sábado, 29 de julio de 2017

Palabra de Dios

«Lo malo de ser un cabeza de martillo es que todos los demás te parecen clavos.»

Ceballos Prendergast.

«¡Abran paso a los ceporros!»
Como en toda actividad humana, en el mundillo literario cabezas de martillo haberlos haylos. Y muchos. Verdaderos tarugos templados en el convencimiento de su propia autoridad intelectual; autoridad que no merecen, que no han hecho nada para ganarse, que suele estar basada en su propio narcisismo y miopía mental, pero a la cual no admiten desafíos.

Y es que sólo hay una cosa peor que un cabeza de martillo: un cabeza de martillo que no se da cuenta de que lo es y, encima, pretende dejarnos bien claros a todos que, a sus ojos, el resto de la humanidad no somos más que clavos.

Haber compartido piso de estudiantes durante diez años da  para una enciclopedia de anécdotas (¿ya he usado antes esta frase?) y un bestiario de tipos originales. Las vivencias protagonizadas con y junto a algunos de mis compañeros de piso han introducido alguna de las entradas de Paratroopersdon'die; estudio de campo sobre la estupidez humana.

Entre mis pretéritos compañeros de apartamento, el que mejor ilustra esta entrada con la que tú, sufrido lector, te dispones a castigar tus deterioradas neuronas, no es Manospenes, ni Elfolas, ni el Empanao, ni el Capitán Cannabis y tampoco ninguno de Sus alegres muchachos (entrañable cuadrilla de porreros apollardados de tanto THC). Cabeza de Martillo, nuevo personaje que ofrezco para tu pasmo y deleite, oh lector incauto, sólo pernoctó bajo el mismo techo que yo durante un curso, pero, ¡vive Dios!, se aseguró de hacérmelo interesante.

Cabeza de Martillo no era mal compañero de piso. Ni siquiera era mala persona. Era educado, limpio e iba a su puta bola. Además era licenciado en Derecho, de modo que tenía una cierta cultura que le permitía mantener una conversación fluida. Comparado con anteriores co-inquilinos que hube de sufrir (a alguno de los cuales me planteé seriamente degollar mientras dormían), Cabeza de Martillo era un puto santo.

Eso sí, Cabeza de Martillo tenía sus defectos. Como todo el mundo. Defectos que afectaban a la convivencia. El mayor de ellos, y desde luego el primero que me viene a la memoria, era ese instinto de Macho Alfa que sólo sacaba a relucir cuando aferraba el mando a distancia de la tele. No es que impusiese a los demás sus gustos en materia televisiva. Es que Cabeza de Martillo no veía la tele: zapeaba. Daba un repaso a todas las cadenas durante más de cinco minutos, creando gran confusión en el autor de estas líneas, hasta dar con algún programa interesante (que siempre era uno a los que se había asomado durante su exploración previa). No tengo inconveniente en reconocer que el programa escogido solía revestir nulo interés para mí, pero si quería permanecer en la cocina, donde teníamos el televisor, o gozar, es un decir, de la compañía de Cabeza de Martillo, no me quedaba otra que verlo..., o al menos ver la parte que Cabeza de Martillo me permitía ver, pues tan pronto como creía detectar en mí el menor síntoma de estar prestando atención a la pantalla, realizaba un rápido cambio de emisoras (cortando con maldad una frase o una escena) para desconcertarme, y escogía otro canal, diferente al anterior, que, una vez más, estuviese emitiendo cualquier chuminada aburrida... hasta que yo comenzaba a cogerle el gustillo a aquel programa y el ciclo volvía a empezar.
«Yo tengo el poder.»
Cabeza de Martillo no veía la tele; jugaba con ella, y, como buen cabeza de martillo, no sólo se creía con perfecto derecho a hacerlo, no sólo no estaba dispuesto a justificar, mediante argumentos más o menos elaborados y bizarros, su proceder, que para él se justificaba por sí mismo, sino que se habría llevado la madre de todas las sorpresas si alguien le hubiese dicho que su afición a cambiar canales sin darte tiempo a pescar el hilo del programa emitido no sólo no era divertida, sino un comportamiento compulsivo que tocaba los cojones un cacho largo.

De no ser por este y otros pequeños detalles, creo que nuestra convivencia habría sido anodina y rutinaria. Vamos, perfecta.
(La forma en que engullíamos la comida, espiando la voracidad del otro, odiándonos con la mirada, intentando acabar primero y llegar, casi a la carrera, hasta el mando a distancia de la tele antes que el rival, daría para un gag de comedia ligera.)

Pero Cabeza de Martillo era un ídem, así que veía clavos por doquiera y estimaba su deber cívico machacarlos en el acto y con saña.

El episodio al que quiero aludir sucedió entre dos salvas de zapeo. Estábamos viendo un programa de noticias que se hacía eco de no sé que semana de la moda o certámen de alta costura. En pantalla, desfilaban unos cuantos espantajos anoréxicos y sin tetas con rictus de asexuado desdén y algunos verdaderos cadáveres ambulantes más apropiados para una clase de anatomía que para despertar la líbido de nadie. Cabeza de Martillo echó un ojo a los entecos esqueletos de aquellas presuntas mujeres y, como era un cabeza de martillo, afirmó, muy seguro de sí:
«La mayoría de estas tías son todas putas.»
«¡No sois dignos! ¡Chusma! ¡Gentuza! ¡Proletarios!»
Y yo, que es que no escarmiento, o que en aquel preciso instante no recordaba los trances de vida o muerte en los que ya me había visto a cuenta de Tolkien y de los murciélagos, protesté:
«Hombre, la mayoría no creo. No digo yo que alguna de ellas no se haya buscando un sobresueldo como escort de lujo o como tragasables de algún empresario pastoso, pero de ahí a convertirlo en una práctica habitual...»

Cabeza de Martillo despreció mi objección con un mohín y un paternalista movimiento de cabeza y se reafirmó, elevando un peldaño más su argumento:
«Que sí, hombre, que sí: todas putas. Y drogadictas, además.»
Y yo, que por aquel entonces habría podido hablarle de la denuncia de Karen Mulder en aquella entrevista para Tout le monde en parle, de France 2 (entrevista que fue grabada pero nunca será emitida, porque su agencia de modelos consiguió destruir la cinta), ¿sabes lo que hice, querido lector?: CALLARME LA PUTA BOCA. Porque después de las traumáticas experiencias con Elfolas y Manospenes, ya prefería contemporizar que dar pie a una conversación violenta.
(La versión oficial es que la historia de Karen Mulder, su denuncia de puterío deluxe y consumo de drogas en el seno de la industria de la moda, no tiene base alguna porque la pobre Karen estaría como una condenada berza, y motivos para creerlo no es que falten. Yo no lo sé y no voy a apostolar, que no soy un cabeza de martillo. Dejo las dos versiones ahí, querido lector, para que tú llegues a tus propias conclusiones.)
No te sientas culpable. Ella tampoco se acuerda de ti.

Si traigo este caso a colación es porque ilustra perfectamente la lógica mefistofélica del cabeza de martillo, esa seguridad en sí mismo, y en la fuerza de sus afirmaciones, fruto de la ignorancia más absoluta, travestida de autoridad; esa prepotencia casi jesuítica, esa condescendencia con la que el cabeza de martillo defiende sus convicciones, que en el caso del episodio con Cabeza de Martillo y el «¿las modelos?, todas putas» era como decir:
«Pero, gañán, ¿qué vas a saber tú de modelos de alta costura, feto ignorante y provinciano? Guíate por mí, hombre, que de esto entiendo la mitra. Que me hago unas lonchas de farlopa y le peto el culo a dos o tres ángeles de Victoria's Secret todas las noches. Y son ellas las que me acaban pagando a mí la coca y los pollazos, las muy perras. ¡Porque no veas cómo tengo el instrumento! ¡Como una bombona de butano!»

«Butanera» en la definición de Cabeza de Martillo.
El cabeza de martillo no opina: evangeliza. Con celo de fanático, el cabeza de martillo se erige en apóstol de sus propios prejuicios y arremete, pero no con la violencia y energía de un Savonarola, que el cabeza de martillo es lábil y perezoso (tan perezoso que no tiene fuerzas ni para cuestionarse su propia imbecilidad), sino con desganado desprecio, contra todos los disidentes. («Infieles», los llama él para sus adentros.)
«Las modelos, todas putacas. Y yonquis, que es más peor.»
Tras esta larga introducción, a nadie sorprenderá mi afirmación inicial de que el mundillo artístico, y el editorial muy en particular, está infestado de cabezas de martillo.

Permítaseme presentar a alguno de ellos.
Please allow me introduce myself:
I'm a man of wealth and taste...
Palabra de Dios

Palabra de Dios trabajaba en una de las más prestigiosas editoriales patrias, aunque juro que a veces me pregunto si éste bípedo sin plumas existió realmente o es el personaje de una de mis famosas pesadillas. Con Palabra de Dios logré ponerme en contacto, vía correo electrónico, al principio de mi peregrinaje por editoriales y agencias literarias. Yo era entonces autor de una antología de cuentos de terror que no quería publicar ni Cristo, de una novela negra que no quería publicar ni Cristo y de una novela personalísima, en la que había invertido años, lágrimas y muchas reescrituras, y por la cual Palabra de Dios se mostró muy interesado.
(La novela, por si te interesa, describe las meditaciones y avatares de un escritor en pleno bloqueo creativo y en lucha como gato panza arriba contra la página en blanco mientras le acosan los fantasmas de sus pecados del pasado: la gente a la que defraudó, las personas a las que hizo daño, la mujer a la que amó y de la que nunca supo hacerse digno. Palabra de Dios se confesó intrigado por el argumento de esta novela y me pidió que le enviase los primeros capítulos.)
(Interludio personal: hasta la fecha, y toco madera, jamás he sufrido de bloqueo de escritor. No saber cómo contar o carecer de energías para contarlo sí; no saber qué contar, jamás.)
Yo estaba esperanzado. Era la primera vez que llegaba tan lejos en mi búsqueda de editorial. Ya me veía firmando ejemplares en una caseta de la Feria del Libro de Madrid, desbarrando sin criterio en alguno de los debates todológicos de un magacín matinal y arrojando a un incinerador industrial toneladas de bragas sucias y fotos porno enviadas por mis admiradoras.
«El gordo ese que escribe libros ¿dónde para? Es que me lo quiero follar.»
(¡Si sería panoli, joder!)
Tras un par de meses de tensa espera, llegó el inevitable y más que previsible mazazo: Palabra de Dios no estaba interesado en leer el resto de la novela y no iba a emprender ninguna acción destinada a lograr su publicación. Vamos, que mi novela, en la que había puesto el corazón, el alma, las tripas y mi mejor prosa, era fulminantemente rechazada.

Pero en sus razones para hacerlo, Palabra de Dios no protestaba por la simpleza, previsibilidad o falta de originalidad del argumento; no desacreditaba a los personajes, acusándolos de planos, vacíos ni estereotipados; no me sacaba los colores señalando errores de concordancia, faltas de ortografía, una sintaxis infantil o un estilo literario odioso. Cualquiera de estos vicios de escritor novato habría bastado para descartar mi querido libro.

Pero no.

Palabra de Dios, como buen cabeza de martillo, no proporcionó ni un solo argumento razonado o razonable. No me acusó de analfabeto, pretencioso ni ignorante. No dijo que el libro fuese aburrido o estuviese mal escrito.

Palabra de Dios había rechazado la novela porque, de acuerdo a su juicio soberano y preclara inteligencia, no se escribe novela en primera persona. Creo recordar que sus palabras literales fueron: «todo el mundo sabe que la ficción extensa soporta mal el empleo de la primera persona.»

No se escribe novela en primera persona.
 WTF!!!!!!!!
Eso significa que no existen El lazarillo de Tormes, Robinson Crusoe, Estudio en escarlata, Moby Dick, Sinhué el egipcio, Relato de un náufrago, El guardián entre el centeno... O American Psycho, de la que hablamos hace poco.

Yo cabeza de martillo, tú clavo. ¡Plonc!

«No se escribe novela en primera persona y punto.»

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

El tamaño sí que importa

Más o menos por las mismas fechas en las que intercambié ojipláticos correos electrónicos con Palabra de Dios también conocí a través del mismo medio a Picha Grande Ande O No Ande. Picha Grande etcétera trabajaba en una agencia literaria a la que había encontrado haciendo una búsqueda en Google. Esta agencia de representantes, de nueva creación, se proclamaba escisión de una de las firmas señeras del sector, de quien la habrían separado diferencias irreconciliables acerca del trato despectivo reservado a los clientes menos enjundiosos, que debían conformarse con las migajas del plato de las cuatro o cinco vacas sagradas patrocinadas por la firma. Vamos, que si no te conocía ni el Tato la agencia tiraba tu libro, por bueno que fuese, al fondo de un cajón y ya, si eso y me queda tiempo, y me apetece, lo enseño por ahí sin muchas ganas; mientras que si sólo escribías bazofia, pero ya estabas en la pomada, te iban a comer la polla a dos carrillos y pasear tu obra por todas las editoriales del orbe, y no dormir, ni comer, ni cagar, hasta conseguirte editor. Este agravio comparativo habría decidido a un grupo de trabajadores de la agencia matriz a divorciarse y empezar su propio negocio, donde harían justicia a esos pobres autores inéditos y maltratados.
(Sobra decir que una agencia literaria es un negocio, no una ONG, que por supuesto se centran en sus autores más rentables y que eso lo hacen todas, porque las que no lo hacen, desaparecen.)

La crónica del origen y motivaciones de esta joven agencia, detallada en su página web, finalizaba con un desesperado llamamiento a todos los escritores inéditos en lengua española. «Estamos elaborando una nueva cartera de clientes y hemos abierto el plazo de admisión de originales. Tendrán preferencia aquellos autores con obra terminada y que nunca hayan publicado ni ganado un certámen literario.» El puto aviso parecía escrito para mí.
(Sí, sí. Yo también me sonrío ahora. ¿Una agencia literaria cismática que no consigue llevarse consigo a ninguno de sus clientes? Huyhuyhuyhuyhuyhuyhuy...)

Lleno, una vez más, de ilusas esperanzas, me puse en contacto con la susodicha agencia literaria. Mi memoria me sugiere que incluso pude llegar a hablar por teléfono con ellos, cosa que no me atrevo a afirmar, aunque lo cierto es que me viene a la cabeza el siguiente diálogo dramatizado:
«Pero ¿tienes ya un libro que enseñarnos?»

«Sí, por supuesto. Acabo de terminar una novela sobre un veterano de guerra en busca de la reden...»

«¿Y cuántas páginas tiene?»
(PANIC MODE ON. Monólogo mental: «Pero ¿y eso qué tiene que ver? Lo que debería interesarles es si el libro está bien o mal escrito, si es interesante y consigue que pases una página tras otra, ansioso por descubrir qué sucede en el próximo párrafo, en el próximo capítulo. También debería preocuparles, poniéndonos más prosaicos, si el libro se puede vender o no y, en caso de que sea comercial, cuántos ejemplares podría llegar a alcanzar la tirada, que esta gente vive de comisiones. Eso es lo que debería preocuparles. ¿O yo no entiendo nada y aquí entran en juego consideraciones que escapan a mi experiencia pero que todos los agentes literarios manejan en el día a día de sus jornadas laborales?» PANIC MODE OFF)

«¿Oye? ¿Sigues ahí?»

«Sí, señorita. Perdóneme, pero no he entendido la última pregunta.»

«Te preguntaba cuántas páginas tiene tu libro.»

«Pues... no lo recuerdo exactamente, pero con interlineado doble, cuerpo de letra de doce puntos e impreso a una cara debe de rondar las doscientas, doscientas y algo. ¿Por qué?»

«No sabes cuánto lo siento, pero no representamos novelas de menos de quinientas páginas.»
«...»

«¿Oye?»

«...»

«¿Oye? ¿Sigues ahí?»

«¡Cloc! Tu-tuuuut, tuuuut, tuuuut...»

«¿Será pos...? ¿Pues no me acaba de colgar, el muy maricón?»
A veces, una retirada a tiempo es una victoria.
A esta presunta agente literaria no le interesaba si mi libro estaba bien o mal escrito, ni si era interesante y conseguía que el lector pasase una página tras otra, ansioso por descubrir qué sucedía en el próximo párrafo, en el próximo capítulo. Ni siquiera le interesaba, ateniéndose a la más estricta ortodoxia capitalista, si había mercado para un libro así.

Lo único que les preocupaba era cuántas páginas tenía.

Porque todo el mundo sabe que cuantas más páginas más calidad y más ventas, ¿cierto? Por eso le dieron el Nobel de literatura al tío que escribe la guía de teléfonos.

Yo cabeza de martillo, tú clavo. ¡Plonc!

«No representamos novelas de menos de quinientas páginas y punto.»

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

La literatura McDonald's

Todo cabeza de martillo que se precie necesita una Némesis, un enemigo mortal, un antagonista, un Doctor Maliiiiiiigno en el que centrar sus ataques.

Los cabezas de martillo bibliófilos le tienen una especial inquina a los escritores de best-sellers. Da igual si son buenos o malos escritores. El mero hecho de haber firmado un libro que goza de buenas ventas y merece el respaldo de un público masivo convierte a ese libro en bazofia, a sus lectores en coprófagos lobotomizados y al escritor en un advenedizo, un farsante y un pesetero.
«Soy maligno de lo peor. Soy el verdadero Dan Brown
Y si un buen escritor de ventas misérrimas, el típico «autor maldito» o «indie», es «descubierto por el gran público» y empieza a vender ejemplares como magdalenas en una convención de marihuaneros y a aparecer hasta en la sopa, se convierte en un gigoló editorial, un comepollas de las grandes multinacionales destructoras de la cultura, un traidor al Arte con mayúsculas y un vendido al dólar.

Los cabezas de martillo se muestran inamovibles en este aspecto: si lees a Stephen King, por ejemplo, eres un microbio y un pigmeo mental y mereces ser emasculado para no contaminar a la especie humana. ¿Por qué? Porque para un cabeza de martillo, los productos de consumo masivo no pueden ser buenos. Por su propia naturaleza. Si has ido al cine a ver Silencio, que no la ha visto ni Dios, eres un cinéfilo. Si has ido a ver Kong: Skull Island, das ascopena y mejor que te mueras pronto. Es el razonamiento McDonalds: «las cadenas de comida rápida venden muchos menúes porque su negocio es la cantidad, no la calidad. Para disimular el mal sabor de sus platos emplean saborizantes artificiales que nos engordan, nos hacen enfermar y nos estragan el sentido del gusto. Así pues, todo lo que se vende en grandes cantidades tiene que ser malo por fuerza y deberías suicidarte antes que meter más dinero en las ya preñadas arcas de esas corporaciones criminales.»

Lamento haber podido contribuir, desde esta bitácora que no lee nadie, a extender esta generalización malsana. Aprovecho la oportunidad que me brindo a mí mismo para hacer autocrítica y explicar que cada crítica mordaz a un libro de ventas millonarias, cada cubo de vitriolo vertido sobre Crepúsculo, 50 sombras de Grey, El código Da Vinci u otra de mis víctimas habituales no estaba fundamentado en las ventas de ninguno de ellos, sino en lo insultado que me sentí cuando abordé su lectura. Insultado por un escritor empeñado en matarme de aburrimiento, decidido a aplastarme bajo tópicos resudados, personajes de cartón piedra y diálogos de risa; un escritor pillado en falta que no puede, en nombre de ninguna concesión al estilo, justificar patadas al idioma, trucos narrativos de tahúr manco ni tramposas infracciones de las propias reglas que se había impuesto al principio de la novela, demostrando que no sólo no tiene dignidad, sino que se la pone gorda fatarle al respeto al lector.

Sólo hay dos tipos de libros: buenos y malos. Y esas dos categorías no vienen determinadas por el número de lectores que consigan congregar. A un buen libro se le reconoce como a un bien vino: por su aroma, color, sabor y paladar, cualidades rastreables de una buena genética, de una fermentación adecuada, de unos cuidados exaustivos de la viña y, corresponde recordarlo, de una más que rigurosa poda, de vez en cuando.
Steve escribe de los buenos... y alguno un poco mierdoso.
Condenar como basura un libro porque es un éxito de ventas, etiquetar como basura los best-sellers, equivale a decir que El diario de Anna Frank es basura, que El nombre de la rosa (quizá la novela más vendida y menos leída) es basura, que El Quijote es basura. Que Salman Rushdie, Vázquez Montalbán y John Le Carré son unos impostores. Que todo lo que escribieron Dumas y Balzac es mierda. Sí, Balzac. El de La comedia humana. Balzac. Ese señor que se habría hecho rico si sus libros no se publicasen antes en San Petersburgo, por editores desalmados que jamás le pagaron un kópec en derechos de autor, que en París.
(Recuérdame quie algún día hablemos del bueno de Honoré, que da para más de una entrada de la bitácora.)
Esta actitud desdeñosa no es sino clasismo puro y duro. La previsible soberbia de personas que opinan que la literatura debería ser un coto privado, un club selecto donde no se permitiese la entrada a la plebe; y, faltaría plus, los mismos defensores de ese apartheid cultural se reservan el derecho a conceder o denegar la membresía. A mí me parece bien que la gente lea. Aunque sea mierda. Porque la gente que no lee, aunque lea mierda, jamás sentirá el impulso, la tentación, jamás sufrirá el accidente de leer algo mejor. Como dice un amigo mío «si para lograr que un crío de ocho años se lea un tocho de quinientas páginas le tengo que comprar el último Harry Potter, se lo compro y me quedo tan a gusto.»

Eso sí, dado que tengo mi propio criterio y me ampara el derecho a opinar, no dejaré de señalar las obras que, a mi juicio, infectan nuestras librerías. Pero nunca me guiará su número de ejemplares vendidos, sino la desidia de sus autores.

50 sombras de Grey puede haber vendido más de cien millones de copias.

Pero es una puta mierda escrita con el orto, y ni todos los millones de ejemplares del mundo van a cambiar eso.

Afirmación con la cual, me temo, parezco estar dando de nuevo la razón a los cabezas de martillo, cuando lo que intento, en realidad, a lo largo de todo este artículo es quitársela.

Porque lo cierto es que lo peor de los cabezas de martillo no es que pretendan decirte lo que puedes y no puedes leer, sino que no tienen ningún criterio al respecto. No han leído los libros que pretenden prohibirte. «Yo no leo a Ken Follet porque es una puta mierda, y Ken Follet es una puta mierda porque yo no lo leo.»

Yo cabeza de martillo, tú clavo. ¡Plonc!

«Los éxitos de ventas no son buenos libros, y punto.»

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

Los murciélagos cabalgan de nuevo
(Ya sé que te lo veías venir)
¡Otra vez noooooooooooooo!
Si de algo sabemos los lectores de ciencia-ficción es del desprecio condescendiente de los otros lectores, los que van por la vida arrugando la nariz como si oliesen pedos ajenos y pretenden saberse de memoria las obras de Simone de Beauvoir. En esperanto.

Y es que hay géneros malditos por los paladines de la cultura elitista: la novela romántica, monopolizada por señoronas de estrógenos levantiscos y nulas dotes narrativas; la novela histórica, cuyos primeros espadas suelen ser unos completos zotes sin formación en Historia y dispuestos a prostituir la verdad a su conveniencia; la novela negra, la de «espada y brujería», la de ciencia-ficción...

Una vez me presentaron a un aspirante a escritor que me preguntó, a bocajarro, cuáles eran mis lecturas favoritas. Cuando le dije que la mayoría de mi biblioteca estaba compuestas de obras de ciencia-ficción y novela negra atacó a esta última sin contemplaciones. «Yo no leo novela negra», afirmó, con un mohín de asco. «Es puro folletín.» Pronunció la palabra «folletín» como si fuese un eufemismo para «coito anal con cadáveres de niños de tres a seis años». Desde entonces, para mí este escritor wanabee recibe el sobrenombre de Folletín.

Folletín es un cabeza de martillo que nunca leerá a Dashiell Hammett, a Raymond Chandler, a Agatha Christie o, más recientemente, a Henning Mankell, a Elmore Leonard, a Michael Connelly. Para Folletín, ni una sola de las aventuras de Sherlock Holmes, Harry Bosch o Kurt Wallander merece el desperdicio de un minuto de su valioso tiempo.
Bebía mucho. Escribía algo menos, pero mejor.
¿En qué basaba Folletín sus argumentos? En nada. Él mismo se ocupó de subrayar que jamás había leído novela negra. Sin embargo, era licenciado en Literatura y había asistido a un curso de escritura creativa donde, probablemente, el plumífero iletrado que lo dirigía pontificó: «La novela negra es puro folletín», y Folletín lo pasó así a sus apuntes («La no-ve-la ne-gra es pu-ro...») y lo grabó a cincel en el adoquín de su cerebro, con mayor facilidad porque coincidía, hasta la última sílaba, con sus propios prejuicios.

Como buen cabeza de martillo, Folletín no estaba dispuesto a concebir siquiera la posibilidad de estar equivocado ni tenía el menor interés en participar en un debate, así que resistió todos mis esfuerzos por atraerle a un intercambio de ideas y aún tuvo el cuajo de invocar su autoatribuida autoridad para hacerme callar. Recitó una lista de autores a los que yo no conocía y, previa mueca irónica, me invitó a leerlos si quería aspirar al privilegio de volver a hablar con él de literatura.

Folletín era un cabeza de martillo. Y un poquito gilipollas, además. 

Por desgracia, no es el único que piensa así.

Se ha llegado a afirmar que J.G. Ballard no escribía ciencia-ficción. Aunque El mundo sumergido, Vermillion sands y El viento de ninguna parte, por citar sólo tres, respetan todas las convenciones del género, serían otra cosa. Novelas de ciencia-ficción no. Algo distinto que, accidentalmente, se parece a la ciencia-ficción. El motivo que justificaría un tocomocho metafísico de este calibre es puro cabezamartillismo: «es que la ciencia-ficción es una puta mierda y J.G. Ballard escribe muy bien.»

Vamos, otra vez «Los murciélagos no vuelan».
¡Que no es ciencia-ficción! ¡Que no lo es!
Ya hemos hablado aquí de cómo todos los medios de comunicación que se hicieron eco del fallecimiento de Doris Lessing en 2013 olvidaron muy cuidadosamente enumerar sus novelas de ciencia-ficción. Ni La grieta ni Instrucciones para un viaje al infierno eran dignas de la premio Nóbel de literatura 2007. No. La buena abuelita Doris sólo escribió cosas como El cuaderno dorado y El viento se llevará nuestras palabras. Porque la Lessing escribía muy bien, luego no podía escribir ciencia-ficción, porque la ciencia-ficción es mierda para pajilleros.

Porque todo el mundo sabe que los escritores de ciencia-ficción son unos indocumentados con pobre o nula educación académica, que viven normalmente en los sótanos de sus madres, sin contacto real con el exterior ni experiencia vital digna de tal nombre, que además tienen un conocimiento del idioma que no pasa de utilitario, nulas habilidades sociales y, probablemente, un severo retraso mental.

Anormales como Paul Myron Anthony Linebarger, por poner sólo un ejemplo más: doctor en Ciencias Políticas y sinólogo, especialista en el Lejano Oriente y ahijado de Sun Yat-Sen, profesor de la universidad de Duke, experto en Guerra Psicológica, analista de la CIA durante la Guerra de Corea, asesor del mismísimo JFK y autor, bajo el pseudónimo de Cordwainer Smith, de una de las más bellas, extrañas y poéticas obras de ciencia-ficción: la serie de Los señores de la instrumentalidad, un exitoso traslado de la estructura narrativa de las fábulas tradicionales chinas (que Linebarger podía leer en su versión original) al idioma inglés.

Por poner sólo un ejemplo más.
Esto, por fuerza, tiene que ser otra cosa.
Yo cabeza de martillo, tú clavo. ¡Plonc!

«La ciencia-ficción (o cualquier otra obra de género) no es literatura y punto.»

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

...y otros gilipuertas

Cabezas de martillo son los que abominan de las mezclas de géneros. «Una pera es una pera y una manzana es una manzana. Las peras no pueden tener manzanas ni las manzanas peras y El sabueso de los Baskerville y los libros de Harry Dresden escritos por Jim Butcher, que mezclan novela negra y terror (y, en el caso de los libros de Butcher, también magia negra, brujería y bestias preternaturales) no deberían existir.» ¿Y qué decir de películas como Depredador, a la que hace poco dedicamos un homenaje? ¡Anatema! Los guardianes de las esencias son especialmente peligrosos. A poco que te descuides, te montan una Gestapo.

Cabezas de martillo son los que arremeten contra ti por haber osado conocer a un autor a través de sus traducciones. Para estos cabezas de martillo da lo mismo que no hables sueco, japonés, latín, alemán o mandarín; si tu única posibilidad para asomarte a la otra de Erik Karlfeldt, Haruki Murakami, Marco Aurelio, Herta Müller o Mo Yan es a través de una traducción, mejor ni lo intentes, ¡que profanarás su prístina belleza con tus indignos y chabacanos ojos! ¡Blasfemo! ¡Haber estudiado idiomas, cojonazos!


Cabezas de martillo son los conversos, los que acaban de descubrir a un autor y hacen escarnio de todo el que no lo ha leído. Poco importa que a ese autor lo descubriesen en El País de las tentaciones. Poco importa que, en realidad, no les guste. Poco importa que ni siquiera lo hayan leído; estos cabezas de martillo se dedican a propagar la buena nueva sólo porque ese autor en concreto es lo que está de moda, es cool, todo el mundo habla de él (la mayoría, sin haberlo leído) o lo han mencionado en uno de esos programas de madrugada que no ve ni el Tato, precisamente porque los emiten de madrugada. Estos cabezas de martillo son veneno para la cultura, meros mamporreros de la última moda editorial (que no literaria). Figúrate que, sin haber leído ni una sola palabra de Carson McCullers, ya le tengo un asco espectacular. Y no por su tabaquismo ni por esa cara de oficinista lesbiana mal follada, sino porque hace unos años eras un puto apestado, un cero a la izquierda, un botarate y un candidato a la castración si no conocías a Carson McCullers. Y así nos va y nos irá mientras sigamos considerando la cultura una cuestión de tendencias, como la última camiseta, la última boy-band (¿Todavía existen los One Direction o ya los han sustituido?) o la última droga sintética de moda, y no como lo que debería ser: nuestro escudo, nuestra espada y nuestra armadura para enfrentarnos a los vicios de la civilización.
Carson McCullers dándole al visio.
...y la lista de gilipuertas no tendría fin. Seguro que a ti también se te ocurren unos cuantos ejemplos.

Colofón

Aléjate de los cabezas de martillo. Es el mejor consejo que puedo darte. Es decir, si aceptas consejos... porque si no los aceptas... quizá tú mismo seas un cabeza de martillo y aún no te habías dado cuenta. Si no lo eres (toco madera), aléjate de ellos. En serio. No necesitas frecuentar su enervante compañía. Te basta con saber que existen. Y evitarlos. Como a los icebergs o los testigos de Jehová. Si te encuentras con uno no le hables, no le mires a los ojos, no le des de comer después de media noche, no conduzcas ni manejes maquinaria pesada mientras tomes este medicamento. No te perseguirá, tranquilo. Tampoco debes temer una agresión física. Los cabezas de martillo no son violentos por naturaleza. Su misma tara procede de la molicie: son demasiado vagos para creer que puedan estar equivocados o que alguien pueda no darles la razón en algo. Aprovéchate de esa debilidad ¡y corre!

¡Corre!

¡CORRE, COJONES, CORRE!

domingo, 16 de julio de 2017

Nos hemos vuelto gilipollas. Es la única explicación.

Soy de los que pega un salto en su silla (y aprieta el esfínter) cuando detecto una patada al idioma en la prensa, y a saber cuántas me pasan desapercibidas. Incluso tengo una especie de escala Richter idiomática, en cuyo nivel más bajo estarían las erratas de imprenta en los periódicos (es casi imposible que no se te cuele una, sobre todo ahora que ha desaparecido de todas las redacciones la figura del corrector de pruebas) y que termina, en la cima de la pirámide de vandalismo lingüistico, con las perversiones gramaticales deliberadas de los políticos españoles (esos «miembros» o «miembras»).

Bueno, pues imagínate, querido lector, la clase de sentimientos que me inspira la llamada postverdad, que, en una definición propia pero que creo ajustada a consenso, es, literalmente, poner el lenguaje al servicio de tus prejuicios, hasta el punto de negar la evidencia que tienes ante tus putas narices y, contra toda prueba y sentido común, enunciar una versión personalizada de los hechos.

O si lo prefieres más corto: es retorcer, drogar, violar y prostituir la verdad.

Honestamente, creo que una civilización que ha llegado a tal grado de apollardamiento sólo merece el genocidio. Que vengan las cucarachas a gobernar la tierra cuando nosotros seamos abono. Peor que la humanidad, no creo que vayan a hacerlo.

Y yo que, insisto, doy un respingo cuando el corrector automático del Word le hace una putada a un aturdido periodista de la prensa escrita, me pregunto cómo coño hemos llegado tan lejos en semejante disparate y dónde cojones estaban los intelectuales para impedírnoslo.

«Mal momento para tener un flato atravesado.»
La postverdad es esto: un hombre llega a casa y se encuentra a su mujer en la cama con otro.

Fornicando.
«Pero ¿qué cojones hace ese tío en tu cama?», dice el marido cornudo.

«¿Qué tío?», replica la esposa pérfida. «En mi cama no hay ningún tío. Estoy yo sola.»

«¿Cómo que no hay ningún tio en tu cama?», contesta el marido minotaurizado. «¡Que lo estoy viendo con mis propios ojos!»

«Pero... vamos a ver», dice la adúltera, haciéndose la ofendida. «¿Tú a quién coño vas a creer, eh? ¿A tu esposa que te quiere o a tus ojos traidores?»

No. No voy a hablar de Donald Trump. Hace años me prometí a mí mismo que no perdería mi tiempo con gilipolleces ni con gilipollas e intento cumplir esa promesa al menos una vez al mes.

Voy a hablar de la verdad.

«Su verdad», su puta madre y los cuernos de su padre
El mismo.
La verdad, desde mi punto de vista, es un absoluto, y así ha de recogerlo el lenguaje. Luchar contra la evidencia con las armas del lenguaje es retorcer, drogar, violar y prostituir ese mismo lenguaje, y no lo debemos permitir. El lenguaje es lo que nos permite describir y entender el mundo. Es lo que nos hace humanos. Una herramienta demasiado valiosa para permitir que se embote o rompa en manos de unos comemierdas.

Por lo arriba declarado, no cabe sino confesar que se me abren las carnes cada vez que uno de esos simios afeitados que se hacen pasar ahora por periodistas emplea la locución «su verdad».
«El acusado acudió a los tribunales para exponer al juez su verdad.»

«Ya sé que Pochita te dijo que le metí la lengua en el ano, pero antes de enfadarte espera a oír mi verdad.»

«No, Seño. Usted dice que he copiado en el examen, pero ésa no es mi verdad.»

¿«Su verdad»? ¡La punta de mi pito! Será «su versión de los hechos», no «su verdad», que verdad no hay más que una y a ti te encontré en la calle, so golfa. No se quién fue el primer malandrín que acuñó este infecto artefacto, pero espero que arda en el infierno de los gramáticos por toda la eternidad, mientras Agamenón le practica fistfucking con un guantelete de acero con pinchos.

Éste ya me vale.

La locución «mi verdad», «su verdad» pretende otorgar al testimonio subjetivo de una persona una legitimidad que no merece y menospreciar las afirmaciones en contra. «Todas las opiniones son igual de importantes y la mía es que eres gilipollas y no sabes lo que dices.» Me parece muy bien. Pero, si no estás follando con ese bigardo, dime por qué cojones tienes la polla metida en su culo y pegas esos aullidos de placer desaforado. «¿A quién vas a creer? ¿A tu etcétera etcétera o a tus ojos traidores?»

Periodistas del mundo: cada vez que usáis la locución posesivo + «verdad», Francisco Marhuenda devora el mestizo bebé abortado de alguna lesbiana ninfómana comunista votante de Podemos y adoradora de Lucifer. Cada vez que la introducís en vuestro discurso transmitís el mensaje de que la verdad es subjetiva y veleidosa, de que la opinión sobre la radiacción de fondo del Big Bang expresada por un aberroncho endogámico de la Castilla profunda tiene el mismo valor que la de Stephen Hawking, basada en observaciones empíricas y mediciones corroboradas por otros investigadores, que (reductio ad hitlerum) merecen el mismo respeto Mein Kampf que el Diario de Anna Frank, que, en definitiva, el idioma es vuestra zorra y podéis hacerle decir lo que os de la gana y también lo contrario al mismo tiempo.

Cabrones.


Anda, dime que es un bonito mensaje de amor y tolerancia. Dímelo, valiente.
¿Es la postverdad el último sueño húmedo de la postmodernidad o la pesadilla definitiva de la generación punk?

Pues a lo mejor mitad y mitad.

Hace un tiempo, a un magacín televisivo de cuyo nombre no quiero acordarme, una presunta historiadora, de cuyo nombre no puedo acordarme, acudió a presentar su libro. La señorita en cuestión acababa de hacer un gran descubrimiento: en la Edad Media, la Iglesia Católica, a través de los tribunales de la Inquisición, había perpetrado un nefando holocausto en Europa sobre mujeres libres, feministas, pro-aborto, veganas y votantes de Podemos. Estas pobres desgraciadas, que en el peor de los casos curaban el catarro con hierbas y, en otros, eran las últimas guardianas de los arcanos de la religión neolítica primigenia, lunar, femenina, vegana, LGTB, habrían sido etiquetadas de brujas y asesinadas sin piedad a fin de proteger la hegemonía de la religión patriarcal, solar, masculina. Más de nueve millones de mujeres inocentes habrían muerto para consolidar el poder de la Iglesia. La persecución habría sido especialmente feroz en los países mediterráneos, o sea Italia, Portugal, y sobre todo España, bastión católico y machista donde los haya, que lleva en su idiosincrasia el odio congénito a todo lo femenino.

La presentadora estaba horrorizada.

Yo también.

Estaba horrorizado de la osadía de la escritora y de la ignorancia de la presentadora.

Votante de Podemos de camino al colegio electoral.
Ya sé que está feo juzgar a una persona por las apariencias, pero la autora de aquel panfleto fémino-neolítico-lunar-nosotras-parimos-nosotras-decidimos-wickano no me pareció excesivamente solvente desde el momento en que se presentó en el plató vestida de lolita gótica, con sus bien alimentadas carnes embutidas en un corsé con primorosas blondas y puntillas (negro, por supuesto, como todo su atavío), los ojos enlutados con kohol y un anj colgado del cuello. He estado en un par de simposios de historiadores y, para qué negarlo, había algunas pintas muy raras y un par de tipos de lo más originales, pero nadie que pareciese salido de los descartes de un casting de Crepúsculo.

En cuanto a los argumentos con los que la presunta investigadora, y perdón si a alguien le parece que empleo el término con superlativa liberalidad, defendía su tesis... no estoy seguro de haberlos entendido muy bien (confieso que el trémulo reclamo de su oronda pechuga, que se estremecía y convulsionaba como flan recién hecho al menor movimiento de la mollar historiadora, me distrajo bastante y mucho), pero más o menos se reducían a:
«Lo he escrito en mi libro, así que tiene que ser cierto. Es mi verdad
¿Y por qué, pregunto en mi supina ignorancia, ni uno solo de los historiadores que han investigado expresamente esas alegaciones (que no tienen nada de nuevas), como Brian P. Levack (The Witch-Hunt in Early Modern Europe, Routledge, 1987; The Oxford Handbook of Witchcraft in Early Modern Europe and Colonial America, 2012; The Decline and End of Witchcraft Prosecutions, en M. Gijswijt-Hofstra, Brian P. Levack y Roy Porter, Witchcraft and Magic in Europe: Eighteenth and Nineteenth Centuries, Vol 5: 3–93. Athlone Press, 1999) o que están especializados en los ritos paganos y la historia de la Inquisición y de las creencias heterodoxas de la Europa Moderna, como Carlo Ginzburg (I benandanti. Ricerche sulla stregoneria e sui culti agrari tra Cinquecento e Seicento, Einaudi, 1966; Il formaggio e i vermi. Il cosmo di un mugnaio del Cinquecento, Einaudi, 1976; Storia notturna. Una decifrazione del sabba, Einaudi, 1989), han sido capaces de encontrar la más mínima sombra de ese fementido holocausto brujeril?
«Ah, bueno... ¡Joder tío, mira que eres corto! ¡Que hay que explicártelo todo! Es que son hombres y, ya se sabe, ésa es su verdad. Yo en el libro cuento mi verdad
A ver si lo he entendido... Me estás pidiendo que te crea a ti, que te presentas en un programa de televisión con tus gelatinosas ubres embutidas en un corpiño de encaje negro, a ti, que das la impresión de masturbarte mirando vídeos de animales agonizando, a ti, que si no has probado ya la sangre humana es porque antes de satanista tuviste la disparatada ocurrencia de hacerte crudivegana, a ti, en definitiva, antes que a hombres que se han metido hasta las cejas en el polvo y el moho de los archivos antiguos, que se han dejado los ojos en malolientes y mal iluminadas bibliotecas y recopilado décadas de información, elaborado hojas de cálculo, volcado esas hojas en estadísticas y expuesto sus datos en gráficas que cualquiera puede corroborar por sí mismo porque han citado claramente y sin pudor las fuentes en las que basan sus conclusiones.
«Esto... Eeeeeeh... ¡Mira mis mollares ubres! ¡Mira cómo rebotan! ¡Boing! ¡Boing!» 
Así de fácil. Cogemos la retórica de nuestra predilección («el hombre es malo malísimo, la mujer es la rehostia, la Iglesia, caca, el paganismo, guay, Dios apesta, Satanás mola más»), nos envainamos las tetas en blondas y puntillas, presentamos nuestra disparatada tesis como si fuese la Verdad Revelada ante un público dispuesto a creerla, bien por ignorancia, bien por afinidad ideológica, y, ¡pum!, holocausto brujeril al canto. Y nadie tiene derecho a censurarnos porque ésa es nuestra verdad, ¿a que no?

Historiadoras a las que, en vez del teléfono, les pides una prueba de ADN.
El holocausto de las brujas no existió. A ver si en mayúscula te entra en el jerolo: EL HOLOCAUSTO DE LAS BRUJAS NO EXISTIÓ. Nadie puede afirmar lo contrario sin pruebas y pretender ser tomado en serio. Es más, cualquiera que realice una acusación de tal calibre sin la menor evidencia que la respalde debería ser obligado a defenderla ante los tribunales de justicia, donde se le hará patrimonialmente responsable del veredicto en su contra.

Ni millones de asesinadas ni puntas de capullo. Hubo algunas decenas de miles de muertas, eso está comprobado, pero ni un millón ni varios millones. Tampoco podemos hablar de un complot machista-católico contra la pérfida mujer (propter speciem mulieris multi perierunt y todo eso) toda vez que la mayoría de los procesos fueron conducidos por las autoridades civiles, no las religiosas. Y no, no fue un fenómeno localizado en la Edad Media. La inmensa mayoría de los procesos contra las brujas se produjeron entre los siglos XV y XVIII. Y no, mi rolliza amiga, la persecución no fue especialmente feroz en los países latinos, sino en los civilizados y moderados países nórdicos, como Suiza y Alemania. Sí, Suiza, donde las mujeres no conquistaron el derecho al voto hasta 1974. Sí, Alemania, país, civilizadísimo y respetuoso, ¡que digo respetuoso: vanguardista!, donde hasta se construyeron unas prisiones especiales para brujas (las Hexenhaus) por si los acogotadores de brujas iban un poco pillados de tiempo y decidían solventar los procesos pendientes plantándole fuego al edificio, como solían hacer con los ghettos, cuando al Borussia lo eliminaban en cuartos de final de la Bundesliga.

Y en cuanto a lo de que esas mujeres eran las guardianas de los últimos posos de la religión lunar neolítica, religión lunar neolítica que no sabemos si existió, que sólo es un artificio de arqueólogos con demasiado tiempo libre; dado que todas esas pobres señoras llevan muertas varios siglos, sólo puedo contestar a tu alegación con una palabra:

¡Burra!
Jerks also.
La generación de subnormales mejor preparada de la historia
(Y tú mismo deberías hacértelo mirar, si después de leer el apartado anterior necesitas corroborarlo con éste)
Cada vez que oigo a un periodista (no digamos ya si se lo oigo a un político, generalmente de la mal llamada oposición) referirse a los millenials como «la generación mejor preparada de la historia» (cuyas oportunidades de futuro habrían sido diezmadas por unas políticas laborales insensatas, obligándoles a emigrar al extranjero, donde sí pueden desarrollar su talento) me río tanto que mi madre llama a la fábrica de agujeros para encargarme un ano de repuesto. Así ganamos tiempo.

No cuestiono que entre los tiernos renuevos de nuestra raza haya jóvenes bien preparados e incluso excepcionalmente bien preparados, pero cualquiera que pretenda universalizar el talento a toda una generación, hacer común a toda una añada de jóvenes, y por ello mismo menospreciar, el esfuerzo, el trabajo duro y el estudio merece ser embreado y emplumado.

Después de afeitarle.

Con ácido nítrico.


Catedráticos debatiendo sobre la antropología de Hegel.
Porque hace falta ser profundamente anormal para creer que de nuestros mutilados y vomitivos planes públicos de estudios, perpetrados por ministros analfabetos y cínicos, siguiendo las órdenes de presidentes especialmente interesados en subnormalizar y adocenar a sus futuros votantes, puedan surgir genios, salvo por puro accidente o empecinamiento personal del interesado.

No hace tanto tiempo que me licencié y recuerdo, en un examen de quinto año de carrera, a un profesor devolviéndole a un compañero mío un examen recién entregado para que lo rehiciese, «y esta vez, si es tan amable, en algún idioma de este planeta.»

El muy soplapollas había escrito el examen en messenguerés, o sea empleando las abreviaturas con las que le mandaba vídeos de gatitos a sus colegas y  demandaba fotos ginecológicas a su novia.
«flavio vlerio konstntino fue mprador d ls romanos y lgisladr d la rligión krstiana x l edicto d Milán. Tb rfundó la ciudd d Bizanzio llamndl Konstntnopl»

La generación mejor preparada de la historia.

Los teléfonos, cada día más inteligentes; las personas, cada día más imbéciles.
Ese mismo profesor, algún tiempo más tarde, lejos yo de la Universidad, me habló de la posibilidad de acogerme a una pequeña beca para pasar a limpio unos viejos libros del archivo de la facultad, lo cual exigía un mínimo dominio de la Paleografía, asignatura que debería ser obligatoria para todos los licenciados en Historia. No llegamos a nada porque el dinero disponible para el proyecto no me cubría ni el billete de autobús a Santiago y un bocata para el mediodía, pero la lección aprendida a continuación fue más valiosa que ninguna beca. Al sugerirle que le propusiese el trabajo a alguno de sus alumnos, ya matriculados y residentes en Santiago, la respuesta de mi antiguo mentor, teñida de desesperación fue:
«¡Valiente tropa! ¡No saben leer ni su propia letra y les voy a poner a leer legajos del siglo XVII!»

La generación mejor preparada de la historia.

¿A quién coño se le ocurrió que los jóvenes españoles de hoy son la generación mejor preparada de la historia y por qué?

¿Porque saben usar ordenadores?

Cualquier cretino puede aprender a usar un ordenador. Miradme a mí. Y saber usar uno no te vacuna contra el cretinismo.
No sin mi Instagram
La generación mejor preparada de la historia es una generación de gilipollas a los que pones delante un texto de más de 140 caracteres y son incapaces de terminárselo, no digamos ya comprenderlo. La generación mejor preparada de la historia se niega a estudiar porque, total, «todo lo puedes encontrar en Internet». La generación mejor preparada de la historia es la que hace el ridículo en las audiciones de Operación Triunfo. De la generación mejor preparada de la historia salen las novias del pobre Paquirrín, y el propio Paquirrín. Los componentes de la generación mejor preparada de la historia ni saben ni quieren saber porque, básicamente, a la mayoría de ellos se la bufa todo mientras tengan teléfono móvil, una cuenta de Twitter, unos padres que les den cien euros para el fin de semana y un agujero donde puedan meterla en caliente con regularidad o una breva con la que rellenarse el agujero.

La generación mejor preparada de la historia es el resultado de una sociedad que encumbra a los necios y castiga el esfuerzo, que ha proclamado el twerking y piercing en el clítoris como las mayores conquistas de la lucha femenina, una sociedad que recompensa a los vagos del aula y castiga a los mejores alumnos obligándoles a rebajarse a su nivel, no vaya a ser que sus compañeros menos dotados se traumaticen por su patente imbecilidad.

Pero, ojo, la generación mejor preparada de la historia no apareció de la nada. El Hombre que quería ser Steven Spielberg, ése aspirante a director de cine que no sabía nada de cine, ni quería aprender, es de mi edad. De una de las últimas generaciones que estudiaron lenguas clásicas en el instituto (latín o griego), de las últimas a las que enseñaron filosofía. Lo único que ha cambiado es que la excepción se ha convertido en norma. Antes no estabas libre de que te saliese un hijo tonto. Hoy, todos los úteros de España parecen máquinas replicadoras de imbéciles que arrojan a esta desesperada piel de toro nuevas copias de El Hombre que quería ser Steven Spielberg. Antes, si volvías cabreado a casa porque el profesor te había castigado, tus padres te decían «algo habrás hecho». Ahora, papá carga la escopeta con posta lobera y se va a buscar a la seño para apiolarla por haberse atrevido a crearte semejante trauma.


Ahora entiendo muchas cosas.
Años ha, un conocido mío encontró su primer trabajo en una escuela infantil. Duró quince días. Harto de intentar razonar con sus alumnos, una jauría de auténticos salvajes que pasaban olímpicamente de él y se pasaban las clases gritando como chimpancés espídicos y tirándose cosas los unos a los otros, este pobre ser humano con esfuerzo (nacido en mi generación) regañó en voz alta... bueno, vale, a gritos, a uno de sus querubines, que había decidido recorrer toda el aula saltando de mesa en mesa.

Repito: este pobre cristiano le gritó a un crío de cinco años por recorrer toda el aula saltando de mesa en mesa, lo cual no sólo era un comportamiento incívico, sino que podría haber acabado con el enano en cuestión en urgencias, escayolado, o en la morgue, desnucado. Le gritó para reprenderle y con ánimo de evitar males mayores.

Se produjo un silencio mortal en el aula.

Uno o dos de los angelitos, asustados, empezaron a llorar y a ésto le siguieron los demás.

El atribulado jefe de estudios entró en el aula como un equipo de GEOs, hizo una breve indagación y se llevó al profesor al despacho del director, que en tono paternalista le explicó que a los niños no se les puede levantar la voz, que eso es maltrato y que en su colegio no tenían lugar los maltratadores.

Mi bisoño héroe le dijo al director lo que podía hacer con el trabajo. Y se tomó la molestia de darle algunas coordenadas anatómicas. Acto seguido abandonó el colegio y dejó que fuesen otros los encargados de educar a la generación mejor preparada de la historia.
Pavor me dan. Lo juro.
«Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a pasar»

Yo no sé si eran amigas, aunque desde luego hablaban con la familiaridad y confianza que nace de la amistad.

Me acompañaron en un viaje en autobús, y aunque se sentaban tres filas más adelante, parecían empeñadas en que todo el pasaje oyese su conversación, que básicamente iba sobre pollas. No, en serio. Una de ellas tenía novio, pero acababa de ponerle los cuernos con un amigo suyo, y ya que le jodía porque ése tío no le gustaba nada, que sólo se abrió de piernas para él porque en el cumpleaños de Pochi estaba hasta el culo de calimocho, que a ella la que la ponía burra era el hermano de su novio, aunque todo el mundo diga que es maricón, pero el muy cerdo no se presentó en el cumpleaños de Pochi, y seguro que lo hizo adrede, para calentarme más el chumino, que me dijo que iba a ir y al final no fue, y por eso me acabé trincando al amigo de mi churri, pero fue peor el remedio que la enfermedad, porque ahora quiero más a mi churri, pero al mismo tiempo me pone más cerda su bro, que voy por la calle echando nubes de bacalao quemado...

La amiga, probablemente tan harta como el resto de nosotros de tanta tontería, la cortó:
«A ti lo que te pasa es que eres una puta. Y te lo digo con todo el respeto.»

Pues no.
¡Que no!
No hay una forma respetuosa de insultar a nadie. No existe. La mera noción de «insulto» implica y exige una falta de respeto. La así llamada amiga, en un rapto machista del que dudo fuese consciente (ambas pertenecían a la generación mejor preparada de la historia), dedicó a nuestra narradora el calificativo usualmente empleado para las mujeres que tienen la moral sexual de un hombre. Pero para que la pobre y sufrida promiscua no se sintiera mal consigo misma, trató de quitarle hierro al insulto con una fórmula al uso, tan manida como falsa. Y se quedó tan ancha. Desde su punto de vista, no había conflicto alguno. «Puta» no podía seguir siendo la acepción malsonante de «señora a la que se cepillan por dinero» (o, en el caso que nos ocupa, «fémina que folla tanto como le gustaría follar a un tío») desde el momento en que le había pegado ese «te lo digo con todo el respeto», lo cual no sólo demuestra que esta jovencita de la generación mejor preparada de la historia no había tenido un diccionario en las manos en toda su breve vida, sino que se sentía autorizada a retorcer el lenguaje en los términos que más le conviniesen en un momento dado, audacia que sólo he visto en los mayores ignorantes sobre los que puedo hacer memoria.

Indudablemente el contexto influye en el significado de un término. Asimismo, el lenguaje es una herramienta extraordinariamente flexible que permite con las mismas palabras decir una cosa y la contraria, y además evoluciona con el tiempo en maneras que a cualquier estudioso de la etimología llevan al asombro, el espanto o la carcajada. Pero trivializar el lenguaje hasta el punto de que un insulto pueda convertirse en una palabra neutra simplemente despuntándola con una coletilla, no sólo es una perversión del lenguaje mismo, sino que demuestra hasta qué extremos de ineptitud se puede llegar cuando desconocemos los códigos de nuestra propia lengua, bien porque nadie se tomó la molestia de exigirnos que los interiorizáramos, bien porque nos han inculcado la blasfema idea melliza de que el lenguaje es nuestra perra, obligada a hacer trucos para nuestra diversión y de que no sólo todas las opiniones son igual de respetables, sino que nadie tiene derecho a pedirnos cuentas por la nuestra, ni siquiera cuando llamamos a nuestra amiga «chupapollas profesional.»

Las palabras no tienen el valor que más nos convenga en cada momento. La evidencia no se enjuaga con medias verdades. Pedir disculpas después de hacer daño a sabiendas no te otorga derecho a ser perdonado.

Perra.

Si parece un pato, anda como un pato y suena como un pato, es un orangután

Ejem... Siniestro.
No hace mucho, una de las extrañas piruetas del buscador de Google (ya sabes, como cuando pones «Atapuerca» y te lleva a una página porno, o como cuando pones «Existencialismo francés» y te lleva a una página porno, o como cuando pones «18 years old tight Russian teen slut gives a good head and eats buckets of hot jizz» y te lleva a una página sobre Terencio) me condujo a una revista on-line de la que no había oído hablar, ni me acuerdo, donde pude leer un artículo acerca de cierta famosilla española, de la que sí me acordaba, a la que todos habíamos perdido la pista hace años. El típico artículo «¿Qué fue de Fulana de tal

Al parecer esta señora, responsable de algunas erecciones fulminantes en los años 90 cada vez que aparecía en una portada de Interviú, se habría afincado personal y profesionalmente en un país extranjero de otro continente, en concreto de Europa, donde desarrolló su profesión con desigual éxito y contrajo nupcias con un nativo, empresario y millonario. «El amor de mi vida», en palabras propias, hasta que se les rompió el amor y se divorciaron, tras lo cual ella volvió a casarse, con otro nativo millonario. «El amor de mi vida», volvió a decir la muchacha, que mira que hay que tener suerte de encontrarlo dos veces en la vida... Hasta que también esa relación, ¡cachis la mar!, se acabó rompiendo y, tras unos años de soledad y, no sabemos ni nos incumbe,  promiscuidad, masturbación o ambas, nuestra heroína recompuso su vida con un tercer sujeto, también millonario, también «el amor de mi vida», con el cual, por si las moscas, tuvo especial cuidado en no casarse.
Mi foto del carnet.
Yo es que soy de leer mucho. Sobre todo si el texto en cuestión trata de una señorita que, años ha, me hizo romper algunos gayumbos con aquellas primeras tremperas de la pubertad. Por eso. Por nostalgia eréctil, que es la peor de todas, me leí el artículo entero y me vi las fotos (comprobado: sigue estando igual de buena). Y llegado al final del texto me encontré con un Armagedón.

Y es que algún machista, misógino, supernumerario del Opus, lector de La Razón, aspirante a barragán de Rajoy y violador en potencia, si no ya consumado, se había atrevido a escribir en los comentarios del artículo algo del calibre de: «Vamos, que sólo se enamora de millonarios. Me pregunto por qué.»

La que le cayó encima es fácil de imaginar. Fue como si todo el club de fans de Fulana (sin segundas) de Tal se le echase a la yugular. En fin, lilas los hay en todas partes y no hay por qué escandalizarse por ello. Pero entre los que se limitaban a escupir insultos había algunos comentaristas que daban verdaderos escalofríos. Me refiero a gente que parecía saber mejor que la entrevistada lo que ella quería decir cuando afirmaba haberse «casado» dos veces y «emparejado» una tercera; gente que afirmaba conocer muy bien (no sé si personalmente) a los bigardos europeos que habrían estado frecuentando la vagina de la vieja gloria patria, y a quienes hacía gracia la palabra «millonario», porque en realidad, esos «ricos» proveedores de esperma de nuestra heroina no eran «ricos, ricos» exactamente, sino más bien «empresarios» («Vale que uno coleccione Ferraris, el otro tenga unas cuadras de caballos y el tercero se vaya todos los fines de semana de compras a Nueva York, ¡pero eso no es ser rico, caramba!»), que no es lo mismo. «Y, en cualquier caso, si diésemos el brazo a torcer, que no lo daremos, y estos hombres fuesen ricos, que no lo son, se habrían hecho ricos con su esfuerzo y su trabajo, así que no, eso que has dicho sin decirlo, no. Que poco menos que has dicho que Fulana (sin segundas) de Tal es una puta de lujo y por ahí no paso puto machista, maltratador de mujeres, votante del PP...».
Yo estaba, y estoy, horrorizado. Estos zulúes retorcían de tal manera la semántica que era como si hablasen otro idioma, pariente lejano del castellano pero indescifrable para mí. Ante una evidencia formulada en sus propias palabras por la protagonista del artículo, que un lector del mismo, tan maliciosamente como quieras, resumió en un comentario tan políticamente incorrecto como te de la gana, los exaltados defensores estaban construyendo una realidad paralela donde, en realidad, no habíamos leído lo que todos habíamos leído, porque la desencadenante de nuestras erecciones novatas no habría dicho lo que dijo ni nunca habría podido hacerlo porque lo que ella misma contó que había hecho, jamás sucedió y, aunque hubiese sucedido, no importa porque lo importante es que este cavernícola ha insinuado que la señora Fulana (sin segundas) de Tal la chupa por dinero y sólo por dinero.

Este señor no estaba inventando nada. Tomó las propias palabras de la protagonista del artículo y se las tiró a la cara. Y, en cualquier caso, para eso se creó la libertad de expresión: para que todos nosotros, en un momento dado, tengamos la oportunidad de quedar como auténticos gilipollas.

Pero alguna gente opina que no, que no tienes ese derecho. Que ni siquiera tienes derecho a señalar una obviedad afirmada por otro, porque eso es fascismo, machismo, o yo qué sé, o todo junto a la vez.

Hasta los cojones

La torre de Babel no fue derribada: la estamos construyendo entre todos. Cada vez que transigimos con los violadores del idioma, los proxenetas de la verdad, los travestidores de la evidencia, los propagadores de bulos, los mercaderes de humo, los paladines del fascismo políticamente correcto, los traficantes de cultura para oligofrénicos, los mamporreros de la progresía flower-power transgénero y sin gluten. A todos ellos se la bufa el lenguaje. Sólo es una herramienta prescindible. Un medio para alcanzar un fin. Si tienen que romperle los brazos al castellano para que el derrame de un petrolero sean unos cuantos «hilillos de plastilina», lo harán. Si deben sacarle los ojos a la lengua en la que se escribió El quijote para que aceptemos a Boris Izaguirre como «el Balzac caribeño», se le sacan. Si nos dicen que 50 sombras de Grey es «literatura feminista», tenemos la obligación de creérnoslo y corearlo a los cuatro vientos. Porque el idioma es nuestra puta. Porque la verdad está sobrevalorada y ésta es la mía. Porque somos la generación mejor preparada de la historia. Porque tontos todos pero tú más. Porque enamorarse exclusivamente de multimillonarios no es una tendencia, es algo que le puede pasar a cualquiera, y porque el más gilipollas eres tú, que estás leyendo esta infecta bitácora en vez de intentar hacer algo de provecho con tu puta vida de mierda. ¡Subnormal!

(Sin segundas, obviamente)