piltra, si juegas bien tus cartas).
Lo dicho: con el negro nunca te equivocas.
Pero ¿qué aportaba Hannah a Dexter que no hubiesen aportado ya Rita, Lila, Lumen... y, en otro orden de cosas, Prado, Trinity...?

Nasti de plasti.
(Salvo molla de la mejor.)
¡Y dice que no está buena! ¡Me cago en la...!
Dexter estaba acabada. El Perú estaba jodido, así que Showtime le puso fin con una octava temporada que volvía, por enésima vez, sobre los mismos esquemas ya repetidos hasta el agotamiento. Una temporada final que estaba condenada a defraudar a todo el mundo, y lo hizo.

Dexter había logrado lo increíble: hacernos simpático a un asesino psicópata, lograr que temiésemos por él, que nos deleitásemos viéndole frustrar los esfuerzos de la policía por atraparle, que deseásemos contemplarle eludir otra investigación, anular los esfuerzos del sargento Doakes de turno por desenmascararle, apiolar y plastificar a otro asesino en serie, triunfar en treinta frentes distintos de manera simultánea.

Todos los fans queríamos que Dexter siguiera matando (y que encontrase un amigo, una pareja ante la cual no tuviese que esconder su verdadera naturaleza). 
Ese perturbador capítulo en el que descubrimos que Astor estaba echando tetas.
Dexter Morgan era el puto antihéroe por antonomasia.

Pero Dexter debió terminar en algún momento entre la cuarta y la quinta temporada, antes de su inevitable agonía televisada.

En el camino, los desesperados intentos de los guionistas por seguir estirando la serie habían tomado caminos realmente infamantes: se habían inventado un «antidexter», un Dexter oscuro que mataba sin someterse a ningún código de honor. Le habían proporcionado a Dexter una madre espiritual. Se habían inventado un incestuoso romance entre Debra y Dexter (paralelo al que los actores que les daban vida protagonizaron tras las cámaras). Habían fusionado y retorcido personajes de anteriores temporadas para crear otros que no aportaban absolutamente nada a la ficción y creado roles nuevos que desaparecían sin dejar rastro y a los que nadie echaba de menos.

En algún momento, los creadores de Dexter le habían perdido el respeto a su criatura.

Dexter Morgan sólo podía acabar de dos maneras: muerto o en la cárcel. Era la única forma de hacerle justicia al personaje. Por simpático que nos caiga, no debemos olvidar que Dexter es un asesino, que no todas las personas a las que ha matado eran depredadores como él. Antes o después, Dexter tenía que responder por sus crímenes, bien poéticamente (¿una muerte «en acto de servicio» mientras acechaba a su última víctima?), bien ante un tribunal. Todos los fans de la serie lo dábamos por hecho, y los que no lo hacían eran unos ingenuos descerebrados dignos de compasión. Dexter no puede, no debe curarse de su adicción al asesinato, porque entonces dejaría de ser Dexter. Para mantener la pureza y la integridad del personaje, él y su «pasajero oscuro» tienen que morir o acabar a la sombra.

Pero nadie en Showtime tenía pelotas para tomar una decisión así. Se habían encariñado con Dexter. Habían acabado enamorados de su criatura. No querían verle morir. No querían hacerle responder por sus crímenes ante la justicia. No querían exponerse a la ira de los fans menos despiertos.

Así que tomaron una decisión mediocre, cobarde y tramposa. Y le dieron a Dexter un final mediocre, cobarde y tramposo.

Dexter no se merecía ese final.

Nosotros tampoco. No después de ocho años de fidelidad. No después de habernos enamorado del personaje. No después de todo lo que habíamos vivido juntos.

Dexter merecía algo mejor. En Showtime lo sabían. Clyde Phillips, el showrunner de las cuatro primeras temporadas, lo tenía clarinete; cada vez que le preguntaban cómo debía acabar Dexter Morgan, él contestaba: «si de mí dependiera, en la cárcel» para añadir, entre dientes, «Pero no me van a dejar hacerlo.»
(Esto último lo leí en alguna parte pero no encuentro el enlace para pegarlo aquí.)

Los de Showtime sabían cómo acabar con Dexter.

Pero no tuvieron pelotas de hacerlo.

Y el resultado fue...

Os juro que casi lloré.
Dejemos por un momento a Dexter Morgan y hablemos de Perdidos, esa serie que tenía una legión de fans acérrimos que se tragaban capítulo tras capítulo. Esa serie que tampoco tuvo un final a su altura. A diferencia de Dexter, dejé Perdidos, y no me arrepiento, al principio de la tercera temporada, cuando me quedó claro que los productores y guionistas no tenían ni puta idea de dónde coño se habían metido. Cada capítulo respondía a una pregunta planteada en un episodio anterior... y formulaba once preguntas nuevas.

Pura y simplemente la serie tenía demasiados flecos, demasiados enigmas, demasiados misterios. Ni sesenta y cinco temporadas habrían bastado para dejar atados todos los cabos sueltos. Y no es por darme pisto, pero no fui el único en comprenderlo a tiempo, ni el más conocido.

Pura y simplemente, había demasiados osos polares.

Éste es J.J. Abrams reconociendo que a él, en realidad, Perdidos se la bufaba:
«Existían pequeños hilos y elementos, aquí y allá, pero la verdad, cuando empezamos, no sabíamos exactamente qué había en la escotilla. Teníamos ideas, pero no sabíamos cuál sería su alcance. La idea de los Otros estaba allí, pero no sabíamos exactamente qué significaría eso. Damon aún no había venido con la idea de los flashforwards.»
«No sabíamos qué había en la escotilla.»

Con dos pelotas. Esa escotilla, y los esfuerzos de los protagonistas por abrirla, no eran más que todo el punto de giro entre la primera y la segunda temporadas... y el productor ejecutivo y los escritores no tenían ni repajolera idea de lo que había debajo.
J.J. explicando por qué resucitó Star Trek e intentó dar el tiro de gracia a Star Wars.
Cualquiera diría que a J.J. Abrams se la sopla la gente que le da de comer.

Gracias a él y a su trapacera Perdidos no he vuelto a seguir una serie de televisión en cuanto empiezo a sospechar que sus responsables no son leales con sus personajes o empieza ya a tirarles todo de un huevo. Por eso tengo en suspenso Constantine desde el capítulo cinco, por eso dejé Flash (aunque sus seguidores me prometen que mejora con el tiempo), me la trae al fresco Fringe, empiezo a abrigar serias dudas sobre Gotham, me he rendido con The Walking Dead, le perdí el respeto a Anatomía de Grey, le hice una higa a Smallville en su quinta temporada, abandoné con CSI cuando se convirtió en un videoclip y nunca me he visto entero un capítulo de Elementary, ni maldito lo que me importa.

Por eso me cabrea tanto el final de Dexter. Porque a pesar de su notoria decadencia, yo estaba malcriado por los guionistas de la serie, convencido de que iban a lograr el milagro, de que, una vez más, conseguirían una última y definitiva vuelta de tuerca que dejase amarrado el desenlace de la historia del asesino en serie más entrañable de la historia reciente de la televisión.

Me equivocaba otra vez.

Lamentablemente.

El Perú estaba jodido.

Y nadie lo desjodió.

Dexter Morgan debió acabar de otra manera.

Pero hacía falta tener huevos para darle el final que merecía.

Al parecer, aquel año, en Showtime había huelga de gallinas.
La serie que me enseñó a dejar de ver otras series.
Se me olvidaba explicar cómo llegué a conocer Dexter. Me la recomendó un amigo muy querido con el cual, para sorpresa y satisfacción mutuas, sigo en contacto y en buenas relaciones.

Y es que sus palabras casi literales fueron: «Deberías ver Dexter, una serie sobre un asesino psicópata al que su padre enseñó a encauzar su sed de sangre para hacer justicia.»

«Me recuerda mucho a ti.» 

La madre que me parió.

Juro que sigo sin saber cómo interpretar eso.

Pero sólo tengo una cosa más que decir al respecto:

Tonight's the night