lunes, 6 de marzo de 2017

La culpa es de los padres, que las visten como putas

 
En el año 99, más o menos, cedí a los cantos de sirena de mis admiradores (o sea cuatro pelagatos desnortados, a los que quiero con locura) y comencé a mover mis libros entre editores, agentes y certámenes literarios. O al menos ésa era la idea.

No puedo decir que tuviese una estrategia. Más allá de no enviar cosas a editoriales que no publicasen narrativa, mi único plan era hacerme con un puñado de direcciones postales, enviar una carta de presentación y solicitar su permiso para hacerles llegar una muestra de mi trabajo. Y resultó bastante más difícil de lo esperado. Eran otros tiempos. Google apenas tenía un año de vida, la mayoría de los editores y agentes carecían de una página web realmente usable y muchos ni siquiera sabían lo que era un correo electrónico, no había páginas de recursos para escritores propiamente dichas, más allá de las que llevaban un par de maravillosos matados con más buena voluntad que medios, y todo estaba por hacer. Si querías enviarle un libro a un editor, tocaba encuadernar unas fotocopias, comprar un sobre bien gordo y pagar los sellos. De DOCs o PDFs adjuntos a un correo electrónico entendíamos cuatro lúsers todavía doncellas que llevábamos manejándonos con ordenadores desde los tiempos del Z80, pero no la gente de la industria de lo literario, aferrados todavía, o eso cabía suponer en vista de su aversión a la tecnología, al tintero, la pluma de ganso, la salvadera llena de polvo de concha y el papel de trapos reciclados.

Créelo o no: éste fue el primer ordenador que aprendí a manejar.
Algo sobre aquellos primeros balbuceos lo he contado aquí. Reléelo, si te apetece. Y si no, también, qué coño.


Y éste, lo creas o no, fue el segundo.
Pero no, no voy a volver sobre el mismo tema.

Esos primeros buzoneos de mi, hasta entonces clandestina, producción libraria fueron complicados. A mí es que me puede la inseguridad. Tenía como veinte direcciones postales y una media docena de correos electrónicos de editores y agentes literarios, y no sabía qué hacer con ellas. ¿Le echaba pelotas y escribía directamente a Planeta, Plaza & Janés o Ediciones B? Era una posibilidad... que me acojonaba. Tenía la completa seguridad de que estos monstruos corporativos no se iban a tomar la molestia de leer mis libros y mucho menos contestarme. Y no lo digo ahora, ni lo pensaba entonces, con acrimonia. Era simple razonamiento. ¿Cuántos manuscritos no solicitados reciben en Planeta a la semana? ¿Cien mil cienes de millones? ¿Por qué coño el mío iba a destacar sobre los demás, a menos que lo enviase escrito en tabillas de cera? (¿Y cuánto me costaría en sellos de correos enviar esas tablillas?) Y no, no tenía tanta fe en mi desmesurado talento narrativo, ni en la benevolencia de los lectores editoriales, como para esperar que mis libros se significasen desde el principio, sobre la bazofia habitual que llega a todas las editoriales, por su indiscutible calidad.


Y éste el tercero, pero vale ya por hoy de retrocomputación.
Inseguro que es uno (creo que eso ha quedado acreditado), pensé sinceramente que mi mejor posibilidad era comenzar por alguna editorial pequeña, casi independiente, o sin «casi». En base a ese razonamiento perverso, supuse que una editorial pequeña tendría que gestionar una menor cantidad de mierda no solicitada y podría dedicar más tiempo y esfuerzo a una lectura pormenorizada de las obras recibidas, lectura en el transcurso de la cual las virtudes de mi excelsa prosa relucirían por encima de la del resto de los aspirantes.
(Eso último pretendía ser un chiste.)
Gilipollas que era. Pido mil excusas. Era joven y aún tenía pelo. Poco, pero tenía.

Entre mis contactos literarios, brillaba con luz propia una pequeñísima editorial. Disfracemos el nombre. Digamos que se llamaba Ediciones Pichapuerta. Tenían una página web muy interesante y sugerente, llena de consejos para escritores noveles. Publicaban un boletín de lo más atractivo, de aspecto profesional, lleno de artículos, al menos en el par o así de números sobre los que puse la mano, que me resultaron muy prácticos. Prometían leer todo lo que les enviaban, ofrecían redactar informes editoriales by the face a quien se lo solicitase, edición en papel y la, entonces incipiente, edición electrónica e, importante para un universitario con pocos medios que quiere ahorrarse unas perrillas en fotocopias y sellos, aceptaban que les enviases los libros en forma de archivos adjuntos a un correo electrónico.
(Ya, ya. Como dije, era joven y tenía pelo.)
Mi aspecto actual.
Aún no había pisado suficientes tablas para comprender que si una chica se viste como una puta, se maquilla como una puta, habla como una puta y huele como una puta quizá te haga descuento por pringado, pero no se quedará sin cobrar. Esto es lo que hay.

Yo es que soy muy de darle vueltas a las cosas, así que planifiqué una estrategia: me curraría un correo electrónico de presentación en el que hablaría un poco de mí, de mis gustos como lector y de mis preferencias como escritor, pediría permiso para enviarles una muestra de mi trabajo y preguntaría, así como  haciéndome el tonto, por esos interesantísimos informes editoriales por la cara. Ése fue mi proceder.

Tan pronto como Ediciones Pichapuerta contestó a mi correo debería haber notado el olor a macho cabrío, pero no. Ingenuo que era. El editor, llamémosle... eeeeh... Crisanto Comemiérdez, por ejemplo, me agradeció que hubiese pensado en ellos, me animó a enviarles, sin compromiso alguno, un PDF con mi libro, me dio un par de buenos consejos y se interesó por la obra en cuestión.

Acto seguido cayó el primer jarro de agua fría. No, nada de informes editoriales gratuitos. Lo habían hecho al principio, por puro amor al arte, vocación de servicio y caridad cristiana, pero dejaron de hacerlo cuando comprendieron que la gente es muy mala, cínica y aprovechada; que los escritores sobre quienes habían derramado su generosidad, altruismo y buenos deseos habían cogido su informe editorial, habían rehecho el libro en base a esas notas y se lo habían llevado a otra editorial, los muy cabrones. Qué se la va a hacer. En el país del buscón don Pablos, esto era de esperar. Ahora bien, si yo quería uno de sus informes editoriales, estarían encantados de proporcionarme uno... previo pago de ciento veintipico euros.

«Aquí huele a muerto. Y no soy yo. Todavía.»
(Que sí, que sí, que parecía una meretriz, se maquillaba como una meretriz y yo seguía abrigando la esperanza de que fuese monja. Que no tengo remedio.)
Muy lejos de empezar a correr a la velocidad del estornudo y pegando gritos de reinona escaldada, después de esta intempestiva, inusitada y pelín insultante demanda de dinero, agradecí al señor Comemiérdez su amabilidad pero decliné  intercambio económico alguno. Pura y simplemente no tenía veinte mil reales de vellón que darle a este mal parido, y prefiero no pensar qué habría hecho de haberlos tenido. En fin, en mi respuesta le describí el libro que quería mostrarle (una antología de cuentos de terror) y, puesto que me había autorizado a ello, le envié una copia por PDF adjunto.

Algo así como un mes más tarde, volví a ponerme en contacto con Ediciones Pichapuerta, intrigado por la ausencia de noticias suyas. Crisanto me contestó en un par de días y me contó un rollo macabeo sobre su servidor de correo: que si llevaba semanas dándoles problemas, que si el informático que les hacía el mantenimiento no tenía ni repajolera idea y había configurado el trasto para que rechazase todos los correos con archivos adjuntos, que si mándame otra vez tu dirección de Yahoo! para que te agreguemos a nuestra libreta de contactos y esto no nos vuelva a pasar, ay Dios mío qué vergüenza; que si qué tiempos aquellos del pergamino, la pluma de ganso y la posta, que si bla, bla, bla. Oye, por cierto, ¿de qué coño iba tu libro?

(Redoble de metales)
Como no tenía demasiadas ganas de dejarme las uñas, copipegué mi anterior correo, le añadí un par de trivialidades acerca de la pérfida informática y volví a solicitar permiso para hacerles llegar un PDF con la obra que quería presentarles, aunque me quedó un ligero paladar a mierda, como si mi instinto me estuviese invitando a cuestionar la profesionalidad del señor Comemiérdez.
(Quisiera poder decir que fue la última vez que un editor, agente o certámen literario extravió un libro mío, o eso afirmaron.)

Tras la espera de los quince días de rigor, llegó la respuesta y el segundo jarro de agua fría. Sí, por supuesto que podía enviarles (de nuevo) mi libro. Pero, hostia, que fuese haciéndome a la idea de que un libro de cuentos, en este país de pícaros que cogen los informes editoriales que les haces con todo el amor del mundo y se los llevan a la competencia, es una cosa difícil de vender. No te digo en Argentina, pero en España la gente no lee cuentos, no lee obra breve, salvo de algún autor de novela pluriconsagrado como, no sé, Stephen King, por ejemplo. ¡Y encima cuentos de terror! Joder, chaval mira que te gusta complicarte la vida. ¿No sabes que la literatura de género no la quiere ni Cristo? A ver, ¿a cuántas personas conoces que lean habitualmente cuentos de terror o novelas fantásticas, eh? Bueno, venga, mándanos tu mierda de libro. Pero que sepas, de entrada, que probablemente vaya a ser que no.

«¡Publicadme! ¡Zi ozáiz!»
Ya con la mosca detrás de la oreja, les envié (recordemos: por segunda vez) mi humilde, e indudablemente mejorable, antología de terror. A ver si adivinas qué hicieron con ella.

Correcto: la perdieron otra vez, o eso afirmaron. Crisanto me envió un sentidísimo correo electrónico en el cual se disculpaba de corazón por las molestias causadas, prometía castrar al informático que les llevaba el mantenimiento del servidor, me aseguraba un puesto preferente en la pila de obras pendientes de lectura que tenía en su despacho y me pedía que le enviase el libro de nuevo, y ya sería la tercera vez.
(No, la idea de que estos extravíos informáticos tan oportunos y mi negativa a pagar por un informe editorial estuviesen de algún modo relacionados aún no había penetrado en mi dura calavera.)
«¡Juas, juas juas! ¡Pardillo!»
Lo que distinguía a este correo de todos los demás que me había escrito Crisanto estaba en sus últimos párrafos. Ya no mantengo aquella dirección de correo, así que copipego de mi traicionera memoria, con un poco de mojo para darle más sustancia:
«¿Sabes lo que estaría de chúpame la punta? Que además del libro y la carta de presentación del mismo nos adjuntases un pequeño informe, como de una media docenita de páginas, valorando el público potencial al que iría destinado, la tirada mínima recomendable, qué obras similares han aparecido en el mercado editorial español en los últimos dos años y qué repercusión han tenido. Nos facilitaría mucho el trabajo.»

Llegados a este punto ya sólo podía decir:




¿Comorl? ¿Que quieres que yo te diseñe una puta campaña de márketing para mi libro? ¿Yo? ¿Y qué cojones sé yo de mercados y del mercado editorial español en concreto? Pero ¿eso no era lo tuyo? ¿Eres un editor que no está al tanto de las novedades de la competencia, de sus ventas y tiradas? ¿Y por qué tendría que estarlo yo, que soy un pelagatos de veintipocos sin ningún vínculo con esa industria? Yo, mejor o peor, he escrito un libro. Ahí termina mi papel en esto. Se supone que tú, desde tu experiencia y conocimiento, tienes que decirme si el libro es publicable o no y por qué. Si no eres capaz de hacerlo ¿para qué coño te necesito? ¿De verdad me estás diciendo con la cara lavada, chaval, que quieres que yo haga tu puto trabajo? ¿GRATIS?

«Pa chulo, mi pirulo.»
Me gustaría poder decir que le contesté con muchas palabras esdrújulas y tantos sinónimos de «hijoputa» como fui capaz de coleccionar.

Pero no. Me mantuve en lo políticamente correcto y, perdón por el pagafantismo, agradeciéndoles el tiempo que me habían dedicado, suspendí toda correspondencia con ellos, persuadido de que no eran gente seria. Así de gilipollas era yo entonces.

«¡Noli me tangere, chusma!»
(Algún tiempo después conocí a gente que sí intentó publicar con ellos, que sí pagó por sus servicios editoriales, y que no vieron publicados sus libros, ni en papel ni en forma alguna, y tampoco recuperaron su dinero. Después de cobrar, sólo recibían largas, si es que recibían algo, y como fuesen un pelín insistentes, Comemiérdez dejaba de cogerles el teléfono. Y de los sufrimientos de los articulistas que redactaban su boletín, mejor ni hablemos.)
Crisanto no era un editor. Ni siquiera llevaba una empresa de autoedición, porque en las empresas de autoedición pagas, te dan tus libros y aquí paz y después gloria. Crisanto se hacía pasar por editor mientras gestionaba una aparente empresa de autoedición que, en realidad, se quedaba con la pasta de casi todos sus clientes y no autoeditaba nada. Una doble cobertura para un tinglado deshonesto como pocos. Crisanto tuvo que dejar caducar el dominio de Ediciones Pichapuerta y desaparecer de Internet. A Crisanto lo buscan por toda España algunos aspirantes a novelistas con rifles para matar elefantes. El muy cínico de Crisanto hasta había aparecido en el suplemento cultural de un periódico de tirada nacional, donde a esta gran esperanza blanca de las letras españolas le hicieron un panegírico que acabó por arruinar para siempre mi ya mancillada fe en el periodismo.

Varios cuentos de la antología que Crisanto extravió dos veces ya han sido publicados, por cierto. Por gente seria. Que sí lee lo que le envían. Que selecciona. Que nunca me pidieron ni un euro de madera a cambio de dar al tórculo mis textos.
«¡Mama, que man publicao!»
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que, en realidad, este pobre cabrón de Crisanto Comemiérdez no sabía realmente nada de escritores, y este artículo de Paratroopersdon'tdie lo prueba.

Está claro que nadie se lo dijo.
Pero no quiero que me malinterpretes: le estoy muy agradecido a Crisanto y a Ediciones Pichapuerta, ese papel atrapamoscas de su invención donde lamento constatar que cayeron atrapados algunos ingenuos escritores.

Porque desde que Crisanto intentó metérmela doblada nadie más me la ha vuelto a jugar en el mundillo editorial, y si alguna vez me he dejado engañar, lo he hecho muy conscientemente, empeñado en comprobar hasta dónde llegaba la honestidad de la persona o empresa que, estaba seguro de ello y lamentablemente hasta la fecha no me he equivocado nunca, se disponía a sodomizarme.

Gracias, Crisanto. Gracias de corazón.

Espero que un día en el desayuno sólo te queden café torrefacto y ensaimadas rancias, y te las tomes con asco, y te sienten como un tiro, y saliendo por la puerta de casa te de cagalera y sueltes lo que tengas entre manos, y llegues al vater corriendo, con los pantalones ya en los tobillos, el zurullo asomando y una mancha marrón en los Calvin Klein, y, con las prisas por no cagarte en el suelo, te sientes demasiado rápido en el vater y te cojas el escroto a contrapelo y, de la fuerza del impacto y la propia masa de tu cuerpo, te exploten los dos cojones. 

De corazón. 

La injustificada y absolutamente gratuita foto de nuestra musa.
(Por cierto, el año pasado tuve la exquisita experiencia de constatar que, tal y como siempre había sospechado, a Planeta, Plaza & Janés y Ediciones B, mis libros les importan lo que se dice tres mierdas.)

(Probablemente porque mis libros, como el tuyo, no son más que mierda.)

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