domingo, 17 de julio de 2016

Abandonad toda esperanza

Una vez fui jurado del premio literario convocado por una editorial.

La cosa no tiene mayor mérito. Cualquier gilipuertas podría haber acabado siendo jurado de aquel premio y le tocó al cretino que escribe esto y a algunos cuantos mindundis más.

No debería haber aceptado, a tenor de mi experiencia personal como concursante en este tipo de certámenes: organizaciones que juraban y perjuraban no haber recibido a tiempo mi manuscrito aunque yo sostenía en la mano el acuse de recibo que traicionaba su mentira, premios literarios creados para descubrir y promocionar a nuevos autores que se concedían sistemáticamente, año tras año, a escritores consagrados; juegos florales provincianos, incluso consistoriales, de esos en los que el único galardón es un trofeo de metracrilato y la publicación en el boletín cultural del ayuntamiento, premios, en teoría, destinados a amas de casa con hijos universitarios y oficinistas ociosos, otorgados a primeras espadas de las letras españolas y toda clase de extrañas componendas. En mis exploraciones de las alcantarillas literarias descubrí incluso un certamen de novela de los de serie B (premio de cuatro cifras, ninguna de ellas múltiplo de cinco), no diremos nombres, en los que el ganador había sido, tres años consecutivos, el mismo novelista. Que los hay que tener chapados en titanio para presentarse tres veces al mismo premio de mierda después de ganarlo al primer intento, voto a Tal.

Sí, claro que escribo desde el resentimiento. El resentimiento es una de mis principales fuentes de inspiración.

La otra es el despecho, por cierto.

Nunca gané un premio literario, y eso que me presenté a varios. Si tuviese la más mínima fe en la honestidad de los organizadores de esos certámenes no me quedaría otra que asumir la cruda, desollada realidad: los cuentos y novelas que yo había enviado a esos premios no eran más que basura y, tal vez, eso sucedía porque soy un escritor penoso. No es una tragedia. Seguro que todos los días nace un escritor de mierda y, además, el noventa por ciento de lo que escriben los buenos escritores no vale ni lo que una lasaña de mocos.

Nunca gané un premio literario, pero una vez fui jurado de uno.

Si hay un Dios allá en el cielo, espero que algún día me perdone.

No era completamente inocente en la materia, a fin y al cabo hacía pocos años que se había organizado la mundial durante la entrega del premio Planeta (algún tiempo más tarde, Marsé se despachó a gusto sobre el tema), pero pensé que la experiencia podría resultarme productiva y... en fin, aquí estoy, escribiendo sobre ello, así que algo en limpio habré sacado.

También había un atractivo voyeurístico, casi pornográfico, en la posibilidad de leer las obras finalistas y descifrar el criterio del comité de lectura que las había seleccionado.

En cuanto recibí mis copias de los cinco manuscritos finalistas creí entrever ese criterio.

El Libro Número Uno era una novela histórica, o lo que en este país se entiende por novela histórica. Describía un conocido episodio bélico del siglo XIX y el escritor estaba emperrado en demostrarme cuánto se había documentado sobre el tema. En la página treinta aún no tenía ni repajolera idea de quién o quiénes eran los protagonistas o sobre qué coño versaba el conflicto (sin conflicto no hay novela) que debían afrontar, porque el escritor seguía describiéndome unidades de combate, insignias, uniformes, armas, himnos, banderolas, marchas militares y su puta madre.


La novela incurría en casi todos los pecados propios de una ópera prima (si, llegados a la página treinta, la acción todavía no ha empezado ni has presentado a los personajes, es que a tu libro le sobran como mínimo treinta páginas) y parecía más un artículo para una revista militar que una obra de ficción, pero me cautivó desde el principio. Quizá porque, como licenciado en historia, todo lo que estaba leyendo me resultaba familiar, quizá porque me emocionó descubrir que el autor conjugaba bien los tiempos verbales y era capaz de escribir sin faltas de ortografía ni evidentes errores de concordancia, algo extraordinariamente raro en los tiempos que corren; quizá porque intuía el esqueleto de la narración y me pareció sólido.

El Libro Número Dos era una auténtica tomadura de pelo. En serio. Parecía redactado por algún esquizofrénico empachado de Bukowski. Me gusta Bukowski, pero aborrezco a sus imitadores. No basta con utilizar muchas palabrotas y desbarrar durante párrafos y párrafos acerca de follar  y masturbarse para que te inviten a Apostrophes, que, para más jodienda, dejó de emitirse hace tiempo. 


Éste ñordo ni siquiera me lo acabé, porque cada página era como lavarte los ojos con mierda disuelta en lejía. Me había comprometido a leer enteros todos los libros finalistas, de modo que estaba faltando a mi palabra como jurado de premio literario, pero a estas alturas empezaba a sospechar un plan siniestro del comité de selección, así que de remordimientos de conciencia iba lo que se dice justito.



"Cada vez que alguien plagia mi estilo, Dios mata un gatito".

(Recuérdame que te describa algún día la entrevista a Bukowski en Aprostrophes: uno de los momentos épicos de la historia de la Literatura).

El Tercer Libro era esperrechante.

Sí, puede que sea la primera vez que lees esta palabra: esperrechante. Ni está ni estará nunca en el diccionario. Esperrechante es todo aquello que te hace reír hasta desgarrarte los genitales. Así era el Tercer Libro, un cóctel de novela negra y comedia aún más negra protagonizado por un personaje tan original, inepto y carismático que no podías sino amarlo desde el primer capítulo. Hasta se me escapó el pipí un par de veces mientras leía este libro.

El Cuarto Libro tenía buenas intenciones, pero en literatura no bastan las buenas intenciones. El argumento, si es que tenía algo parecido a uno, era tedioso, tópico, soporífero, insulso, intrascendente; una historia digna de que a su autor lo curtiesen a hostias, una historia hostiable, una hostioria. Los personajes eran planos, estereotipados, abúlicos, alelados, prescindibles, violables, ahorcables y lanzallameables. Pero lo peor de todo eran los diálogos. En mi puñetera vida, y ya tengo canas en los pelos de los cojones, había leído unos diálogos tan pretenciosos, pedantes y huecos. Retórica sin sustancia. Huesos descarnados, sin médulas, y podridos. Diálogos dignos de cursillo de escritura creativa donde un profesor de literatura amargado, que en su puta vida publicó ni un refrán, se empeña en bruñir cada frase de sus alumnos hasta que irradia belleza pura de oliva, sin importarle que en el proceso pierda toda verosimilitud.


Si la consecución de la belleza, y no contar una historia, es tu objetivo como autor, entonces el estilo, la apariencia, acabarán triunfando sobre la narración y no tendrás una novela, sino simple prosopopeya. El equivalente literario a un viaje de LSD. Y es en esa tierra sin Dios donde nacen las amas de casa sin escolarizar que hablan como relamidos académicos de la lengua y las empleadas del montón en una multinacional deshumanizada y alienante que emplean el vocabulario de un doctor en gramática recién llegado del Siglo de Oro en la máquina del tiempo de las seis y media.

Juro por los reventones belfos
lusitanos de Sara Sampaio que había un Quinto Libro.

 

Pero soy absolutamente incapaz de recordar nada de él, lo cual constituye prueba suficiente de que esa novela era una boñiga. Si no dejó una impresión duradera en mi memoria, si, por más que me esfuerce, no logro evocar ni el menor detalle de la trama o los personajes, es que el autor fracasó. En mayúsculas. FRACASÓ. Fue incapaz de captar mi interés, transmitirme una emoción, un impacto estético; traicionó el fin último de cualquier arte, que es la comunicación. Lo mismo habría dado que estuviese escrito en chino.

Al terminar mi lectura creí haber descubierto un sórdido plan tras el quinteto de finalistas escogido por el comité de lectura: se habían pasado por la bolsa de las pelotas al jurado y designado ya a un ganador: el Tercer Libro. Para asegurarse de que su preferido resultaba ganador lo habían empaquetado entre tres absolutos cagarros y una novela mediocre, inacabada, falta de una buena poda y una mejor corrección de estilo.

En definitiva, el premio literario de cuyo jurado yo formaba parte era un puto fraude. Ni después de meterse un supositorio de porros del tamaño de un misil Trident, un comité de lectores habría escogido los libros Dos, Cuatro y Cinco por sus méritos literarios. Aquellos no podían ser los cinco mejores libros de entre las doscientas cincuenta o trescientas obras presentadas. Tal vez tampoco el Libro Uno, que sin embargo estaba a años-luz de esa impía trinidad. La organización había decidido que ganase el Libro Número Tres y se había asegurado de amañar el concurso para que así sucediese.

Me negué a formar parte de aquel circo y voté, con la mano tapándome la nariz, por el Libro Número Uno. Dado que parte del premio consistía en la edición de la novela ganadora, confiaba ingenuamente en que un editor y un corrector de estilo ayudasen a mi ganador a darle forma publicable a su obra, todavía inmadura. A fin y al cabo, se supone que eso forma parte del trabajo del editor.

En algún momento de todo el proceso de lectura y votación había olvidado que yo no era el único miembro del jurado.

Y que las bases del concurso, que tras hacerse público el fallo me apresuré a releer, no exigían un dictamen unánime.

El día que se hizo público el ganador me quedé con (más) cara de gilipollas.



Había ganado la Cuarta Novela, la pedante, insufrible, narcótica y huera hostioria.

Lo juro.

Y en el texto que fue dado al tórculo no habían corregido ni una sola errata de imprenta. Ni siquiera la primera.


Y lo sé porque mi recompensa como jurado consistió en un ejemplar de la obra ganadora, rebautizada por mis amistades como ¿De verdad esta puta mierda ganó un concurso literario?

Ese fue el día en que comprendí que la literatura española estaba acabada.

Y la penúltima vez que tuve contacto con certamen literario alguno.




El Tercer Libro, el que más me gustaba, el más divertido y mejor escrito pero por el cual no voté a fin de no implicarme en una impostura, quedó finalista y acabó publicándose.

En otra editorial, mucho más modesta que la que convocó el concurso al que aludo.


Busca un ejemplar en tu librería más cercana antes de que la cierren. No revolucionará la literatura, no te cambiará la vida, pero te echarás unas risas.

Podrás apagar con tus risotadas los estertores de muerte de las letras españolas.

sábado, 2 de julio de 2016

Consejos vendo que para mí no tengo (y II)

(Seguimos con nuestros diez mandamientos para escritores, que la cosa nos ha quedado un poco larga y Blogger no nos permitía seguir hormonando la entrada).

6. No regales tu trabajo.

Esto puede parecer una perogrullada.

Por desgracia, lo que debería ser evidente para todo el mundo no lo es para ciertas personas. Tan pronto como empieces a mover tus textos te encontrarás con numerosos especímenes de una rara criatura: el gorrón literario (Literarians hijoputensis). No estoy hablando de los que se bajan los libros de Internet sin abonar los correspondientes derechos de autor (algo que estoy completamente seguro has hecho más de una vez). No. Me refiero a la gente que manifiesta un interés, aparentemente genuino, en leer, dar visibilidad o transformar tu trabajo. Eso sí, por la patilla y de gratis.

Puede que en un momento dado te parezca oportuno colgar algunos de tus trabajos en la Red de redes, regalarle a tu amigo dibujante ese guión de cómic que te robó tantas noches de sueño y algunos años de vida o subir a Youtube todos tus videoclips con versiones bossa nova de Pink Floyd. No digo yo que sea mala idea. Yo mismo, sin ir más lejos, por aquello de irme haciendo un currículum he publicado cuentos en revistas on-line de esas que no pagan. Lo que trato de advertirte desde este sexto mandamiento es que nunca debes sobrestimar la visibilidad que puedes conseguir con ese material «liberado» (siempre es muchísimo menor de la que esperabas), y que, si acostumbras a tu público a obtener lo mejor de tu producción sin desembolsar un céntimo a cambio, les estás enseñando a cagarse en tu trabajo.

Nadie valora lo que nada le cuesta. Lo repetiré: nadie valora lo que nada le cuesta. Lo repetiré una vez más por si no te ha quedado lo bastante claro, y esta vez en negrita: nadie valora lo que nada le cuesta. Acostúmbrate a regalar tu trabajo y no tardarás en verte rodeado de gente convencida de que te está haciendo un favor al robarte horas, días, semanas de tiempo que podrías haber dedicado a otras cosas más productivas (acabar la Estrella de la Muerte de Lego, aprender encaje de bolillos, ganar un concurso de perros de muestra...), personas que no tendrán ningún reparo en pedirte que les cedas tu trabajo sin contrapartidas «porque, total, a ti esto te gusta, ¿no?».

Este mandamiento pretende prevenirte contra la falacia de la cultura gratuita. No. No debe ser gratuita. No cuando detrás de esas obras culturales hay gente a la que sus padres inculcaron el feo hábito de comer tres veces diarias. ¿Puede haber cultura libre y sin restricciones? Por supuesto que sí; puede y debe siempre que no prive a nadie de su legítimo derecho a la subsistencia.

Si el panadero cobra por sus baguettes, si el fontanero cobra por arreglarte el sifón del fregadero, si el cirujano cobra por extirparte un lobanillo, si hasta, oh ignominia, los diputados cobran por su... «trabajo», ¿por qué el escritor ha de entregar su obra gratis a cambio de una visibilidad que, presuntamente, va a dirigir un chorro de dinero, un día de estos, o quizá el próximo, directamente a sus bolsillos? ¿Qué es esa mágica «visibilidad»? ¿Se come la «visibilidad»? ¿A qué sabe? ¿Cuánta «visibilidad» nos pide el casero a principios de mes para no ponernos de patitas en la calle?

Hace años que no escribo guiones de cómic. Existe una buena razón para ello, que ya expliqué aquí (búscame en los comentarios, si quieres. Firmo como Herbert Klein, o sea el pequeño Herbert, o sea Heribertito). Puede que mis guiones de cómic no fuesen muy originales. Seguro que no eran muy buenos, pero eran míos. Representaban horas de trabajo frente a la página en blanco. Horas de neuronas recalentadas, de olor a cables quemados, de ojeras, de tiempo que robé a otras actividades propias de la edad (ver Los caballeros del zodiaco, creerme las cartas falsas del Penthouse, escuchar el Sultans of Swing de Dire Straits... hasta vomitar) y que nadie me agradeció porque no di a valer mi trabajo.

Cuando alguien me pedía un guión de cómic yo se lo escribía.

Luego jamás veía el cómic. Ni una página. Ni una viñeta. Ni un boceto. Ni un puto estudio de personajes, joder.

Tardé un poco, pero me di cuenta de que estaba haciendo el gilipollas.

Esto de sugerirte trabajar por amor al arte sucede mucho en el mundo del cine, donde los proletarios de la tecla son a menudo requeridos para escribir guiones sin cerrar un precio por ellos, percibir un adelanto ni, en ocasiones, firmar un contrato siquiera, sino que se les ofrece un simple «luego, si eso, ya veremos». El «si eso» puede ser «si logro colocarle el proyecto a alguna cadena de televisión», «si pillamos alguna subvención del Ministerio», «si ganamos algún premio medio decente», «si hacemos una taquilla decente», «si no me gasto la recaudación en coca y putas»; o sea, «si queda algo de pasta, aunque sea una propinilla, después de pagarle a toda la gente que ni siquiera se va a levantar de la cama si no les garantizo su minuta (o sea electricista, carpintero, maquilladora, etcétera) ya vemos si te cae algo a ti». Pero mejor que te lo cuenten ellos mismos.  

No regales tu trabajo. Véndelo. Y véndelo bien. Recuerda aquella frase de J.G. Ballard, que me tomo la libertad de parafrasear:
«Cualquier gilipollas puede escribir un libro, pero para venderlo hace falta ser un verdadero genio.»

No seas el gilipollas que simplemente escribió un libro.

7. Vacúnate contra las aspirantes a viuda.

El día más triste en la vida de todo escritor es el día en que conoce a su futura viuda.

Hablo de esa mujer pérfida, interesada y mezquina que se acerca a un escritor consolidado con la ladina intención de sobrevivirle y convertirse en administradora de su legado.

La clase de mujer capaz de conseguir que el escritor repudie a su primera esposa e hijo legítimo y los declare, en papeles timbrados, concubina y bastardo, respectivamente.

La clase de mujer que malbarata el archivo de su difunto para comprarse drogaína de la mala.

La clase de mujer capaz de conseguir el absurdo de que la biografía definitiva del finado entre al tórculo sin una mala cita del autor porque la viudita alegre pretendía cobrarle al biógrafo a céntimo la palabra.

La clase de mujer que te convence para expatriar de tu testamento a tu anterior esposa y a tus hijos, nombrarla a ella heredera universal y es vista, unos días más tarde, comprando gasolina justo antes de que pierdas la vida en un incendio tan oportuno como sospechoso.

Me gustaría darte algunas indicaciones sobre cómo reconocer a una aspirante a viuda de escritor, y también proporcionarte algunos consejos sobre cómo combatir esta trágica plaga.

Pero yo mismo no estoy vacunado contra ellas... y además no me ibas a hacer caso, que tira más pelo de coño que estacha de barco. 

Así que todo lo que puedo hacer es decir que te comprendo.

Y que, por tu propio bien, rezaré para que mueras virgen.

8. Quema tus naves.

La comodidad crea grasa.

No, no se me ha colado una frase de un blog de salud. Mira, lo repetiré:

La comodidad crea grasa.

Te diré algo más que ya te he dicho pero, como no me lees, no te ha quedado claro: la decadencia no espera a nadie. Cuando empieces a perseguirla ya habrá cruzado el límite del universo observable.

De un examen superficial al catálogo de novedades de las editoriales podría deducirse que en este país sólo, o principalmente, se lee novela histórica.

Como toda simplificación, ésta es discutible o abiertamente falsa, pero tomémosla en calidad de hipótesis de trabajo.

Supongamos que en este país sólo se leyese novela histórica. Un escritor avispado podría pensar que maximizará sus posibilidades de ser publicado, y quien sabe si de pegar el pelotazo editorial de la década, enviando a editores y agentes novela tras novela de temática histórica, ¿verdad? Ese escritor al que aludo podría pensar que merece la pena pagar el peaje, aunque a él lo que le gusta, incluso lo que se le da realmente bien, es escribir thrillers policiales, novelas románticas, porno softcore para amas de casa poco exigentes o recetarios de cocina somalí.
«Así que la mejor decisión que podría tomar ese hipotético escritor, si quiere ver su obra publicada, es escribir novela histórica. ¿Me equivoco?»
Sí. Te equivocas.

Porque la comodidad crea grasa.

Acerca de qué coño es o no es novela histórica podríamos hablar largo y tendido tú y yo. Y con cierta autoridad por mi parte, que para algo soy licenciado en Historia. Pero ahora no toca.

Sobre la decadencia, o sea la oportunidad de escribir o no al dictado de las modas del momento, ya he escrito hace unas semanas. Pincha en el enlace correspondiente y no me obligues a repetírtelo todo otra vez, que empiezo a pensar que eres tonto del haba.

Hace unos años me puse a escribir una novela en concreto. Una con la que no acababa de sentirme cómodo. Yo soy esencialmente lector de ciencia-ficción, pero estaba escribiendo algo a años luz del género. Me seducen  las historias con un componente de fantasía y ésta no podía estar más pegada a tierra. La historia me gustaba. Me había enamorado de los personajes, pero no acababa de sentirme cómodo. Escribía, escribía y escribía y descartaba un borrador tras otro.

Intenté acomodar la novela a mis gustos. Introducir, aunque fuese a la fuerza, algún elemento de fantasía que me la hiciera más atractiva.

Primero hice que al protagonista le saliesen estigmas.

Fue una mala idea.

Deseché ese borrador e hice que el protagonista pudiese ver los espíritus de los muertos, en plan El sexto sentido.

Por increíble que parezca, ésa ocurrencia fue incluso peor que la de los estigmas.

Probé varias cosas: poderes psíquicos, viajes en el tiempo, extraterrestres, apariciones marianas...,

Una cagada tras otra.

De repente me vi entre manos con un monstruo de Frankenstein compuesto por  fragmentos de tantos borradores diferentes que ya no distinguía la humilde basura de la mierda apoteósica. Se lo envié a mi Lector Cero, al que cuando sea millonario tengo que erigir una estatua de oro macizo, a tamaño natural y con testículos de toro.

Sorprendentemente no sólo no me retiró la palabra ni envió unos ninjas a matarme, sino que se las arregló para despojar a la novela de todo el tejido enfermo y me devolvió el esqueleto para que yo completase el tratamiento.

Me puse a escribir el libro a partir de ese armazón y sus notas.

Cada vez que sentía la tentación de añadir farfolla sobrenatural, me daba a mí mismo con un martillo.

En los huevos.

Me esforcé en mantenerlo simple. Renuente a usar pirotecnia, CGI, trajes de captura de movimiento y a James Cameron, escribí de cosas que conocía, que todo el mundo conoce porque son comunes a la experiencia humana.

Escribí sobre el primer amor, que es también el primer desengaño.

Escribí sobre el pecado y la culpa.

Escribí sobre la redención.

Escribí sobre la pérdida.

No daba crédito a lo que estaba apareciendo en la pantalla de mi ordenador.

Estaba escribiendo sobre escribir.

Sobre la memoria.

Sobre la identidad.

Sobre el perdón.

Sobre la vida.

Sobre la muerte.

Estaba escribiendo con la cabeza.

Con el corazón.

Con las tripas.

Estaba puto escribiendo la mejor novela de mi miserable vida, y en ningún momento me sentí cómodo. Ponía demasiado de mí en cada párrafo. Contaba cosas muy íntimas. Atribuía a alguno de mis personajes rasgos que detestaba, probablemente porque se parecían demasiado a los míos... o a los que sabía que no alcanzaré jamás.

Más de una vez tuve que interrumpir un párrafo y salir a tomar el aire, darme un descanso porque estaba agotado, magullado, ensangrentado, roto.

Luego volvía frente al ordenador, y seguía escribiendo.

A veces con lágrimas de risa en los ojos.

A veces con lágrimas de dolor.

Lo juro por lo que consideres más sagrado.

Escribí ese libro como si fuese una carta de amor.

Sin fantasmas.

Ni extraterrestres.

Sin estigmas.

Sin Cate Blanchett.

Todavía creo que es lo mejor que he hecho jamás.

Al menos de momento.

¿Y sabes otra cosa? Ninguna editorial de este país publicará esa novela.

Lo sé porque se la he ofrecido a todas.

(Aunque tal vez simplemente no la quieran porque el mejor libro que he escrito en mi vida es una puñetera mierda)

La comodidad crea grasa.

Siéntate a escribir esa novela histórica con la que pretendes abrirte hueco en el mercado editorial. Con un poco de suerte, puede que hasta te la publiquen.

Pero tú y yo sabremos que eres un farsante.

Uno no se sienta y escribe un género. Escribes un libro o no lo escribes. Lo demás es fachenda y etiquetas para esnobs. El argumento surge de ti, puro, prístino. La historia es su propio género. Intenta retorcerla para que se acomode a un formulario concreto, al género de moda o al que creas que tiene más posibilidades de ser publicado, pero eso es tanto como ponerle unas medias de rejilla, un top aputado y una minifalda estilo cinturón a tu dulce hermanita pequeña y soltarla en cualquier esquina.

Ambos sabemos en qué te convertiría eso.

Puede que te sientas muy cómodo gastándote los sextercios que obtenga tu hermana de trotar por las aceras, pero si no reniegas de esa comodidad, si no buscas un proyecto exigente, un argumento doloroso, unos personajes indomables, incluso antipáticos, nunca escribirás el mejor libro de tu vida porque nunca tendrás la necesidad de hacerlo.

Quema tus naves. No lucharás como un desesperado hasta que sólo guarden tus espaldas el insondable océano y su promesa de muerte. Cuando no haya retirada posible, cuando te conste que los refuerzos no llegarán, que se trata de ganar la batalla o morir, sólo entonces conocerás la auténtica medida de tus fuerzas, porque no te quedará más remedio.

No te acomodes. Quema tus naves. Reniega de lo que te hace sentir cómodo.

Sólo así te saldrán músculos de escritor.

Sólo así te ganarás el respeto de tu lector más exigente:

Tú mismo.

9. Protege tu trabajo. 

Hace no tantos años, envié una consulta a una editorial. No diremos el nombre («si quieren publicidad que la paguen» estuvo a punto de ser el nombre de esta bitácora). Supongamos que se llamaba Ediciones Río de Mierda. Una perzona humana (Jezulín dixit) muy amable me dijo que sí, por supuesto que aceptaban manuscritos no solicitados, pero pidió ver primero una sinopsis de mi novela y una descripción de los personajes.

Se la envié.

Al cabo de unos días pidieron ver el primer capítulo.

Se lo envié.

Pasadas dos semanas me pidieron un ejemplar impreso y encuadernado de la obra completa.

Se lo envié.

Veinte días más tarde, me comunicaron vía correo electrónico que el libro no les interesaba y no iban a emprender ninguna gestión con él. Me pidieron tres euros en sellos de correos para devolverme el ejemplar. Se los envié sabiendo que iban a robarme y no me equivocaba; jamás recuperé aquella copia de mi novela.

Abro un inciso para advertirte contra aquellos que te piden dinero a cambio de leer o publicar tu trabajo. Pura y simplemente así no es como funciona el mundo. Tú trabajas (escribes tu libro) y a ti te pagan (adelanto por derechos de autor, porcentaje del precio de venta por ejemplar...). Punto. Desde que mi mala fe en los editores ávidos de dinero se vio confirmada por la experiencia relatada en el párrafo anterior, cada vez que me pasa algo parecido me sobran ganas de contestar:
«Tienes una hija adolescente muy guapa. ¿Me dejas a solas con ella quince minutos? Te prometo que no le voy a meter el carallo hasta el ombligo.»
Y alguna vez lo he hecho.

Contestar así, no cometer estupro, ¡que eso es ilegal, marrano!

Volviendo a Río de Mierda Ediciones, añadí su correo de rechazo a mi colección (que ya forma una pirámide dos veces mayor que la de Keops) y me olvidé de ellos.

Algunos meses más tarde, probablemente mientras buscaba porno duro de amputadas asiáticas con pingüinos vivos engrasados o algo parecido, me encontré con una noticia en una librería on-line. Ediciones Río de Mierda presentaba a un nuevo autor y un nuevo libro. Leí la sinopsis de la novela...

...y empezó a gotearme el colmillo.

Si tuviese que fiarme del argumento que la editorial  incluía en su dossier de prensa, aquel libro era mi libro. Era exactamente la misma historia y casi el mismo resumen que les envié. Habían cambiado los nombres de los personajes y cuatro palabras. Nada más. El libro lo follaba firmaba algún miserable al que probablemente conocían su abuela y su madre, pero que, me apuesto lo que sea, nunca había conocido a su padre.

Durante unos días, me quedé sin calzoncillos y rompí cuatro pares de pantalones.

En mi vida había tenido una erección semejante. Estaba, oh Dios, en el cielo.

Luego conseguí echarle un ojo al libro en cuestión y sufrí el mayor gatillazo de mi vida. Pese a lo que el argumento y los dossieres de prensa me habían hecho creer, la editorial Río de Mierda no había plagiado mi novela. Es más, el argumento se parecía tan poco a la sinopsis proporcionada a los medios de comunicación y publicada en la librería on-line que llegué a preguntarme si en Ediciones Río de Mierda se habrían hecho la picha un lío y enviado el resumen de mi novela en vez del que correspondía.


¿Por qué la posibilidad de haber sido plagiado me produjo una reacción tan rara? ¿Por qué me empalmé como una bestia en vez de mesarme las barbas, rasgarme las vestiduras e intentar el suicidio?

Sin tele y si cerveza, Homer pierde la cabeza.

Porque la novela que les había enviado estaba protegida por el registro de la propiedad intelectual.

Ya saboreaba la cacho demanda que les iba a interponer. Ya me veía en la sala de audiencias, exigiendo los tormentos del infierno para aquellos cabizbajos mercachifles. Ya me veía reclamando una retractación en periódicos de tirada nacional, así como daños y perjuicios, el secuestro de todos los ejemplares del mercado y su incineración en la plaza pública. Soñaba con embrear y emplumar yo mismo al escritor plagiario y pasearlo por todas las librerías de España, para que las ancianas le arrojasen a la cabeza coles podridas y los niños granadas de mano untadas con caca.

La verdad es que me jodió un poco tener que privarme de ese refinado placer.

Una leyenda negra (anónima, y probablemente hija de la envidia) atribuye a Patrick Süskind el plagio de El perfume, del cual se habría apropiado mientras trabajaba de lector en una editorial. Según esa misma leyenda, el verdadero autor no habría registrado la obra antes de enviarla y, por lo tanto, no pudo demostrar que era suya.

El perfume vendió quince millones de ejemplares.

Reflexiona sobre ello la próxima vez que envíes algo a un editor o agente literario sin haberlo registrado  antes.

No conviertas a un cínico cabrón en el próximo Patrick Süskind de leyenda negra.

10. Recuerda que eres mortal.

En el año 1959, su médico de cabecera diagnosticó a John A. Burgess Wilson un ligero caso de muerte inminente. Una chorradilla de tumor cerebral le iba a sumar, en breve, a la lista de los que ya fumaron su último Rothmans.

El bueno de John Anthony le dijo al galeno «pa' lo que me queda en el convento, me cago dentro». Renunció a su empleo de maestro y al misérrimo sueldo que percibía por él y se puso a escribir como lo que era: un condenado a muerte. No miento. Escribió como un verdadero cabrón. En un año parió cinco novelas y parte de una sexta. Con dos cojones. Tenía la esperanza de dejarle a su viuda algunos peniques en concepto de derechos de autor y, quién sabe, quizá perpetrar por accidente un best-seller. Si mil monos aporreando mil máquinas de escribir pueden hacerlo...

En algún momento de su agonía, el señor Burgess se dio cuenta de que, para estar casi muerto, no recordaba la última vez que se había sentido mejor. No había vuelto a desmayarse, no tenía jaquecas ni problemas de visión, no decía palabrotas ni había empezado a mearse encima; así que sacó tiempo entre dos párrafos y se tomó un descanso en el pabellón de neurología de un hospital británico (que le sirvió de inspiración para, a ver si lo adivinas, ¡correcto!, escribir un libro), donde, tras someterle a toda una batería de pruebas, le dijeron algo en plan:
«Y el fulano ése que le diagnosticó a usted un tumor, ¿a quién dice que se la chupó para que le dieran el título de medicina? Porque seguro que lo hizo de cine.»

Debería titularse "The Doctor Did Suck".

Anthony Burgess no estaba enfermo. Cuando murió en 1993 había firmado más de cincuenta libros, entre ellos uno del que probablemente no has oído hablar, que inspiró una película desconocida por el Hombre que quería ser Steven Spielberg.

¿Te gusta mi nocho, drugo?


Y jamás, con ja mayúscula, habría escrito todos esos libros si no hubiese creído que le quedaban dos telediarios.

Aplícate el cuento. Si no lo das todo por tu arte estás perdiendo el tiempo y, lo que es infinitas veces peor en varios órdenes de magnitud, me lo estás haciendo perder a mí. Cabrito. Si prefieres jugar al The Witcher 3: Wild Hunt en vez de escribir, si abandonas tu poemario por verle las tetucas a La Rizos, si meterle mano a tu prima la gorda te gusta más que pulir los flecos de tu mejor cuento estás, básicamente, haciendo el gilipollas y, además, no eres un verdadero escritor.

No, repito, no necesitas ver el último capítulo de Juego de tronos. No si eso significa dejar de escribir. No, repito, no necesitas llegar a nivel 10 de prestigio en el Call of Duty: Ghosts. Si todas esas cosas ocupan en tu vida un lugar preferente por encima de la escritura (tus novelas, tus cuentos, tus poemas...) eres un puto fraude y ya iba siendo hora de que alguien te lo dijese. Si nunca has perdido el sueño porque estabas atascado en una escena, un párrafo; si nunca te has despertado en mitad de la noche para apuntar una frase o una escena, si no sientes remordimientos el día que algo o alguien te impiden escribir, si siempre encuentras una excusa para no sentarte delante del ordenador, la tablet, el cuaderno, o para levantarte en seguida, es que tienes tantas posibilidades de convertirte en escritor como yo de convertirme en el proveedor exclusivo de flujo seminal de la dulce Sara.

Vas a morir.

Vas a morir y esa certeza debería acompañarte todas las horas de la vigilia y poblar tus pesadillas. Vas a morir y nunca tendrás tiempo suficiente de escribir todas las historias que tienes en la cabeza, todas las novelas, cuentos, poemas, guiones de cine que te atormentan. Vas a morir y lo sabes, y sigues dedicando más tiempo a bajar vídeos japoneses de creampies y recopilatorios de fistfuckings alemanes que a escribir. ¡Penitenciagite!

Cuentan que Hokusai, a los noventa tacos de calendario, después de una vida de fornicio, alcohol, putas y más alcohol, se lamentaba en su lecho de muerte de no haber llegado a los cien años, edad a la que calculaba que alcanzaría la cima de su arte.

Piensa en ello la próxima vez que enciendas el televisor y no el ordenador.

Reflexiona sobre este tema cuando actualices tu muro de Facebook, o mandes el próximo vídeo de gatitos por Whatsapp, o veas el próximo capítulo de Vis a Vis con una caja de clínex y una lata grande de Nivea al alcance de la mano.

Tómate la molestia de sumar todos los minutos del día que desperdicias en soplapolleces. Calcula cuántos párrafos podrías haber escrito mientras leías esta puta mierda de bitácora. Cuántas páginas. Capítulos. Novelas.

La Rizos en toda su ensortijada pilosidad.


Puede que consideres la abisinia perfección de La Rizos el apogeo de la evolución humana (en esta página tenemos nuestra propia favorita).

Pero La Rizos no va a escribir tu libro.

Y, al paso en que desperdicias el poco tiempo que te queda, tú tampoco.

Podría parecer que esta recomendación final de mi decálogo entra en conflicto con el primer mandamiento, pero no es su antítesis sino su síntesis y el colofón del segundo mandamiento. Gánate el jornal, suprime las distracciones y dedica el resto de tus energías a escribir como si te estuvieras muriendo porque:
  1. Es la única forma en que podrás firmar algo digno de sobrevivirte y 
  2. realmente te estás muriendo, gilipuertas, aunque creas que vas a cumplir cien años; y, cuando tú faltes, nadie acabará ese mierdoso clon de Crepúsculo por ti.
Pregúntale a Dostoyevski, mientras esperaba la ejecución en su celda de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, cuánto se mortificó por todo el tiempo desperdiciado en chuminadas, cuánto lloró por todos libros que ya nunca podría escribir.

Escribe como un condenado a muerte.

Porque eres un condenado a muerte.

De nada.

...

Hasta aquí llega este decálogo para escritores.

Adoptando estos diez sencillos consejos deberías ser capaz de incrementar tu productividad literaria, comer al menos tres veces diarias, conservar a tu pareja y tus amigos, pisarle los cojones al cabrón que te ofrezca regalar tu novela (no digamos ya si pretende cobrarte por publicarla) y, lo más importante, terminar tu libro.

Aunque seguramente tu libro será una mierda.