lunes, 27 de marzo de 2017

El mechero de Anacleto.

El conceto es el conceto. (Y ya me jode repetirlo, pero es que no os entra en la cabeza ni a hostias.)

A estas alturas de la película, uno ya empieza a preguntarse si el mundo está dominado por deficientes mentales o simples gallinas incapaces de confesar que ellos tampoco ven el traje nuevo del emperador.



Por Dios, dime que tú también ves a un tío en bolas.
Un amigo mío me prestó hace tiempo una novela que la prensa especializada había puesto por las nubes. «Obra maestra» era lo menos elogioso que había leído acerca de este libro. Era más que una novela, era una redefinición completa de la Literatura (así, con ele mayúscula, tiesa como una verga), una nueva experiencia intelectual y sensual. Vamos, que iba a orgasmar como una bestia con el puto libro.

Como, lo creais o no, yo tengo una vida, no encontré tiempo de echarle mano al libro en cuestión hasta hace poco.

Voy a anticiparos mi impresión. En cuatro palabras:

Me


cago

en

Dios.
«No hay huevos a repetirme eso en la calle.»
Desde la primera escena (un jinete atravesando un paraje desolado, con un bulto sobre la grupa de su montura) comencé a sentirme estafado. El arranque de la historia y ya empezamos mal. Página tras página y no sucede nada. No se nos proporciona la más mínima información. ¿Quién es el jinete? ¿Dónde coño está? ¿Qué busca? ¿Qué lleva en ese paquete con forma de persona? Cero respuestas. El jinete sigue adelante, página trás página, por paisajes vacíos de vida, hasta que llega a una especie de templo y, ¡hostia, por fin!, recibimos algo de información. El bulto con forma de cadáver que llevaba sobre la cruz de su caballo se revela el ídem de una chica (algo nos habíamos olido) y una voz fantasmagórica dentro de un templo le sopla que puede devolverla a la vida si mata a varios bicharracos King-Size que encontrará desparramados por ahí, donde Cristo perdió las alpargatas.

Y a partir de ese momento... nada. Una batalla tras otra por los mismos andurriales desolados hasta llegar al quilombo final, supongo. Quilombo al que no llegué porque, una hora más tarde, había abandonado la lectura sin encontrar todavía al primer bicharracho.

Cambia «libro» y «novela» por «videojuego», «página» por minuto y «leer» por
«jugar» y sus derivados y todo el párrafo superior adquirirá un nuevo significado.

Estoy hablando del videojuego-para-moñas por antonomasia: Shadow of the Colossus. Sí, no contento con hacer de esta bitácora un cajón de sastre donde desbarro sin criterio ni objeto sobre libros, películas y la palmaria divinidad de Sara Sampaio, ahora también la voy a emprender con un videojuego.


¿Por qué, Señor, por qué?
¿Recordáis la entrada sobre los libros ilegibles, la literatura-chuletón de media tonelada hecha con clasista desprecio para alejar al vulgo iletrado e ignorante? Shadow of the Colossus es su equivalente en videojuego. Un videojuego simplemente injugable. Al señor Fumito Ueda, responsable de este ñordo, le apeteció hacer un juego que nadie con sangre en las venas se pudiese acabar. Y lo logró. Wander, el protagonista, recorre a caballo un escenario DES-CO-MU-NAL en el que no hay nada. Literalmente NADA salvo los dieciseis colosos a los que debe matar. Repito NADA. Así, en negrita más negrita que los cojones de un cuervo. (El pájaro, no uno de la Guardia de la Noche). El noventa por ciento del juego consiste en ir de un lugar a otro, sin absolutamente NADA que hacer. No hay bestias salvajes de las que defenderse. No hay bandidos ni enemigos que temer. No hay mazmorras que explorar y donde lograr ítems, tesoros o potenciadores de habilidades. No hay puzzles que resolver. No hay niveles de experiencia que alcanzar con nuestro personaje. No hay, repito de nuevo, NADA.

A Fumito Ueda se le metió entre los cuernos hacer un truño de ocho horas de duración en el que sólo hubiese jefes finales.

A mí me parece bien (de todo tiene que haber en este mundo).

Repites esto dieciséis veces y se acaba el juego.
Lo que me toca la huevada es que lo llame videojuego.

Señor Ueda: los videojuegos se llaman así porque se puede jugar a ellos.

(Y a todos los críticos de videojuegos que se les hizo gaseosa el chumino con este fraude: no tenéis perdón de Dios. ¡Pico y pala os daba yo! ¡Gentuza!)
Sabes que Shadow of the Colossus es una puta mierda de vaca pinchada en un palo cuando lees los, por así llamarlos, argumentos de sus defensores (preñados, todo hay que decirlo, de paternalista condescendencia):

Tú lo que estás es muerto por dentro. ¿Cómo no te ha sacado una lagrimita Shadow of the Colossus?

Porque lloro por cosas más importantes. Como cuando me pillo los cojones con la puerta del coche, por ejemplo. ¿Cómo coño voy a empatizar con un personaje del cual desconozco no sólo su verdadero nombre sino también sus motivaciones, y que se limita a ir de aquí para allá, hostiando a unos pobres gigantones que no le han hecho ningún daño? ¡Los que me inspiran simpatía son los colosos, no este puto abusón y asesino en serie!
¿Cuándo has jugado a un juego con una música mejor que ésta?
¿Cuándo coño fue la última vez que compraste un videojuego por su música? La música la oigo en mi tocata. No compro un videojuego para oír música por el mismo motivo por el cual no compro un cojín para que me chupe la polla. Y si no eres capaz de entenderlo deberías investigar la genealogía de tus padres, porque me da que son como mínimo primos hermanos.
La razón oculta por la cual compramos videojuegos: escuchar puta música.
¿Cómo es que no te das cuenta de que la fuerza de SoTC son sus paisajes?
Oh, cojonudo. Para eso precisamente se programaron los primeros videojuegos: no para que la gente jugase a ellos, sino para que viese paisajes bonitos. Mismo «argumento» que el anterior. Mira, mamalón: para ver paisajes me compro un album de fotografías o, mejor todavía, saco la cabeza por la ventana, que para algo estoy en Galicia. (King in the north! King in the north!)
¡La historia es preciosa!
¿La historia? ¿Qué historia? ¿Esta colosal mierda tiene algo remotamente parecido a una historia? ¿Pasarte ocho horas hostiando gigantes es un argumento? Aceptando «pulpo» como «animal de compañía», que ya es mucho aceptar, entonces Sucker Punch debe de parecerte Guerra y paz, como mínimo. ¡Anda, alma de pilila! ¡Léete un par de libros por una puta vez en tu miserable vida, a ver si se te pega algo!
¡No entiendes nada! ¡Mira qué jefes finales tan enormes han creado! ¡Superaron las barreras técnicas de la PS2 cuando todo el mundo decía que la máquina ya no daba más de sí!
Perdona. Tienes razón. No lo había entendido. ¡Mira que no darme cuenta de que un tumor de huevos es mejor cuanto más grande! ¡Me cago en...!
¡No todos los juegos van a ser mata-matas estilo Call of Duty! ¡Lo que te pasa es que sólo te gusta la acción descerebrada y sin alma! ¡Shadow of the Colossus es una obra de arte!
Me he acabado el Skyrim. Más de doscientas horas de partida. Y me lo volvería a acabar. Admito que el CoD está bien para descargar adrenalina, pero una vez acabado el modo campaña ya sólo te queda el multijugador (si encuentras partidas). Puestos a elegir, yo prefiero mil veces cualquier Dragon Age o cualquier Mass Effect: horas y horas de exploración, diálogos, investigaciones, misiones secundarias de las de «busca y encuentra», sazonadas sólo por ocasionales bat... pero ¿Qué cojones hago intentando justificarme ante ti, payaso? ¿Qué coño sabrás tú de videojuegos, que llamas «obra de arte» a Shadow of the Colossus?
¡Matar! ¡Matar! ¡Matar!
El diseño artístico es espectacular.
Godzilla tiene unos efectos especiales apabullantes. Y la peli sigue siendo una puta mierda. Maldigo el día en que me invitaron al preestreno.

Megan Fox está que cruje. Y Transformers sigue siendo una puta mierda. Con diseño artístico espectacular, eso sí.

Megan Fox está cada día más buena. Y Transformers 2 es aún peor que la anterior. (Algo que parecía imposible.) Con diseño artístico... etcétera.

Te jode, pero sabes que llevo razón.
Jupiter Ascending costó 176 millones de dólares. Y no hay por donde cogerla. No se salva ni Mila Kunis (A quien ahora mismo le comeríamos todo lo que nos pidiese.)

(¿Quieres que siga poniéndote ejemplos de producciones espectaculares que se quedaron en nada?)
(Sí, tengo que ceñirme al cine. El equivalente en literatura al diseño artístico de un videojuego sería la documentación, que si está bien hecha pasa desapercibida.)
Independence day.

Airbender: el último guerrero. (Ésta, además, era casi ininteligible.)
Showgirls. (La película que debía lanzar la carrera en Hollywood de Elizabeth Berkley... de no haber sido la única del equipo que se tomó esta mamarrachada en serio.)

Señales del futuro.

El día de mañana. (¡Toma! ¡Tres cagarros de Roland Emmerich por el precio de uno!)

Chappie.

(Puedo seguir, ¿eh? Pero ya veo que estás echando el bofe, así que me voy a apiadar te ti.)

(Mientras recoges tus tripas del suelo, me voy a tu casa a follarme a tu madre.)
Shadow of the Colossus es arte. ¡ARTE!
¡Y dale con el arte, cojones ya!

¡Farsbfbefs!
Sara Sampaio es arte.

El Chevrolette Corvette Stingray de 1963 a 1967 es arte.
¡Arte!
El silbo canario es arte.

El papel higiénico de doble capa es arte.

Los bukkakes de Shino Aoi son arte.
Puestos a malear la palabra «arte» puedo hacerlo tan bien como tú. Por otra parte, ponerle un palabro mayúsculo a SoTC no cambia el hecho de que es un producto que traiciona su propósito original.
No compro un Blu-Ray para calzar una mesa, no enciendo la chimenea con incunables, no le pago a la panadera con recortes de uñas, ni viajo montando en un Mini-Babybel y Shadow of the Colossus sigue siendo una mierda.

Imagina un tablero de ajedrez de un kilómetro de largo en el que tardases una hora recorriendo casillas antes de dar con el primer peón del otro jugador. Es un tablero precioso, de marfil de mamut y obsidiana, filigranas de oro y cantos de jade milenario, con trebejos de ébano de talas sostenibles y boj del mejor. Un tablero precioso, pero que no sirve para jugar.





Ahora dime que ese tablero es una obra de arte.

¿Sabes qué? Me pone Lili Taylor.

Incluso ahora, que ha llegado casi a la edad provecta. Pues cincuentona y todo, Lili Taylor me sigue poniendo verraco. Me he visto verdaderos truñacos de pelis sólo porque aparecía ella.


Es que ni de joven, la pobre.
Pero jamás diría que Lili Taylor es guapa. Y desde luego en la puta vida se me ocurriría decir que es, fue o será la mujer más guapa del mundo, por mucho que ejerza sobre mi sistema límbico alguna clase de perversa y malsana fascinación que probablemente debería consultar con un psiquiatra o un exorcista.




Tin-tin tiri-ti-tin-tin ti-tí...
Me pone Lili Taylor y no creo que deba pedir disculpas por ello.

Pero tampoco puedo justificar mi vergonzoso embeleso por esta mujer, porque no obedece a lógica alguna. Simplemente me pone, y vía. Y Shadow of the Colossus no vale ni para cortar pizzas poniéndole un palo al disco.


Entre quienes tuvieron el cuajo de acabarse SoTC (ole sus pelotas, por cierto), el estupor no conoce límites. Parece ser que empiezas el juego sin saber una mierda acerca del personaje, su relación con la chica, el motivo por el cual quiere devolverla a la vida, la ética del ser etéreo que le envía a matar colosos... y acabas sabiendo exacamante lo mismo. O sea NADA. Ocho horas de juego para quedarte como estabas... pero con ocho horas menos de vida.

«¿A cuánto estará el metro cuadrado aquí?»
Imaginemos que en vez de hablar de un videojuego estuviésemos hablando de un libro. Un libro de ochocientas páginas, quinientas cincuenta de las cuales son meras descripciones de los paisajes que atraviesa el protagonista. Paisajes exquisitos, eso sí, y descritos con mimo y amor al detalle. Una novela prácticamente sin diálogos. Sin acción, más allá de los combates contra los colosos.

Imagina que escribes una novela protagonizada por un personaje sin
la más mínima progresión. Que le regateas información a tus lectores. Que planteas diez mil preguntas y contestas una y media (El «Efecto Lost»). Que la novela es una guía de viajes en la que tu protagonista se parte la cara con dieciséis desaforados gigantes (haciendo exactamente los mismo una y otra vez) para salvar a una chavala sin nombre, ni pasado, ni nada, de la que por no saber, no llegamos a saber ni qué la relaciona con él.


Si escribes esa novela algún día quizá ganes el Cervantes, pero asegúrate de correr más que tus lectores, porque te buscarán para embrearte y emplumarte.

Y después te colgarán del escroto hasta que caigas de maduro y sodomizarán tu cadáver. Viste el negro y busca refugio en El Muro. Contra el frío y los Caminantes Blancos lo tendrás más fácil que contra un público chasqueado y sediento de sangre.


Shadow of the Colossus es como el mechero de Anacleto, agente secreto, aquella sátira de 007 dibujada por el inmortal Vázquez (Dibujante que, dicho sea de paso, tenía unas pelotas a prueba de bomba: putero, moroso, cínico, sableaba a sus amigos y a sus jefes para luego jugarse la pasta en el bingo, acabó en el trullo por falsificar cheques, tuvo once hijos de siete mujeres diferentes...).


El mechero de Anacleto era la repanocha: teléfono móvil, receptor de radio, pistola, detector de metales, despensa...

¿Sabéis lo que hizo Anacleto con su mechero?

Tirarlo.

Era un mechero cojonudo, pero no tenía piedra ni gas. No servía para encenderse un pitillo, que es, en definitiva, el principal cometido de un mechero.
Lo cual, sabiendo lo que fumaba el gachó, tenía delito.
No todas las historias deben respetar, a puro huevo, una estructura clásica. No todos los personajes necesitan un arco de transformación. Memento y Arrival se organizan en torno a cualquier cosa menos una narrativa clásica. (En Arrival tardas en darte cuenta, pero te das.) Y ¿Cuál coño se supone que es el arco de transformación de Marty McFly? ¿Que sus padres sean un poco menos gilipollas? ¡Pues bienvenido a la adolescencia, chaval! Ahora bien, ¿Regreso al futuro es una sucesión de paisajes bellísimos e inconexos salpimentados de media docena de escenas de acción o nos cuenta una historia entretenida, divertida y fascinante que se ha coronado, por derecho propio, como icono de toda una generación?

Demos gracias a Dios por sus pequeños milagros y porque Regreso al futuro la dirigió Robert Zemeckis y no Terrence Malick.

Romper las reglas, y hacerlo con éxito, es lo que distingue a los genios de los soplapollas.

Fumito Ueda no es un genio. Le pese a quien le pese. Sólo es el último engreído, encantado de conocerse, que ha vuelto a inventar el mechero de Anacleto.  Y van...

Fumito Ueda quería hacer un videojuego al estilo de las películas de Terrence Malick y lo logró.

Qué lástima que ni Fumito Ueda sepa hacer videojuegos ni Terrence Malick sepa hacer cine.
 
Por cierto, y a riesgo de sonar repetitivo: Shadow of the Colossus no sirve ni para arrancar las zurraspas del váter.


¡Aguzujfzafjuafzafjgaf!

Menos mal que nos queda la colosal belleza de nuestra lusitana favorita, que si no...

domingo, 12 de marzo de 2017

El problema de este país es que nadie quiere trabajar (II)

Una vez más (y van...), alguien lo ha hecho mejor que yo, así que pongo el enlace y escondo la mano.

Sí, lo sé, soy un flojo y un carota.

lunes, 6 de marzo de 2017

La culpa es de los padres, que las visten como putas

 
En el año 99, más o menos, cedí a los cantos de sirena de mis admiradores (o sea cuatro pelagatos desnortados, a los que quiero con locura) y comencé a mover mis libros entre editores, agentes y certámenes literarios. O al menos ésa era la idea.

No puedo decir que tuviese una estrategia. Más allá de no enviar cosas a editoriales que no publicasen narrativa, mi único plan era hacerme con un puñado de direcciones postales, enviar una carta de presentación y solicitar su permiso para hacerles llegar una muestra de mi trabajo. Y resultó bastante más difícil de lo esperado. Eran otros tiempos. Google apenas tenía un año de vida, la mayoría de los editores y agentes carecían de una página web realmente usable y muchos ni siquiera sabían lo que era un correo electrónico, no había páginas de recursos para escritores propiamente dichas, más allá de las que llevaban un par de maravillosos matados con más buena voluntad que medios, y todo estaba por hacer. Si querías enviarle un libro a un editor, tocaba encuadernar unas fotocopias, comprar un sobre bien gordo y pagar los sellos. De DOCs o PDFs adjuntos a un correo electrónico entendíamos cuatro lúsers todavía doncellas que llevábamos manejándonos con ordenadores desde los tiempos del Z80, pero no la gente de la industria de lo literario, aferrados todavía, o eso cabía suponer en vista de su aversión a la tecnología, al tintero, la pluma de ganso, la salvadera llena de polvo de concha y el papel de trapos reciclados.

Créelo o no: éste fue el primer ordenador que aprendí a manejar.
Algo sobre aquellos primeros balbuceos lo he contado aquí. Reléelo, si te apetece. Y si no, también, qué coño.


Y éste, lo creas o no, fue el segundo.
Pero no, no voy a volver sobre el mismo tema.

Esos primeros buzoneos de mi, hasta entonces clandestina, producción libraria fueron complicados. A mí es que me puede la inseguridad. Tenía como veinte direcciones postales y una media docena de correos electrónicos de editores y agentes literarios, y no sabía qué hacer con ellas. ¿Le echaba pelotas y escribía directamente a Planeta, Plaza & Janés o Ediciones B? Era una posibilidad... que me acojonaba. Tenía la completa seguridad de que estos monstruos corporativos no se iban a tomar la molestia de leer mis libros y mucho menos contestarme. Y no lo digo ahora, ni lo pensaba entonces, con acrimonia. Era simple razonamiento. ¿Cuántos manuscritos no solicitados reciben en Planeta a la semana? ¿Cien mil cienes de millones? ¿Por qué coño el mío iba a destacar sobre los demás, a menos que lo enviase escrito en tabillas de cera? (¿Y cuánto me costaría en sellos de correos enviar esas tablillas?) Y no, no tenía tanta fe en mi desmesurado talento narrativo, ni en la benevolencia de los lectores editoriales, como para esperar que mis libros se significasen desde el principio, sobre la bazofia habitual que llega a todas las editoriales, por su indiscutible calidad.


Y éste el tercero, pero vale ya por hoy de retrocomputación.
Inseguro que es uno (creo que eso ha quedado acreditado), pensé sinceramente que mi mejor posibilidad era comenzar por alguna editorial pequeña, casi independiente, o sin «casi». En base a ese razonamiento perverso, supuse que una editorial pequeña tendría que gestionar una menor cantidad de mierda no solicitada y podría dedicar más tiempo y esfuerzo a una lectura pormenorizada de las obras recibidas, lectura en el transcurso de la cual las virtudes de mi excelsa prosa relucirían por encima de la del resto de los aspirantes.
(Eso último pretendía ser un chiste.)
Gilipollas que era. Pido mil excusas. Era joven y aún tenía pelo. Poco, pero tenía.

Entre mis contactos literarios, brillaba con luz propia una pequeñísima editorial. Disfracemos el nombre. Digamos que se llamaba Ediciones Pichapuerta. Tenían una página web muy interesante y sugerente, llena de consejos para escritores noveles. Publicaban un boletín de lo más atractivo, de aspecto profesional, lleno de artículos, al menos en el par o así de números sobre los que puse la mano, que me resultaron muy prácticos. Prometían leer todo lo que les enviaban, ofrecían redactar informes editoriales by the face a quien se lo solicitase, edición en papel y la, entonces incipiente, edición electrónica e, importante para un universitario con pocos medios que quiere ahorrarse unas perrillas en fotocopias y sellos, aceptaban que les enviases los libros en forma de archivos adjuntos a un correo electrónico.
(Ya, ya. Como dije, era joven y tenía pelo.)
Mi aspecto actual.
Aún no había pisado suficientes tablas para comprender que si una chica se viste como una puta, se maquilla como una puta, habla como una puta y huele como una puta quizá te haga descuento por pringado, pero no se quedará sin cobrar. Esto es lo que hay.

Yo es que soy muy de darle vueltas a las cosas, así que planifiqué una estrategia: me curraría un correo electrónico de presentación en el que hablaría un poco de mí, de mis gustos como lector y de mis preferencias como escritor, pediría permiso para enviarles una muestra de mi trabajo y preguntaría, así como  haciéndome el tonto, por esos interesantísimos informes editoriales por la cara. Ése fue mi proceder.

Tan pronto como Ediciones Pichapuerta contestó a mi correo debería haber notado el olor a macho cabrío, pero no. Ingenuo que era. El editor, llamémosle... eeeeh... Crisanto Comemiérdez, por ejemplo, me agradeció que hubiese pensado en ellos, me animó a enviarles, sin compromiso alguno, un PDF con mi libro, me dio un par de buenos consejos y se interesó por la obra en cuestión.

Acto seguido cayó el primer jarro de agua fría. No, nada de informes editoriales gratuitos. Lo habían hecho al principio, por puro amor al arte, vocación de servicio y caridad cristiana, pero dejaron de hacerlo cuando comprendieron que la gente es muy mala, cínica y aprovechada; que los escritores sobre quienes habían derramado su generosidad, altruismo y buenos deseos habían cogido su informe editorial, habían rehecho el libro en base a esas notas y se lo habían llevado a otra editorial, los muy cabrones. Qué se la va a hacer. En el país del buscón don Pablos, esto era de esperar. Ahora bien, si yo quería uno de sus informes editoriales, estarían encantados de proporcionarme uno... previo pago de ciento veintipico euros.

«Aquí huele a muerto. Y no soy yo. Todavía.»
(Que sí, que sí, que parecía una meretriz, se maquillaba como una meretriz y yo seguía abrigando la esperanza de que fuese monja. Que no tengo remedio.)
Muy lejos de empezar a correr a la velocidad del estornudo y pegando gritos de reinona escaldada, después de esta intempestiva, inusitada y pelín insultante demanda de dinero, agradecí al señor Comemiérdez su amabilidad pero decliné  intercambio económico alguno. Pura y simplemente no tenía veinte mil reales de vellón que darle a este mal parido, y prefiero no pensar qué habría hecho de haberlos tenido. En fin, en mi respuesta le describí el libro que quería mostrarle (una antología de cuentos de terror) y, puesto que me había autorizado a ello, le envié una copia por PDF adjunto.

Algo así como un mes más tarde, volví a ponerme en contacto con Ediciones Pichapuerta, intrigado por la ausencia de noticias suyas. Crisanto me contestó en un par de días y me contó un rollo macabeo sobre su servidor de correo: que si llevaba semanas dándoles problemas, que si el informático que les hacía el mantenimiento no tenía ni repajolera idea y había configurado el trasto para que rechazase todos los correos con archivos adjuntos, que si mándame otra vez tu dirección de Yahoo! para que te agreguemos a nuestra libreta de contactos y esto no nos vuelva a pasar, ay Dios mío qué vergüenza; que si qué tiempos aquellos del pergamino, la pluma de ganso y la posta, que si bla, bla, bla. Oye, por cierto, ¿de qué coño iba tu libro?

(Redoble de metales)
Como no tenía demasiadas ganas de dejarme las uñas, copipegué mi anterior correo, le añadí un par de trivialidades acerca de la pérfida informática y volví a solicitar permiso para hacerles llegar un PDF con la obra que quería presentarles, aunque me quedó un ligero paladar a mierda, como si mi instinto me estuviese invitando a cuestionar la profesionalidad del señor Comemiérdez.
(Quisiera poder decir que fue la última vez que un editor, agente o certámen literario extravió un libro mío, o eso afirmaron.)

Tras la espera de los quince días de rigor, llegó la respuesta y el segundo jarro de agua fría. Sí, por supuesto que podía enviarles (de nuevo) mi libro. Pero, hostia, que fuese haciéndome a la idea de que un libro de cuentos, en este país de pícaros que cogen los informes editoriales que les haces con todo el amor del mundo y se los llevan a la competencia, es una cosa difícil de vender. No te digo en Argentina, pero en España la gente no lee cuentos, no lee obra breve, salvo de algún autor de novela pluriconsagrado como, no sé, Stephen King, por ejemplo. ¡Y encima cuentos de terror! Joder, chaval mira que te gusta complicarte la vida. ¿No sabes que la literatura de género no la quiere ni Cristo? A ver, ¿a cuántas personas conoces que lean habitualmente cuentos de terror o novelas fantásticas, eh? Bueno, venga, mándanos tu mierda de libro. Pero que sepas, de entrada, que probablemente vaya a ser que no.

«¡Publicadme! ¡Zi ozáiz!»
Ya con la mosca detrás de la oreja, les envié (recordemos: por segunda vez) mi humilde, e indudablemente mejorable, antología de terror. A ver si adivinas qué hicieron con ella.

Correcto: la perdieron otra vez, o eso afirmaron. Crisanto me envió un sentidísimo correo electrónico en el cual se disculpaba de corazón por las molestias causadas, prometía castrar al informático que les llevaba el mantenimiento del servidor, me aseguraba un puesto preferente en la pila de obras pendientes de lectura que tenía en su despacho y me pedía que le enviase el libro de nuevo, y ya sería la tercera vez.
(No, la idea de que estos extravíos informáticos tan oportunos y mi negativa a pagar por un informe editorial estuviesen de algún modo relacionados aún no había penetrado en mi dura calavera.)
«¡Juas, juas juas! ¡Pardillo!»
Lo que distinguía a este correo de todos los demás que me había escrito Crisanto estaba en sus últimos párrafos. Ya no mantengo aquella dirección de correo, así que copipego de mi traicionera memoria, con un poco de mojo para darle más sustancia:
«¿Sabes lo que estaría de chúpame la punta? Que además del libro y la carta de presentación del mismo nos adjuntases un pequeño informe, como de una media docenita de páginas, valorando el público potencial al que iría destinado, la tirada mínima recomendable, qué obras similares han aparecido en el mercado editorial español en los últimos dos años y qué repercusión han tenido. Nos facilitaría mucho el trabajo.»

Llegados a este punto ya sólo podía decir:




¿Comorl? ¿Que quieres que yo te diseñe una puta campaña de márketing para mi libro? ¿Yo? ¿Y qué cojones sé yo de mercados y del mercado editorial español en concreto? Pero ¿eso no era lo tuyo? ¿Eres un editor que no está al tanto de las novedades de la competencia, de sus ventas y tiradas? ¿Y por qué tendría que estarlo yo, que soy un pelagatos de veintipocos sin ningún vínculo con esa industria? Yo, mejor o peor, he escrito un libro. Ahí termina mi papel en esto. Se supone que tú, desde tu experiencia y conocimiento, tienes que decirme si el libro es publicable o no y por qué. Si no eres capaz de hacerlo ¿para qué coño te necesito? ¿De verdad me estás diciendo con la cara lavada, chaval, que quieres que yo haga tu puto trabajo? ¿GRATIS?

«Pa chulo, mi pirulo.»
Me gustaría poder decir que le contesté con muchas palabras esdrújulas y tantos sinónimos de «hijoputa» como fui capaz de coleccionar.

Pero no. Me mantuve en lo políticamente correcto y, perdón por el pagafantismo, agradeciéndoles el tiempo que me habían dedicado, suspendí toda correspondencia con ellos, persuadido de que no eran gente seria. Así de gilipollas era yo entonces.

«¡Noli me tangere, chusma!»
(Algún tiempo después conocí a gente que sí intentó publicar con ellos, que sí pagó por sus servicios editoriales, y que no vieron publicados sus libros, ni en papel ni en forma alguna, y tampoco recuperaron su dinero. Después de cobrar, sólo recibían largas, si es que recibían algo, y como fuesen un pelín insistentes, Comemiérdez dejaba de cogerles el teléfono. Y de los sufrimientos de los articulistas que redactaban su boletín, mejor ni hablemos.)
Crisanto no era un editor. Ni siquiera llevaba una empresa de autoedición, porque en las empresas de autoedición pagas, te dan tus libros y aquí paz y después gloria. Crisanto se hacía pasar por editor mientras gestionaba una aparente empresa de autoedición que, en realidad, se quedaba con la pasta de casi todos sus clientes y no autoeditaba nada. Una doble cobertura para un tinglado deshonesto como pocos. Crisanto tuvo que dejar caducar el dominio de Ediciones Pichapuerta y desaparecer de Internet. A Crisanto lo buscan por toda España algunos aspirantes a novelistas con rifles para matar elefantes. El muy cínico de Crisanto hasta había aparecido en el suplemento cultural de un periódico de tirada nacional, donde a esta gran esperanza blanca de las letras españolas le hicieron un panegírico que acabó por arruinar para siempre mi ya mancillada fe en el periodismo.

Varios cuentos de la antología que Crisanto extravió dos veces ya han sido publicados, por cierto. Por gente seria. Que sí lee lo que le envían. Que selecciona. Que nunca me pidieron ni un euro de madera a cambio de dar al tórculo mis textos.
«¡Mama, que man publicao!»
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que, en realidad, este pobre cabrón de Crisanto Comemiérdez no sabía realmente nada de escritores, y este artículo de Paratroopersdon'tdie lo prueba.

Está claro que nadie se lo dijo.
Pero no quiero que me malinterpretes: le estoy muy agradecido a Crisanto y a Ediciones Pichapuerta, ese papel atrapamoscas de su invención donde lamento constatar que cayeron atrapados algunos ingenuos escritores.

Porque desde que Crisanto intentó metérmela doblada nadie más me la ha vuelto a jugar en el mundillo editorial, y si alguna vez me he dejado engañar, lo he hecho muy conscientemente, empeñado en comprobar hasta dónde llegaba la honestidad de la persona o empresa que, estaba seguro de ello y lamentablemente hasta la fecha no me he equivocado nunca, se disponía a sodomizarme.

Gracias, Crisanto. Gracias de corazón.

Espero que un día en el desayuno sólo te queden café torrefacto y ensaimadas rancias, y te las tomes con asco, y te sienten como un tiro, y saliendo por la puerta de casa te de cagalera y sueltes lo que tengas entre manos, y llegues al vater corriendo, con los pantalones ya en los tobillos, el zurullo asomando y una mancha marrón en los Calvin Klein, y, con las prisas por no cagarte en el suelo, te sientes demasiado rápido en el vater y te cojas el escroto a contrapelo y, de la fuerza del impacto y la propia masa de tu cuerpo, te exploten los dos cojones. 

De corazón. 

La injustificada y absolutamente gratuita foto de nuestra musa.
(Por cierto, el año pasado tuve la exquisita experiencia de constatar que, tal y como siempre había sospechado, a Planeta, Plaza & Janés y Ediciones B, mis libros les importan lo que se dice tres mierdas.)

(Probablemente porque mis libros, como el tuyo, no son más que mierda.)