lunes, 1 de mayo de 2017

Me he quedao con tu cara

Elena Ferrante es el pseudónimo de una escritora italiana sobre la que poco o casi nada se sabe.

Perdón, quiero decir se sabía.

 

De Elena Ferrante se sabe... sabía muy poco: que escribe como los ángeles (O eso dicen. Nosotros, en el momento de escribir estas líneas, seguimos sin haber podido echarle el ojo a uno de sus libros), que no le gusta un carallo el circo de la promoción editorial y que es reacia a conceder entrevistas. Entre 1992 y 2014 ha parido ocho novelas, un cuento infantil (La spiaggia di notte) y un ensayo sobre la literatura y la creación literaria (La frantumaglia).

Quienes siguen la obra de la pseudónima autora italiana describen sus libros como droja de la peor, de la que no te cansas nunca y que siempre te deja con ganas de más. Parece que los libros de la amica Elena podrían estar detrás del inexplicable aumento de caídas de viandantes a los canales venecianos, del incremento en la venta de pizza y comida china a domicilio (después de que la mamma, absorbida por un pasaje particularmente intrigante, se olvidase el risotto al fuego) y de ciertas trágicas peleas al arma blanca y con efusión de sangre en las bibliotecas públicas, entre aficionados que se disputaban el derecho a solicitar en préstamo la última obra de la Ferrante.

De creer los panegíricos que se escriben acerca de ella, y de entrada no tenemos ningún motivo para no hacerlo, Elena Ferrante habría logrado la cuadratura del círculo: escribir unos libros que atraen a legiones de lectores y que se la ponen dura a los críticos literarios. Vamos, que es casi perfecta, como si a Sara Sampaio le gustasen los cómics de superhéroes, la Ciencia-ficción, el Manga, 2001 y Tolkien.
¿Te lo imaginas? ¡Aaaaaaaarrfsbsh!
Hasta hace poco, Elena Ferrante sólo tenía un defecto: se negaba a mercadear con su verdadero nombre y con su imagen. No sólo pretendía así mantenerse al margen de la codicia de celebridad (esa hermana feucha del talento pero que hace unas mamadas de morirse), también justificaba su anonimato en que, una vez terminado, el libro ya no necesita a su autor.
(Dicho sea de paso, estamos muy pero que muy de acuerdo con Elena Ferrante en este punto. Por algo firmamos como Herbert Sommer y no como F... ¡Ay! ¡Que casi me pilláis!)
Parece una perogrullada, pero no debe de serlo tanto cuando el contrato de edición típico, hasta en la más mierdosilla editorial independiente para escritores malditos y lectores freaks, exige al autor una colaboración activa en la promoción del libro, o sea estar a disposición de la editorial para todos los eventos publicitarios que ésta considere menester: entrevistas en prensa, radio y televisión, firmas públicas de libros, mesas redondas, seminarios... Por cierto que no imagino dónde está el límite. ¿Podría una editorial obligar contractualmente a una escritora a pasear las peras por una portada de Interviú, o a un escritor a participar como tronista en Mujeres, hombres y viceversa, inventarse un rollo de una noche con Paquirrín o fingir un embarazo de Julio Iglesias? Lo pregunto porque a Camilla Läckberg ya la hemos visto como concursante, y enseñando chicha, en la versión sueca del ¡Mira quién baila! y, como Jag kan inte tala svenska, no me quedó muy claro si asistió al programa de motu proprio o como parte de una campaña de promoción de un nuevo libro de Los crímenes de Fjällbacka.
(Que no. Que no es coña.)

(¿Que quién es Camilla Läckberg? Me cago en la hostiaaaa.)
¡No eres digno! ¡No eres digno!
(¿Que cómo se pronuncia Läckberg? ¡Joder, pues con la boca! ¡Que pareces tonto!)
Uno podría estar más o menos de acuerdo con la decisión de Elena Ferrante. A fin y al cabo, de todo hay en la viña del Señor. De escritores que dieron sus obras al público sin buscar la notoriedad podríamos hablar hasta aburrir. Y también de sus motivaciones. A J.K. Rowling todavía no hay quien le quite de la chepa la acusación de haberse montado una bizantina campaña de promoción con su imaginario Robert Galbraith. (¡Oyes, y qué cachondeo cuando empezó a enviar sus libros a las editoriales, tú!) Si a Fernando de Rojas le atribuyen la autoría de La Celestina (escarallante tragicomedia que ya estás tardando en leer) no fue en absoluto porque él se declarase responsable de la obra. Stephen King publicó sus primeros libros como Richard Bachman, según algunos medios especializados porque temía enmierdar el buen nombre de Stephen King (Marca Registrada) con aquellas ficciones novicias que el bueno de Steve se resistía a tirar pero cuya inmadurez, en el fondo, le avergonzaba; aunque el propio Steve da una versión muy distinta en la sección de FAQs de su página web oficial. Básicamente, alega el amigo Stevo, sus editores tenían miedo de saturar el mercado con libros de Stephen King ® y no le permitían publicar más de una obra al año bajo su verdadero nombre (algo que, el mismo Stephen alega, nadie tuvo cojones de imponerle a Danielle Steel, por ejemplo), así que se inventó a Richard Bachman para sortear la prohibición.
Ya de joven acojonaba lo suyo. Las cosas como son.
Se nos ocurren muchas razones por las cuales un escritor podría decidir publicar su obra bajo pseudónimo, pero enumerarlas todas sería de un pedante que te cagas incluso para esta bitácora. Digamos que se resumen en dos: la palatabilidad y el bochorno.

Los escritores con problemas de palatabilidad pueden no estar conformes con el regusto de sus verdaderos nombres, no necesariamente por motivos estéticos. Evidentemente, si te llamas Ignacio Pajas Macías o Judas Verdugo de Dios (Nombres reales, lo  juro, ¡si es que hay padres que tienen delito!) puede que prefieras alejar de tu mierda de carrera literaria las proverbiales moscas de un nombre malsonante. Ignacio Pajas (A quien en el Registro Civil sólo ofrecían como solución a su zozobra cambiar el orden de sus apellidos, partido que en nada podía beneficiarle: Macías Pajas suena incluso peor que Pajas Macías) podría así publicar sus fétidos clones de Crepúsculo bajo el pseudónimo de Allegra Sorcaferrata, y Judas Verdugo de Dios (En serio, matar a ciertos padres no debería ser delito.) plagiar casi impunemente a Tolkien bajo el alias de Fergus Glasscock.

Tristemente, a menudo no son los escritores quienes adolecen de problemas de palatabilidad, sino sus lectores o colegas. Karen Christence Blixen y Cecilia Böhl de Faber y Larrea tenían fundadas sospechas de que no se les reconocería el mérito que estaban seguras de poder conquistar si publicaban bajo sus verdaderos nombres, y por eso adoptaron los pseudónimos de Isak Dinesen y Fernán Caballero, respectivamente. En el proceso, a ambas les creció una pilila literaria y recibieron al menos parte del respeto que merecían de parte de sus camaradas con pilila en 3D. Y si te parece que esto es un problema felizmente superado, permíteme recordarte que los editores de Harry Potter recomendaron a J.K. Rowling esconder su sexo, delatado por su nombre real, Joanne, bajo una sigla, a fin de no espantar a los potenciales lectores machos que pudieran estar interesados en su obra. Y no hace tanto que Doris Lessing, se quejaba del sexismo inherente al mundillo literario más o menos en estos términos:
«Cuando aparece un nuevo escritor, todos preguntan "¿Es bueno?" Cuando aparece una nueva escritora, todos preguntan "¿Está buena?"»

(Sí, yo también creo que cuando en una actividad cualquiera, excluido el porno, cuentan más los genitales que el talento tenemos un problema.)

Doris Lessing, sí. Doris Lessing, que cuando ganó el Nobel de Literatura en 2007 tuvo que soportar que a la Academia Sueca le cayese la del pulpo por no haber elegido a un escritor con más talento y pilila en 3D. Doris Lessing, de quien todos los medios de comunicación del orbe que le practicaron sexo oral por lo del Nobel olvidaron muy conscientemente mencionar sus novelas de Ciencia-Ficción (La grieta, Instrucciones para un viaje al infierno...). Supongo que porque la Ciencia-Ficción no es literatura, ¿eh, señores? (De hecho, fue uno de los argumentos del insufrible Harold Bloom para protestar por la concesión del premio.) Supongo que, para Bloom, Vermillion Sands y El mundo sumergido tampoco son literatura y J.G. Ballard era un botarate, ¿eh? En fin, no sigo, que me conozco y me tengo miedo.

Era feminista, una abuelita adorable y escribía Ciencia-Ficción. Siguen sin perdonárselo.
Entre los escritores pseudónimos por bochorno se me ocurren, así a bote pronto, David John Moore Cornwell y Francisco González Ledesma. El primero empezó a escribir en serio cuando todavía era agente del MI6. Dado que la vocación de míster Cornwell parecía sincera y los funcionarios del Foreign Office tenían prohibido publicar bajo sus nombres reales, nació John le Carré. (El espía que surgió del frío, La chica del tambor, La casa Rusia, El jardinero fiel... ¡Nah! ¡Un ganapán cualquiera!). El segundo tenía una bien acreditada reputación de autor de novela negra y periodista más que solvente, con el atractivo añadido de haber sido represaliado por el tío Paco, que le censuró su Sombras viejas, galardonada con el Premio Internacional de Novela por un jurado en el que estaban, entre otros, Somerset Maugham; pero resultaba difícil entender cómo este hombre, a quien en España no conocía ni Dios (sus novelas se publicaban en Francia antes que aquí) se ganaba la vida con las letras... y en este punto entramos en terreno pantanoso, porque lo cierto es que no estoy seguro de si lo soñé o el acto público en el que González Ledesma «salió del armario» sucedió realmente.

Yo recuerdo al bueno de don Francisco recogiendo un premio, una placa honorífica o no sé qué mierdas, rodeado por los cuatro chupópteros que nunca faltan en estos actos: los dos becarios de la editorial/ayuntamiento/asociación cultural/entidad pública o privada correspondiente, el prócer embrutecido que hasta aquella mañana no sabía quién era González Ledesma y que esa misma noche ya lo habría olvidado y tal vez, porque le pillaba de camino al bingo o el putiferio, el analfabeto senescal del Ministerio o Concejalía de inCultura, con un ojo puesto en las cámaras y otro en los canapeses.
Portada implícitamente sexual, enternecedoramente cándida.

Recuerdo al periodista timorato, y a quien probablemente también se la traía muy pero que muy al fresco tanto la obra como la persona de González Ledesma, preguntándole «Don Francisco» (Espero que fuese «don Francisco», que Ledesma peinaba canas y la prensa ya se toma ciertas confianzas que, en mi humilde opinión, deberían justificar un asesinato en masa) «Desde su experiencia ¿cree que es posible en España ganarse la vida con la literatura?». «Por supuesto que sí», recuerdo que contestó Ledesma. «Si haces como yo: escribir novelas del oeste al peso, puede que más o menos puedas poner un plato de sopa en tu mesa. Pero ¿quién puede pretender ganarse la vida con la literatura en este país de políticos ignorantes empeñados en gobernar sobre una masa de votantes analfabetos?»


«Silver Kane, para servirle a usted.»
Recuerdo a los dos becarios de la editorial/ayuntamiento/etcétera poniendo cara de «¿Esto que tengo en la boca es mierda?», al prócer embrutecido haciendo la mueca estándar «Debería haberme ido de putas en vez de venir a este coñazo. ¡La última vez que me lían para homenajear a una "vieja gloria" del fútbol!» y al senescal engullendo canapeses como un pato aprovechando que los fotógrafos habían dejado de apuntarle.

Pero como digo, no estoy seguro de que ésto haya sucedido en realidad. Tal vez sólo fue un hermoso sueño.
(Lo cual no quita que Francisco González Ledesma haya publicado más de mil novelas del oeste bajo el pseudónimo de Silver Kane, ¡mil!, así como novelas románticas bajo los alias de Rosa Alcázar y Fernando Robles. A lo largo de su colosal carrera, este profesional del pseudónimo también se ocultó bajo los nombres artísticos de Enrique Moriel, Taylor Nummy y Silvia Valdemar. Y esos son los que conocemos.)
(¡Y menudo shock el de mi padre cuando descubrió que llevaba décadas leyendo novelas de González Ledesma!) 
Escritor total donde los haya. (La portada engaña. En realidad es una novela policíaca.)
Fueran cuales fuesen los motivos de Elena Ferrante para escoger la relativa protección de un pseudónimo ya no importan un cojón porque alguien decidió que Elena Ferrante no tenía derecho a permanecer en el anonimato, y la sacó del armario porque sí, porque él lo valía, porque quería, porque le daba la gana y porque le salía de las pelotas. El periodista Claudio Gatti habría obtenido por medios inconfesables los datos financieros de Anita Raja, traductora de alemán para Ediciones E/O (la misma compañía que edita los libros de la Ferrante) y, a la vista de que sus astronómicas retribuciones por su trabajo para la editorial (los sueldos de los traductores son de risa, aquí y en Lima), sumado dos más dos.

Y yo, que no soy lector de Elena Ferrante ni aspiro a serlo, estoy un pelín encabronado por este motivo. No soy el único. El Hombre que se Mareaba Viendo Porno también se ha cabreado cacho largo por ese motivo.

Lo expresaré así, a lo bruto, que es como me sale:

Para la inmensa mayoría de la gente, los escritores somos escoria. ES-CO-RI-A. En casi cualquier idioma, «escritor» es sinónimo de borracho, putero, vago, fatuo y maricón, no necesariamente por ese orden. En nuestra querida Piel de Toro, además, ser escritor implica el sambenito de rojo peligroso, proetarra, amigo de Maduro, pesebrero y muerto de hambre. Si no quieres que tu cuñado te acuse de vivir del cuento, succionando becas y subvenciones para no tener que desempeñar un trabajo de verdad (para el cual no se corta en acusarte de estar particularmente mal dotado), cuando te pregunte a qué dedicas el tiempo libre, sigue un consejo que me dieron hace años y cuéntale que tocas el piano en un burdel.
«Practico cada noche y además conozco gente interesante.»
Vivimos en una sociedad que castiga la creatividad y lastra las vocaciones artísticas, donde una entrada de cine está gravada con un IVA más elevado que una revista guarra y donde se obliga a los escritores jubilados a escoger qué prefieren cobrar: si las pensiones de mierda que les corresponden como autónomos o los royalties de mierda que les corresponden por sus obras, pero las dos cosas no, que entonces no cumplimos el objetivo de déficit.
(Me pregunto si alguien se planteó  hacerle a Amancio Ortega la misma pregunta: «¿Qué prefiere, don Amancio, su pensión privada multimillonaria o las regalías de sus acciones de Inditex o su participación en beneficios?; porque todo como que no va a poder ser.»)

Afrontémoslo: ser escritor es una cabronada. Ninguneado por las autoridades de tu país, a las que la cultura les suda la funda de la polla; esquilmado por tus editores, que quieren un máximo retorno económico por tus libros a cambio de la mínima inversión, te exigen clones de 50 Sombras de Grey y pretenden que te conformes con las migajas aunque tú has hecho la mayor parte del trabajo; puteado por los lectores, que corren a descargarse tus libros by the face de Internet y les da lo mismo si para pagar el reenganche de la luz de tu piso tienes que arrodillarte sobre charcos de aguas fecales y comer rabos de camionero en lóbregos callejones malolientes.

Pero a pesar de lo jodido que está el tema de la literatura, a los escritores siempre nos queda el pseudónimo. Para tomar distancia con ese estanque de pirañas. Para que sea a él a quien le salpique la mierda. Para preservar nuestra salud mental. Para que nuestro cuñado no nos putee en la cena de Nochebuena. Para que nuestros lectores no nos vean sangrar y nos pierdan el poco respeto que una vez nos tuvieron.

 


Anita Raja decidió que su obra hablase por ella. Decidió vacunarse contra el circo de un mundo hipermediatizado donde Camilla Läckberg calienta pollas en el ¡Mira quien baila! sueco y Sophie Auster es carnaza para la prensa rosa por su innegable fotogenia... y porque es hija de Paul Auster, que si no a todo el mundo le importaría un huevo lo guapa que fuese. Anita Raja creó un escudo entre ella y toda la prosopopeya de la celebridad y sus engañosos oropeles, acogiéndose a un derecho de todos los escritores desde la invención de la Lineal B, como mínimo; y es que puedes sufrir a lectores ingratos que se lo bajan todo de Librosgratisparacabrones punto com, críticos cínicos y cáusticos que destrozan tu obra sin haberse molestado en leerla, fans enloquecidos y tornadizos que lo mismo van tras de ti que del último tronista de Chonis, canis y viceversa, libreros desdeñosos que se niegan a exponer tus libros «porque yo en mi tienda no vendo mierda», editores desaprensivos que mutilan, prostituyen y travisten tu novela, y sin embargo, en esta jungla de facinerosos, continúa asistiendo al escritor el derecho divino a decidir cómo se difunde su obra, si bajo su nombre real, bajo pseudónimo o incluso de forma anónima.

No podemos consentir que nadie intente socavar esa potestad. Por dignidad. Por principios. Porque bastante puteados estamos ya. Porque atenta contra derechos sagrados a los que, como personas y autores, no tenemos la facultad de renunciar. Porque en algún punto hay que trazar la raya, afilar las hachas y decir: «Cruza a este lado si te atreves, comemierda. Verás qué risa.» Sí, borracho, putero, fatuo, maricón, rojo peligroso, proetarra, amigo de Maduro, pesebrero y muerto de hambre, pero mi pseudónimo no lo toca ni Dios en el cielo y, si te acercas a él, mi grito de guerra hará cagarse de miedo al mismísimo Odín en el Valhalla. ¿Oído, saco de mierda?
«Ven a por mi pseudónimo si tienes huevos.»
Tom Hanks, durante su discurso de los Óscar de 1993, que ganó en la categoría de Mejor Actor por su papel de abogado homosexual, enfermo de SIDA, en la película Philadelphia, (por cierto que el director, Jonathan Demme, nos acaba de hacer la putada de morirse) sacó del armario a un profesor suyo delante de millones de espectadores. «Fulanito de Tal, que me dio clases, es maricón perdido.» Así. Delante de toda la gente que presenciaba la ceremonia en vivo y por televisión.

¿Sabía Fulanito de Tal que su ex alumno iba a desvelar su mariconismo delante de medio mundo? Aunque lo supiese, ¿tenía Tom Hanks derecho a hacerlo, a tomar una decisión de tal calado sobre la intimidad de otra persona?

«Se lo dedico al señor Grossman, que ya de crío se comía las pollas de dos en dos.»
Con un par de cojones como bombonas de butano, Claudio Gatti ha aducido en su defensa que Anita Raja es una figura pública a causa de los libros publicados como Elena Ferrante y que, por lo tanto, no tiene derecho a una vida privada. Muy dura ha de ser la mollera de este individuo para no entender que precisamente crear el personaje de Ferrante, para la cual llegó a inventar una biografía, es la mejor evidencia de la poca notoriedad que buscaba Anita Raja, su abierto desprecio, puede que incluso temor a convertirse en una figura pública.

A Elena Ferrante la han sacado del armario, pseudónimamente hablando.

Eso ya debería ser lo bastante ignominioso.

Pero, lo que es peor todavía, su identidad secreta ha sido desvelada por una persona a la que le importan tres mierdas tanto Elena Ferrante como Anita Raja, los libros que cualquiera de ellas haya podido escribir o la literatura en general. Lo único que le importaba a Claudio Gatti era la exclusiva de quién se escondía tras todos esos millones de ejemplares vendidos.

En el proceso, ha conseguido pasar a la historia como un canalla.

Que le aproveche.

 

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