martes, 24 de enero de 2017

Lo que cuenta es el final

Carl Casper (Jon Favreau) es un chef en horas bajas: el dueño del restaurante de Los Ángeles en el que trabaja (Dustin Hoffman) no le permite desarrollar toda su creatividad, Carl también se ha divorciado de su explosiva esposa Inez (que hay que ser mongólico para divorciarse de Sofía Vergara), no consigue rehacer su vida sentimental (y eso que curra con Scarlett Johannson, a la que parece hacerle bastante tilín), tiene una relación distante y abiertamente mejorable con su hijo Percy (Emjay Anthony) y, para acabar de redondear su vida de mierda, organiza sin comerlo ni beberlo, si se me permite el chiste, un quilombo espectacular en Twitter con un crítico gastronómico (Oliver Platt) que le echa en cara lo que, en el fondo, él ya sabe: que ha prostituido su integridad, que se ha vendido, que ya no arriesga, que hace una y otra vez la misma mierda porque es lo que atrae al restaurante a masas de paladares estragados incapaces de apreciar su talento.

Palabra de honor que nosotros tampoco lo entendemos.
En plena crisis existencial, Carl abandona  su trabajo en el restaurante (o le despiden, la cosa no me quedó clara del todo), restaura un viejo food truck y se lanza a la carretera a vender mediasnoches, bocadillos cubanos y otras exquisiteces grasientas de esas que hacen millonarios a los cardiólogos y a los directores de funeraria. En esta especie de viaje iniciático, acompañado por su hijo y su amigo Martin (John Leguizamo), Carl recupera la alegría de vivir, la pasión por la cocina y, además, arregla su relación con Percy.

Aunque personalmente me pone mucho más burraco su prima Sandra.
Tal es el argumento de la película Chef, escrita y dirigida en 2014 por John Favreau, que también se reservó el papel protagonista en esta road movie cachonda y aceitosa que emitieron hace nada por televisión y que vi con gran placer.

Salvo por un pequeño detalle que arruinó mi deleite: ese final de mierda.

A su regreso a Ítaca, al volante de su factoría de infartos sobre ruedas, reconciliado consigo mismo, cargadas las pilas con un nuevo plan de negocio en mente y arreglada la relación con su hijo, este barbado y obeso Odiseo que es Carl Casper tiene un momento de debilidad en el que parece que va a recaer en sus viejas costumbres, poner de nuevo distancia entre él y Percy, subordinar a su chaval para que no le estorbe en el nuevo trabajo que se dispone a comenzar.

Pero entonces recapacita, coge el móvil, llama a su Telémaco y le dice que hostia, claro que sí, aquí está tu padre, carne de mi carne, y si quieres que papá te enseñe a cocinar, papá te enseña. ¡Con dos cojones!

Unos meses después no sólo su relación con Percy es excelente, sino que ha hecho las paces con el crítico culinario al que puso de vuelta y media en el primer acto de la película, ha montado un restaurante con él como socio y ha vuelto a casarse con Sofía Vergara.

Y llegados a este punto yo me dije «¡amos, anda, no me jodas!»

Aunque, sin ánimo de despreciar a las Vergaras, aquí seguiremos fieles hasta la muerte a la divina Sara.
Chef es un buen ejemplo de cómo escoñar una buena historia con un final decepcionante. Algo de esto hemos tratado ya en artículos precedentes.

No es la primera vez que me encuentro con este fenómeno indignante. La puta obsesión por el happy ending me ha enmierdado más de una novela, película, relato... ¿Por qué?

Porque la vida no es así.

Oh, coño, claro que todos tenemos buenos momentos. La experiencia de una persona está salpimentada de episodios tan hermosos que las palabras se revelan incapaces de describirlos. Como escribió alguien con mucho más talento que yo, la vida, a veces, es tan feliz que no parece vida.

Pero no todo el tiempo. Ni a todo el mundo.

Hay historias que no pueden acabar bien. E incluso hay historias que no deben acabar bien. Aún diría más: hay historias que acaban bien, razonablemente bien, y no, repito en mayúscula, NO deben acabar mejor, porque entonces el contrato entre el narrador y el receptor de la historia, la llamada «suspensión de la incredulidad» (esa retaca donante de pecho y con ortodoncia de la que ya hemos hablado) se va lo que se dice a tomar por culo.

Chef debió terminar cuando Jon Favreau descuelga el móvil y llama a su hijo para decirle que se lo ha pensado mejor, que si quiere que le enseñe a cocinar las tardes después de clase y los fines de semana, adelante con ello. Si el personaje necesitaba un arco de transformación, ¿no bastaba con rehacer su vida, retomar el control de su carrera y recomponer la relación con su hijo?

Punto.

Pero, en algún momento, al director-actor-guionista se le ocurrió que eso no era suficiente. Que la película tenía que acabar con un home run porque si no ¿para qué coño la había rodado, en primer lugar? O todo o nada. Paquete completo: «recupero el amor por la cocina, reconquisto el respeto de mi hijo, me busco un nuevo curro por la vía del autoempleo, hago las paces con el crítico de cocina que me arruinó la vida, creo un nuevo restaurante, vuelvo a crujir las sabrosonas carnes de Sofía Vergara y, ¡qué cojones!, también me recaso con ella.»


Ahora en teta: ¿alguien me teta explicar por qué tetas se divorció de teta?
A Jon Favreau  se le metió entre los cuernos que no bastaba con una gran victoria. Quería una victoria aplastante. Aniquilar al enemigo. ¡Sin prisioneros! ¿Stalingrado? ¡Quia! ¡Hiroshima!

Y esa decisión se carga la película.

Podría citar otros ejemplos procedentes también del mundo del cine: el tramposo final feliz de Ejecución inminente (cuando es notorio que la película debía acabar con el desgarrador plano de la mano de LisaGay Hamilton golpeando el ojo de buey de la cámara de gas), que convierte un contundente alegato contra la pena de muerte en un puto cachondeo; los veinte minutos de metraje que le sobran al final de Minority report (¿volverá Spielberg a recordar algún día cómo cojones se acaba una película? ¡Oh, a la mierda! ¿Volverá a recordar cómo se hace una película?) y que se cargan el mensaje de la historia («si le concedes poder omnímodo a una organización, alguien encontrará la manera de utilizarlo para sus propios intereses y haber trabajado para esa misma organización no te mantendrá a salvo»); el segundo y tercer actos de Spectre; la inexplicable redención del personaje de Mark Wahlberg y panacea de su ludopatía en El jugador (¿puede renunciar por arte de magia a su adicción alguien que, de manera tan obsesiva y sistemática, busca su propia ruina?); el, oh, Dios mío, clímax final resuelto en diez minutos de Los cuatro fantásticos de Josh Trank (aparece Victor von Doom, es malo malo malísimo, malo de la muerte, intenta cargarse el mundo, lo apiolamos, fin) y mil aberraciones más... Pero insisto: sobre historias entretenidas, incluso buenos relatos, que se pudren al final ya hemos hablado en otra ocasión.

La imagen que se le aparece a Josh Trank cuando se despierta en mitad de la noche, empapado en sudor frío.
No. De lo que se trata esta vez no es de denunciar el grado de cipotismo escala Donald Trump necesario para coger a uno de los supervillanos más carismáticos, temibles y poderosos del universo Marvel y despacharlo con dos sacudidas de polla en un urinario sucio del McDonald's, ignominia que, para que nos entienda la gente que no lee cómics (de todo tiene que haber en este mundo), es como si el Barça y el Real Madrid llegasen a la final de la Champions League, el partido durase treinta segundos, se supendiese porque a Sergio Ramos se le pinza un cojón y el título se lo jugasen luego al tute perrero Morata y Vidal en los vestuarios.

De lo que se trata es de escoñar una buena historia por intentar que el protagonista obtenga una flawless victory que ríase usted de las del Mortal Kombat.


¡Aaaaah! ¡La nostalgia! ¡Esa dulce y pérfida putilla almizcleña!
Esta obsesión por el éxito parece imbuida en el inconsciente colectivo estadounidense. O lo tienes todo o no tienes nada. Si no has triunfado a los cuarenta, deberías comenzar a considerar el suicidio. No basta con que juegues bien al baloncesto los domingos con los amigos: si no firmas un contrato multimillonario con los Chicago Bulls no eres nadie. No basta con fundar una pequeña start-up tecnológica en el garage de tus padres: si no te conviertes en el puto Steve Jobs, no eres más que un lúser. Ah, ¿eres millonario a los treinta y cinco? Pero ¿eres el más millonario del mundo o sólo otro puto millonario del montón? ¡Fuera de mi vista, chusma, más que chusma!

No soy particularmente sensible a las historias de perdedores patéticos. Por poner un ejemplo: no pude acabarme Servidumbre humana, de Maugham, por el ascazo infinito que acabó inspirándome su alelado y hostiable protagonista. Me gusta una buena historia de perdedores como al que más, porque son catárquicas, terapéuticas. («Joder, ya sé que lo mío es grave, pero mira a ese pobre pringado.») Con lo que no trago es con el sadismo. Por eso no pude ver Precious. Porque no era suficiente con que el personaje fuese una adolescente negra en los Estados Unidos, que no es poco hándicap; además tenían que retratarla analfabeta, morbosamente obesa, colgarle una madre maltratadora y un padre malnacido que la viola y la preña y (por si eso no fuera suficiente) hacerla parir un hijo subnormal: su propio hijo-hermano incestuoso.

Toma ya. 

(¿Por qué se quedaron ahí? Podrían haber hecho al crío adicto al crack, autista, musulmán, homosexual, epiléptico y lector de Sánchez Dragó.)

Yéndonos al extremo opuesto, también el triunfo completo de Carl Casper en Chef es insultantemente indigesto. De un plumazo, el director destruye la motivación de su personaje. Ya no es un hombre que ha superado una mala racha, que ha ganado un par de buenas batallas pero es muy consciente de que la guerra continúa. Ya no es una persona con un objetivo. Ya no tiene un propósito porque no le falta nada. No tiene necesidad de seguir esforzándose. Lo ha recuperado todo: trabajo, fama, el respeto de la crítica, el cariño de su hijo, a Sofía Vergara...


En serio: ¿vosotros lo entendéis?
Ha desaparecido el drama.

Ha muerto la historia.

Y todo por cinco minutos de metraje que deberían haberse caído al suelo de la sala de montaje.

¿No estás harto del típico paleto chuloputas que, en las películas y series yanquis, se ocupa de recordarle al europeo, normalmente un francés algo amanerado, «de no ser por nosotros, ahora estaríais todos hablando alemán»?

(Lo cual, dicho sea de paso, es cierto.) 

(Y no es menos cierto que, de no ser por todo el oro, cañones y pólvora que Francia proporcionó a los revolucionarios de las trece colonias de Nueva Inglaterra, ahora en Estados Unidos estarían todos hablando lakota y pagando impuestos abusivos a la corona británica.)

Yo sí. Pero no dejo de advertir en esa actitud perdonavidas el pecado original del alma estadounidense: esa obsesión patológica por el triunfo a toda costa, que encubre un no menos patológico horror al fracaso. Esa competitividad feroz ha llevado a los gringos a que, hoy en día, hasta las guarderías se conviertan en una especie de Los juegos del hambre donde, entre coloreables de Gumball y la Patrulla Canina, a los jóvenes churumbeles se les prepara desde pequeñitos para pisar las gargantas de sus tiernos amiguitos si con eso obtienen plaza en una universidad de la Ivy League.

¡Mama! ¡Papa! ¡Que me aceptan en Princeton!
En su empeño por mostrarnos la caída y auge de Carl Casper, Jon Favreau destruye la relación que habíamos construido con el personaje. Ya no es un hombre que ha descendido a los infiernos y, a fuerza de empeño y trabajo duro, consigue ir levantando cabeza. No. Ahora es otra vez un puto triunfador. El rey del mambo. Y tú, sí, tú que estás viendo la película, va siendo hora que sepas que si no has cumplido tus sueños, alcanzado fama y fortuna, arreglado las cosas con tu crío, encontrado una nueva forma de expresar tu talento y una Sofía Vergara junto a la que pasar las noches no mereces respirar el mismo aire que Carl.

Por eso el montaje del director de Blade Runner de 1992 es superior al original de 1982 en varios órdenes de magnitud. Para empezar, se carga la maldita voz en off, recurso de cine negro que le sentaba a la película como un strap-on a una imagen de La Dolorosa. Luego, además de otras muchas decisiones inteligentes, la cinta termina con la puerta de ese ascensor cerrándose ante Sean Young y Harrison Ford, Deckard y Rachael, convertidos ya en fugitivos de futuro incierto, criminales que ni siquiera saben de cuánto tiempo dispondrán para vivir su amor prohibido ni si podrán disfrutar de los días que les quedan antes de que los antiguos colegas de Deckard den con ellos.

Si no has visto esta película no has visto cine, y punto.

La película empieza con oscuridad y termina con oscuridad. No tenía sentido ponerle un final luminoso, a pleno sol, por una carretera desierta que transcurre entre verdes colinas. Aquella decisión impuesta por los productores del largometraje fue un error. Ésta es la correcta. Deckard y Rachael han logrado algunas pequeñas victorias: él ha sobrevivido a su encuentro con los replicantes comandados por Roy Batty (el mejor Rutger Hauer de todos los tiempos), ha retirado a los «pellejudos» rebeldes, se ha enamorado y ha encontrado algo, a alguien en realidad, que le importa más que su propia vida; ella también ha encontrado el amor, ha comenzado a crear sus propios recuerdos junto a Deckard y ha recibido una inesperada oportunidad de vivir su propia vida, una vida de prófugo, sí, pero vida a fin y al cabo.

Deckard y Rachael han ganado algunas batallas, pero su guerra continúa y, probablemente, lo peor aún está por llegar.

Blade Runner termina cerrando una historia... y empezando otra.

El nuevo final (que en realidad es «el viejo final», el de la copia de trabajo que fue proyectada para los ejecutivos de la Warner y en los pases de prueba con público) de Blade Runner es infinitas veces superior al original porque nos invita a escribir nuestra propia continuación a la historia de Rachael y Deckard.

(Y por eso los que amamos esta película llevamos de diarrea desde que se anunció el rodaje de su secuela.)


Recuerda mis palabras: pronto todas las entrevistas de trabajo serán así.
Chef debió acabar con Jon Favreau llamando por el móvil a su ficticio hijo y comprometiéndose a pasar más tiempo con él.

Pero entonces no estaría escribiendo sobre esta película.

Bueno... quien dice escribiendo dice divagando, como siempre; incapaz de abordar el tema principal y resolver la duda que todos tenemos en este momento.

Pero dudo mucho que nadie vaya a resolver nunca el misterio de con qué carallo alimentan los Vergara a sus niñas.

Aunque, puestos a elegir entre la belleza y la perfección, en Paratroopersdon'tdie nos quedamos con la perfección.

¡Cuarenta años diciéndonos que tenían rabo y bigote! Mucha envidia es lo que hay.
Jon Favreau hizo que su película acabase no sólo bien, sino extraordinariamente bien, convencido de que eso era exactamente lo que el público quería ver: una puñetera flawless victory.

Y se cargó su propia película.

Mi particular consejo: no escribas pensando en el gusto de tus lectores si eso supone traicionar tu relato y a tus personajes.

Tu libro seguirá siendo una mierda, pero al menos será una mierda respetuosa y quién sabe si incluso respetable.

Ésta es una de las lecciones más difíciles de aprender para un escritor: saber cuándo poner fin a una historia. Nuestro amigo Steve incluso ha escrito un cuento, trasladado más tarde a una película que, además de tomarse ciertas libertades sobre el texto original, pone especial énfasis en la necesidad de darle un buen final a un relato.

Al parecer, Jon Favreau todavía tiene que aprender esta valiosa lección.

Le deseamos buena suerte.

Y a ti también.

1 comentario:

  1. Curioso que justo hayas escogido este tema en este momento. Vi en el avión la última película de Makoto Shinkai (si, yo tampoco me lo creía: anime en la oferta de entretenimiento de un vuelo intercontinental), y llevo varios días dándole vueltas a su final y al de las restantes películas del mismo autor.

    En el caso de "kimi no na wa", hay un amago de final feliz en el estilo de Blade Runner. Se esboza una posibilidad, pero se deja al espectador imaginar qué deparará el futuro a los protagonistas.

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Ni SPAM ni Trolls, gracias. En ese aspecto, estamos más que servidos.