martes, 24 de enero de 2017

Lo que cuenta es el final

Carl Casper (Jon Favreau) es un chef en horas bajas: el dueño del restaurante de Los Ángeles en el que trabaja (Dustin Hoffman) no le permite desarrollar toda su creatividad, Carl también se ha divorciado de su explosiva esposa Inez (que hay que ser mongólico para divorciarse de Sofía Vergara), no consigue rehacer su vida sentimental (y eso que curra con Scarlett Johannson, a la que parece hacerle bastante tilín), tiene una relación distante y abiertamente mejorable con su hijo Percy (Emjay Anthony) y, para acabar de redondear su vida de mierda, organiza sin comerlo ni beberlo, si se me permite el chiste, un quilombo espectacular en Twitter con un crítico gastronómico (Oliver Platt) que le echa en cara lo que, en el fondo, él ya sabe: que ha prostituido su integridad, que se ha vendido, que ya no arriesga, que hace una y otra vez la misma mierda porque es lo que atrae al restaurante a masas de paladares estragados incapaces de apreciar su talento.

Palabra de honor que nosotros tampoco lo entendemos.
En plena crisis existencial, Carl abandona  su trabajo en el restaurante (o le despiden, la cosa no me quedó clara del todo), restaura un viejo food truck y se lanza a la carretera a vender mediasnoches, bocadillos cubanos y otras exquisiteces grasientas de esas que hacen millonarios a los cardiólogos y a los directores de funeraria. En esta especie de viaje iniciático, acompañado por su hijo y su amigo Martin (John Leguizamo), Carl recupera la alegría de vivir, la pasión por la cocina y, además, arregla su relación con Percy.

Aunque personalmente me pone mucho más burraco su prima Sandra.
Tal es el argumento de la película Chef, escrita y dirigida en 2014 por John Favreau, que también se reservó el papel protagonista en esta road movie cachonda y aceitosa que emitieron hace nada por televisión y que vi con gran placer.

Salvo por un pequeño detalle que arruinó mi deleite: ese final de mierda.

A su regreso a Ítaca, al volante de su factoría de infartos sobre ruedas, reconciliado consigo mismo, cargadas las pilas con un nuevo plan de negocio en mente y arreglada la relación con su hijo, este barbado y obeso Odiseo que es Carl Casper tiene un momento de debilidad en el que parece que va a recaer en sus viejas costumbres, poner de nuevo distancia entre él y Percy, subordinar a su chaval para que no le estorbe en el nuevo trabajo que se dispone a comenzar.

Pero entonces recapacita, coge el móvil, llama a su Telémaco y le dice que hostia, claro que sí, aquí está tu padre, carne de mi carne, y si quieres que papá te enseñe a cocinar, papá te enseña. ¡Con dos cojones!

Unos meses después no sólo su relación con Percy es excelente, sino que ha hecho las paces con el crítico culinario al que puso de vuelta y media en el primer acto de la película, ha montado un restaurante con él como socio y ha vuelto a casarse con Sofía Vergara.

Y llegados a este punto yo me dije «¡amos, anda, no me jodas!»

Aunque, sin ánimo de despreciar a las Vergaras, aquí seguiremos fieles hasta la muerte a la divina Sara.
Chef es un buen ejemplo de cómo escoñar una buena historia con un final decepcionante. Algo de esto hemos tratado ya en artículos precedentes.

No es la primera vez que me encuentro con este fenómeno indignante. La puta obsesión por el happy ending me ha enmierdado más de una novela, película, relato... ¿Por qué?

Porque la vida no es así.

Oh, coño, claro que todos tenemos buenos momentos. La experiencia de una persona está salpimentada de episodios tan hermosos que las palabras se revelan incapaces de describirlos. Como escribió alguien con mucho más talento que yo, la vida, a veces, es tan feliz que no parece vida.

Pero no todo el tiempo. Ni a todo el mundo.

Hay historias que no pueden acabar bien. E incluso hay historias que no deben acabar bien. Aún diría más: hay historias que acaban bien, razonablemente bien, y no, repito en mayúscula, NO deben acabar mejor, porque entonces el contrato entre el narrador y el receptor de la historia, la llamada «suspensión de la incredulidad» (esa retaca donante de pecho y con ortodoncia de la que ya hemos hablado) se va lo que se dice a tomar por culo.

Chef debió terminar cuando Jon Favreau descuelga el móvil y llama a su hijo para decirle que se lo ha pensado mejor, que si quiere que le enseñe a cocinar las tardes después de clase y los fines de semana, adelante con ello. Si el personaje necesitaba un arco de transformación, ¿no bastaba con rehacer su vida, retomar el control de su carrera y recomponer la relación con su hijo?

Punto.

Pero, en algún momento, al director-actor-guionista se le ocurrió que eso no era suficiente. Que la película tenía que acabar con un home run porque si no ¿para qué coño la había rodado, en primer lugar? O todo o nada. Paquete completo: «recupero el amor por la cocina, reconquisto el respeto de mi hijo, me busco un nuevo curro por la vía del autoempleo, hago las paces con el crítico de cocina que me arruinó la vida, creo un nuevo restaurante, vuelvo a crujir las sabrosonas carnes de Sofía Vergara y, ¡qué cojones!, también me recaso con ella.»


Ahora en teta: ¿alguien me teta explicar por qué tetas se divorció de teta?
A Jon Favreau  se le metió entre los cuernos que no bastaba con una gran victoria. Quería una victoria aplastante. Aniquilar al enemigo. ¡Sin prisioneros! ¿Stalingrado? ¡Quia! ¡Hiroshima!

Y esa decisión se carga la película.

Podría citar otros ejemplos procedentes también del mundo del cine: el tramposo final feliz de Ejecución inminente (cuando es notorio que la película debía acabar con el desgarrador plano de la mano de LisaGay Hamilton golpeando el ojo de buey de la cámara de gas), que convierte un contundente alegato contra la pena de muerte en un puto cachondeo; los veinte minutos de metraje que le sobran al final de Minority report (¿volverá Spielberg a recordar algún día cómo cojones se acaba una película? ¡Oh, a la mierda! ¿Volverá a recordar cómo se hace una película?) y que se cargan el mensaje de la historia («si le concedes poder omnímodo a una organización, alguien encontrará la manera de utilizarlo para sus propios intereses y haber trabajado para esa misma organización no te mantendrá a salvo»); el segundo y tercer actos de Spectre; la inexplicable redención del personaje de Mark Wahlberg y panacea de su ludopatía en El jugador (¿puede renunciar por arte de magia a su adicción alguien que, de manera tan obsesiva y sistemática, busca su propia ruina?); el, oh, Dios mío, clímax final resuelto en diez minutos de Los cuatro fantásticos de Josh Trank (aparece Victor von Doom, es malo malo malísimo, malo de la muerte, intenta cargarse el mundo, lo apiolamos, fin) y mil aberraciones más... Pero insisto: sobre historias entretenidas, incluso buenos relatos, que se pudren al final ya hemos hablado en otra ocasión.

La imagen que se le aparece a Josh Trank cuando se despierta en mitad de la noche, empapado en sudor frío.
No. De lo que se trata esta vez no es de denunciar el grado de cipotismo escala Donald Trump necesario para coger a uno de los supervillanos más carismáticos, temibles y poderosos del universo Marvel y despacharlo con dos sacudidas de polla en un urinario sucio del McDonald's, ignominia que, para que nos entienda la gente que no lee cómics (de todo tiene que haber en este mundo), es como si el Barça y el Real Madrid llegasen a la final de la Champions League, el partido durase treinta segundos, se supendiese porque a Sergio Ramos se le pinza un cojón y el título se lo jugasen luego al tute perrero Morata y Vidal en los vestuarios.

De lo que se trata es de escoñar una buena historia por intentar que el protagonista obtenga una flawless victory que ríase usted de las del Mortal Kombat.


¡Aaaaah! ¡La nostalgia! ¡Esa dulce y pérfida putilla almizcleña!
Esta obsesión por el éxito parece imbuida en el inconsciente colectivo estadounidense. O lo tienes todo o no tienes nada. Si no has triunfado a los cuarenta, deberías comenzar a considerar el suicidio. No basta con que juegues bien al baloncesto los domingos con los amigos: si no firmas un contrato multimillonario con los Chicago Bulls no eres nadie. No basta con fundar una pequeña start-up tecnológica en el garage de tus padres: si no te conviertes en el puto Steve Jobs, no eres más que un lúser. Ah, ¿eres millonario a los treinta y cinco? Pero ¿eres el más millonario del mundo o sólo otro puto millonario del montón? ¡Fuera de mi vista, chusma, más que chusma!

No soy particularmente sensible a las historias de perdedores patéticos. Por poner un ejemplo: no pude acabarme Servidumbre humana, de Maugham, por el ascazo infinito que acabó inspirándome su alelado y hostiable protagonista. Me gusta una buena historia de perdedores como al que más, porque son catárquicas, terapéuticas. («Joder, ya sé que lo mío es grave, pero mira a ese pobre pringado.») Con lo que no trago es con el sadismo. Por eso no pude ver Precious. Porque no era suficiente con que el personaje fuese una adolescente negra en los Estados Unidos, que no es poco hándicap; además tenían que retratarla analfabeta, morbosamente obesa, colgarle una madre maltratadora y un padre malnacido que la viola y la preña y (por si eso no fuera suficiente) hacerla parir un hijo subnormal: su propio hijo-hermano incestuoso.

Toma ya. 

(¿Por qué se quedaron ahí? Podrían haber hecho al crío adicto al crack, autista, musulmán, homosexual, epiléptico y lector de Sánchez Dragó.)

Yéndonos al extremo opuesto, también el triunfo completo de Carl Casper en Chef es insultantemente indigesto. De un plumazo, el director destruye la motivación de su personaje. Ya no es un hombre que ha superado una mala racha, que ha ganado un par de buenas batallas pero es muy consciente de que la guerra continúa. Ya no es una persona con un objetivo. Ya no tiene un propósito porque no le falta nada. No tiene necesidad de seguir esforzándose. Lo ha recuperado todo: trabajo, fama, el respeto de la crítica, el cariño de su hijo, a Sofía Vergara...


En serio: ¿vosotros lo entendéis?
Ha desaparecido el drama.

Ha muerto la historia.

Y todo por cinco minutos de metraje que deberían haberse caído al suelo de la sala de montaje.

¿No estás harto del típico paleto chuloputas que, en las películas y series yanquis, se ocupa de recordarle al europeo, normalmente un francés algo amanerado, «de no ser por nosotros, ahora estaríais todos hablando alemán»?

(Lo cual, dicho sea de paso, es cierto.) 

(Y no es menos cierto que, de no ser por todo el oro, cañones y pólvora que Francia proporcionó a los revolucionarios de las trece colonias de Nueva Inglaterra, ahora en Estados Unidos estarían todos hablando lakota y pagando impuestos abusivos a la corona británica.)

Yo sí. Pero no dejo de advertir en esa actitud perdonavidas el pecado original del alma estadounidense: esa obsesión patológica por el triunfo a toda costa, que encubre un no menos patológico horror al fracaso. Esa competitividad feroz ha llevado a los gringos a que, hoy en día, hasta las guarderías se conviertan en una especie de Los juegos del hambre donde, entre coloreables de Gumball y la Patrulla Canina, a los jóvenes churumbeles se les prepara desde pequeñitos para pisar las gargantas de sus tiernos amiguitos si con eso obtienen plaza en una universidad de la Ivy League.

¡Mama! ¡Papa! ¡Que me aceptan en Princeton!
En su empeño por mostrarnos la caída y auge de Carl Casper, Jon Favreau destruye la relación que habíamos construido con el personaje. Ya no es un hombre que ha descendido a los infiernos y, a fuerza de empeño y trabajo duro, consigue ir levantando cabeza. No. Ahora es otra vez un puto triunfador. El rey del mambo. Y tú, sí, tú que estás viendo la película, va siendo hora que sepas que si no has cumplido tus sueños, alcanzado fama y fortuna, arreglado las cosas con tu crío, encontrado una nueva forma de expresar tu talento y una Sofía Vergara junto a la que pasar las noches no mereces respirar el mismo aire que Carl.

Por eso el montaje del director de Blade Runner de 1992 es superior al original de 1982 en varios órdenes de magnitud. Para empezar, se carga la maldita voz en off, recurso de cine negro que le sentaba a la película como un strap-on a una imagen de La Dolorosa. Luego, además de otras muchas decisiones inteligentes, la cinta termina con la puerta de ese ascensor cerrándose ante Sean Young y Harrison Ford, Deckard y Rachael, convertidos ya en fugitivos de futuro incierto, criminales que ni siquiera saben de cuánto tiempo dispondrán para vivir su amor prohibido ni si podrán disfrutar de los días que les quedan antes de que los antiguos colegas de Deckard den con ellos.

Si no has visto esta película no has visto cine, y punto.

La película empieza con oscuridad y termina con oscuridad. No tenía sentido ponerle un final luminoso, a pleno sol, por una carretera desierta que transcurre entre verdes colinas. Aquella decisión impuesta por los productores del largometraje fue un error. Ésta es la correcta. Deckard y Rachael han logrado algunas pequeñas victorias: él ha sobrevivido a su encuentro con los replicantes comandados por Roy Batty (el mejor Rutger Hauer de todos los tiempos), ha retirado a los «pellejudos» rebeldes, se ha enamorado y ha encontrado algo, a alguien en realidad, que le importa más que su propia vida; ella también ha encontrado el amor, ha comenzado a crear sus propios recuerdos junto a Deckard y ha recibido una inesperada oportunidad de vivir su propia vida, una vida de prófugo, sí, pero vida a fin y al cabo.

Deckard y Rachael han ganado algunas batallas, pero su guerra continúa y, probablemente, lo peor aún está por llegar.

Blade Runner termina cerrando una historia... y empezando otra.

El nuevo final (que en realidad es «el viejo final», el de la copia de trabajo que fue proyectada para los ejecutivos de la Warner y en los pases de prueba con público) de Blade Runner es infinitas veces superior al original porque nos invita a escribir nuestra propia continuación a la historia de Rachael y Deckard.

(Y por eso los que amamos esta película llevamos de diarrea desde que se anunció el rodaje de su secuela.)


Recuerda mis palabras: pronto todas las entrevistas de trabajo serán así.
Chef debió acabar con Jon Favreau llamando por el móvil a su ficticio hijo y comprometiéndose a pasar más tiempo con él.

Pero entonces no estaría escribiendo sobre esta película.

Bueno... quien dice escribiendo dice divagando, como siempre; incapaz de abordar el tema principal y resolver la duda que todos tenemos en este momento.

Pero dudo mucho que nadie vaya a resolver nunca el misterio de con qué carallo alimentan los Vergara a sus niñas.

Aunque, puestos a elegir entre la belleza y la perfección, en Paratroopersdon'tdie nos quedamos con la perfección.

¡Cuarenta años diciéndonos que tenían rabo y bigote! Mucha envidia es lo que hay.
Jon Favreau hizo que su película acabase no sólo bien, sino extraordinariamente bien, convencido de que eso era exactamente lo que el público quería ver: una puñetera flawless victory.

Y se cargó su propia película.

Mi particular consejo: no escribas pensando en el gusto de tus lectores si eso supone traicionar tu relato y a tus personajes.

Tu libro seguirá siendo una mierda, pero al menos será una mierda respetuosa y quién sabe si incluso respetable.

Ésta es una de las lecciones más difíciles de aprender para un escritor: saber cuándo poner fin a una historia. Nuestro amigo Steve incluso ha escrito un cuento, trasladado más tarde a una película que, además de tomarse ciertas libertades sobre el texto original, pone especial énfasis en la necesidad de darle un buen final a un relato.

Al parecer, Jon Favreau todavía tiene que aprender esta valiosa lección.

Le deseamos buena suerte.

Y a ti también.

viernes, 13 de enero de 2017

No te metas en el mundo de la droga.

(Que ya somos muchos y no hay para todos.)

Juas, juas, juas.
Un cuarenta por ciento de los españoles declara no leer jamás.

Mi primera reacción cuando leo noticias como ésta es un diplomático «ellos se lo pierden», sazonado con un clasista «¡Qué bien! ¡Más libros para mí!»

(Pero eso es como si la noticia fuese «un cuarenta por ciento de los españoles declara no follar jamás» y tú pensases que así tocas a más chochos)

Luego vienen las reflexiones, claro. Yo es que soy mucho de reflexionar. Si hubiese sido Dios, el mundo seguiría sin estar terminado y todas las mujeres serían Sara Sampaio.

En esta ocasión, como en casi todas, no puedo evitar preguntarme cuánto del «no me gusta leer» debería traducirse por «no me gustan los libros que he leído.»

Como no tengo hijos en edad escolar ignoro si todavía existen aquello que, en la EGB, llamaban «lecturas obligatorias». En mi infancia, los profesores de literatura te señalaban un libro, seleccionado de un repertorio de clásicos de las letras españolas, que había que leerse sí o sí y sobre el que amenazaban con soltarte una pregunta a traición en el examen de la asignatura, o exigirte un trabajo escrito. 

Me parece que a nadie se le pasó por la cabeza que obligar a críos de doce, trece, catorce años, a leerse El libro del buen amor, El cantar de Mío Cid o las Coplas a las muerte de su padre, que por no parecer no parecen ni escritos en castellano, era el camino más corto entre la indiferencia lectora y odio vesánico a los libros.

 

Para la mayoría de mis compañeros, como para mí mismo, las lecturas obligatorias eran el momento coñazo del curso, porque nos requerían un esfuerzo raras veces recompensado. Aquellos escritores pertenecían a una generación distinta, separada de la nuestra por un páramo de siglos; nos hablaban de cosas que no entendíamos, o que nos importaban una mierda y, para acabar de cagarla, lo hacían en un idioma arcaico que exigía enciclopedias de notas al pie para hacérsenos legible.
Tío, ¿te sabes Thunderstruck?
Con las cantigas medievales no teníamos ese problema... pero, claro, estaban llenas de mala baba y palabrotas.
A vos, Dona Abadesa,
de mim, Don Fernando Esquío,
estas doas vos envío,
porque sei que sodes esa
dona que as merecedes:
catro carallos franceses
e dous aa prioresa.
(Los «carallos franceses» son consoladores)
Mui ben os semellaran
ca se quer levan cordóns
de sendos pares de collons;
agora vólos darán:
catre carallos asnáis
enmangados en coraís,
con que collades o pan.
Aunque mi favorita ever es aquella de:
Foi un dia Lopo jograr
á cas dun infançón cantar:
e mandou-lh’ele por don dar
tres couces ena garganta;
e fui-lh’escass’, a meu cuidar,
segundo com’el canta.
Pero estos momentos de malsano placer intelectual eran raros. Recuerdo perfectamente que, estando en el instituto, me hicieron leer, sí o sí, Las inquietudes de Shanti Andía. Con decir que he tenido que buscar en Internet el argumento de esta puta mierda narcotizante está todo dicho. Si hubiese sido el primer libro que me hubiese caído en las manos, dudo mucho que jamás hubiese vuelto a coger otro, pero es tanto como hacerse maricón después de haber tenido una desagradable experiencia heterosexual con una gorda sarnosa y con halitosis.

En cambio, en aquella época también me obligaron a leer El Quijote y me lo acabé de un tirón, deshuevándome vivo en los pasajes más escatológicos, como cuando Sancho prueba el bálsamo de Fierabrás y empieza «a vaciarse por entrámbolos dos extremos» (se ve que por aquel entonces aún estaba en la fase del humor «caca, pedo, culo, pis»).

No son molinos, don Alonso, son españoles que no leen.
El Quijote era un libro a mi medida como lector, Las inquietudes de Shanti Andía no. Así de simple.

Sospecho que ése es el problema de buena parte de esa gente que lleva a gala no leer nunca: no han encontrado libros a su medida.

Así que llevarse las manos a la cabeza por toda esa gente que, pobrecitos, no leen, tiene poco sentido.

Pero es mucho peor la condescendencia. Culpabilizarte por no haber sido capaz de acabar un libro, o porque no te haya gustado, o no lo hayas entendido.

El supositorio más feo de la historia.

Nunca pude acabar el Ulises, de Joyce.

Me importa una mierda lo bueno que sea. Me la bufa que la consideren la mejor novela inglesa del siglo XX y, si alguien vuelve a afirmar en mi presencia que es pináculo de la cultura occidental, no respondo de mis actos.

No, no voy a darle otra oportunidad a este libro que me repelió como al demonio el agua bendita, que me hizo sentir burlado, como si Joyce se estuviese pitorreando de mí, en mi puta cara. ¿Éste señor quería escribir un libro que fuese casi imposible de leer (aunque, en puridad, el Ulises fue sólo un prototipo y el libro ilegible por antonomasia es el Finnegans Wake, de quien se ha llegado a decir que es intraducible)? Pues con su pan se lo coma.

Leer no debería ser un pentatlón ni una prueba de carácter. La actitud «me voy a acabar este puto libro que detesto por mis cojones» le hace más daño a la cultura occidental que Gandía Shore y los mesentiendes de Belén Esteban. El Ulises es como esos «retos para valientes» que tienen algunos restaurantes de comida rápida en los Estados Unidos: un chuletón de doscientas arrobas que haría vomitar a Son Goku antes siquiera de llegar a la mitad o unas alitas de pollo tan picantes que con la cuenta te traen la tarjeta de visita de un cirujano estomatólogo que, por un módico precio, sustituirá tu garganta corroída por otra de adamantium.

Ahora comer. Después hacer popó, comer más y hacer más popó.
La mayoría de la gente que intenta el reto del chuletón de brontosaurio o las alitas de fénix al rojo vivo abandona. ¿Por qué? Porque se dan cuenta de que están haciendo el primo, coño. Sólo hay dos buenas razones para comer: la primera, y fundamental, la propia supervivencia. La segunda, el placer. Comer por cabezonería. Por tus santos huevos. Por demostrar que eres el tío más macho de Macholandia. Seguir comiendo cuando hace rato que el mero acto de tragar se ha convertido en una tortura sólo tiene sentido para los anormales profundos y para los tíos con más picha que cerebro.

Eso sucede con el Ulises y con otras obras cumbre de la literatura occidental. Parecen haber sido escritas para ponernos la zancadilla párrafo tras párrafo, meternos un dedo en el ojo capítulo tras capítulo. Un dedo que previamente alguien había metido en el ano de un cadáver. 

Hay vacas sagradas del canon occidental que parecen haber sido concebidas para que nadie pueda leerlas, perpetuando el prejuicio de la cultura como privilegio clasista reservado a una élite.

No. No me he leído el Ulises. Ni pienso hacerlo nunca. No merece la pena desperdiciar ni un puto segundo de mi valioso tiempo leyendo un ladrillo escrito por un fatuo que necesita sesenta páginas para afeitar a su protagonista (y si se sigue afeitando o no después lo ignoro, porque no pasé de ahí).

Clásico, decía Mark Twain, es un libro que la gente elogia pero no lee.

También decía que prefería el paraíso por el clima y el infierno por la compañía.
A la misma edad a la que a mí me obligaron a engullir, rumiar y regurgitar el puto coñazo de Las inquietudes de Shanti Andía, a mi hermana pequeña le pusieron de lectura obligatoria Cementerio de Animales, de Stephen King. Y yo me dije ¡olé los huevos de ese profesor! ¡Sí señor! Él sí que había captado el mensaje. Para que los críos lean hay que darles libros que quieran leer. Incluso la mierda de Crepúsculo podría ser mejor que nada, porque abriría la puerta a plantear un debate en clase sobre la siniestra filosofía que destila el libro y explicarles a las chicas que no, que los niños malos no tienen un fondo bueno y sensible esperando a que una chica virginal y media hostia lo despierte; que no, que esa dependencia patológica del ser amado no es para nada normal, ni sana, ni deseable; que el control no es romántico; que colarte por las noches en la casa de alguien para ver cómo duerme es delito... ¡Cuánto jugo se le puede sacar a un libro tan penoso!

No imagino la escena que debió producirse en el seminario cuando a este preceptor, adelantado a su tiempo, se le ocurrió proponer Cementerio de animales como lectura obligatoria. ¿Un libro escrito en inglés por un tío siniestro y más feo que un tumor de escroto en vez de alguna de las joyas inmortales de las letras hispánicas? ¿Un best-seller en lugar de uno de nuestros clásicos? ¡Blasfemia! ¡Herejía! ¡Anatema!

 

Pero el caso es que a mi hermana le encantó el libro. Y al resto de su clase también. Sí, hubo uno o dos zoquetes particularmente difíciles de desasnar que ni siquiera se lo leyeron, pero en un aula de treinta adolescentes no hubo menos de una docena que se lo leyese de cabo a rabo y al menos tres de otra docena no pudieron terminarlo porque «les daba demasiado miedo». El resto de la clase se limitó a plagiar los trabajos de los demás. ¡Aaaah, dulce y tramposa nostalgia de los años pre-Internet! Hoy habrían copipegado una página de la Wiskipedia o de El rincón del vago y vía.

No insinúo que no debamos siquiera intentar leer uno de estos libros indigestos. Digo que, como lectores, tenemos el derecho a seleccionar lo que nos gusta y barra o apetece leer y lo que no. No me produce el menor sonrojo admitir que no pude acabarme La divina comedia de Dante y, si quieres, también te puedo explicar el motivo: porque la segunda y tercera partes no están a la altura de la primera. El infierno me encantó. Lo he releído una media docena de veces. (Eso sí, recomiendo una buena edición, con notas al pie que te ayuden a poner en su justo contexto a todos los personajes con los que Dante y Virgilio se encuentran en su tournée por el averno). El purgatorio me aburrió con ganas y estuvo a punto de hacerme abandonar la lectura. El paraíso lo encontré tan recargado, pretencioso y pagafantístico que no pude llegar al final.

Entre mis galardones se encuentran el haberme terminado, con gran placer por mi parte, algunos libros tenidos por ilegibles, o casi, como Archipiélago gulag, Moby Dick, El silmarillion, Los versículos satánicos, El péndulo de Foucault (también llamada «La novela de Umberto Eco que los fans de El nombre de la rosa fueron incapaces de terminar»), o Las aventuras del buen soldado Švejk. Y este último tiene doble mérito, porque a su extensión (más de setecientas páginas) se añade el que Jaroslav Hašek murió dejándola inconclusa, así que la novela no tiene un final propiamente dicho. La narración termina cuando terminó la vida del autor.

Švejk era más que tonto: era un tonto certificado.
Sin embargo, tuve problemas con Macbeth. «¿Qué pasa aquí?», me dije, porque había disfrutado como un marrano de Noche de reyes, El mercader de Venecia, ¡y sobre todo de Hamlet!
Tis now the very witching time of night,
When churchyards yawn and hell itself breathes out
Contagion to this world: now could I drink hot blood,
And do such bitter business as the day
Would quake to look on.

Pero con Macbeth no podía. Avanzaba a trompicones. Me desanimaba. Estaba a punto de rendirme cuando tuve la inspiración de leer en voz alta.
From Fife, great king;
Where the Norweyan banners flout the sky
And fan our people cold. Norway himself,
With terrible numbers,
Assisted by that most disloyal traitor
The thane of Cawdor, began a dismal conflict;

(¡No! ¡Claro que no leí Macbeth en inglés! Sólo quiero que lo creas para parecer más interesante de lo que soy.)

Y la obra empezó a fluir como aceite Johnson's sobre la piel seráfica de Sara Sampaio. Devoré verso tras verso. Empecé a hacer voces para los distintos personajes: Macbeth, Banquo, Macduff... incluso volví atrás e improvisé tiples cascados para las tres brujas en torno a su caldero.
A sailor's wife had chestnuts in her lap,
And munch'd, and munch'd, and munch'd:--
'Give me,' quoth I:
'Aroint thee, witch!' the rump-fed ronyon cries.
Her husband's to Aleppo gone, master o' the Tiger:
But in a sieve I'll thither sail,
And, like a rat without a tail,
I'll do, I'll do, and I'll do.

En algún momento de la lectura, unos simpáticos señores de camisa blanca llamaron a la puerta de mi cuarto. Querían que me probase una camisa nueva, de una sola manga y abrochada a la espalda.

Los había llamado mi madre, persuadida de que su hijo había sucumbido al mal de Alonso Quijano y, de pasarse las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio se le había secado el cerebro.

¿Sabes un secreto? A Zola le daba sueño Hamlet.

A Zola. El de Germinal y Nana.

Así que no te sientas culpable si no puedes acabarte El arco iris de la gravedad, Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy o Meridiano de sangre. Pura y simplemente, esos libros no eran para ti. Los libros que te convienen te están esperando en el estante de alguna librería.

No tenían para la corona y se puso una mesa camilla.
Es probable que algunos libros difíciles merezcan una segunda oportunidad. Yo todavía no me he rendido con En busca del tiempo perdido, por ejemplo. Aunque mi primer intento no se vio coronado por el éxito, durante la somnífera tarde en la que fracasé en leerlo no tuve la sensación de que Proust se estuviese descojonando de mí en su tumba, que es más de lo que pude hacer con el Ulises.

Pero probablemente nunca leeré un libro escrito por un señor que necesita sesenta páginas para afeitar a un personaje.

Porque si alguien necesita sesenta páginas para contar algo que puede resumirse en una frase, probablemente esa persona nunca debió sentarse a escribir un libro.

Un libro que probablemente sea una mierda.