domingo, 16 de julio de 2017

Nos hemos vuelto gilipollas. Es la única explicación.

Soy de los que pega un salto en su silla (y aprieta el esfínter) cuando detecto una patada al idioma en la prensa, y a saber cuántas me pasan desapercibidas. Incluso tengo una especie de escala Richter idiomática, en cuyo nivel más bajo estarían las erratas de imprenta en los periódicos (es casi imposible que no se te cuele una, sobre todo ahora que ha desaparecido de todas las redacciones la figura del corrector de pruebas) y que termina, en la cima de la pirámide de vandalismo lingüistico, con las perversiones gramaticales deliberadas de los políticos españoles (esos «miembros» o «miembras»).

Bueno, pues imagínate, querido lector, la clase de sentimientos que me inspira la llamada postverdad, que, en una definición propia pero que creo ajustada a consenso, es, literalmente, poner el lenguaje al servicio de tus prejuicios, hasta el punto de negar la evidencia que tienes ante tus putas narices y, contra toda prueba y sentido común, enunciar una versión personalizada de los hechos.

O si lo prefieres más corto: es retorcer, drogar, violar y prostituir la verdad.

Honestamente, creo que una civilización que ha llegado a tal grado de apollardamiento sólo merece el genocidio. Que vengan las cucarachas a gobernar la tierra cuando nosotros seamos abono. Peor que la humanidad, no creo que vayan a hacerlo.

Y yo que, insisto, doy un respingo cuando el corrector automático del Word le hace una putada a un aturdido periodista de la prensa escrita, me pregunto cómo coño hemos llegado tan lejos en semejante disparate y dónde cojones estaban los intelectuales para impedírnoslo.

«Mal momento para tener un flato atravesado.»
La postverdad es esto: un hombre llega a casa y se encuentra a su mujer en la cama con otro.

Fornicando.
«Pero ¿qué cojones hace ese tío en tu cama?», dice el marido cornudo.

«¿Qué tío?», replica la esposa pérfida. «En mi cama no hay ningún tío. Estoy yo sola.»

«¿Cómo que no hay ningún tio en tu cama?», contesta el marido minotaurizado. «¡Que lo estoy viendo con mis propios ojos!»

«Pero... vamos a ver», dice la adúltera, haciéndose la ofendida. «¿Tú a quién coño vas a creer, eh? ¿A tu esposa que te quiere o a tus ojos traidores?»

No. No voy a hablar de Donald Trump. Hace años me prometí a mí mismo que no perdería mi tiempo con gilipolleces ni con gilipollas e intento cumplir esa promesa al menos una vez al mes.

Voy a hablar de la verdad.

«Su verdad», su puta madre y los cuernos de su padre
El mismo.
La verdad, desde mi punto de vista, es un absoluto, y así ha de recogerlo el lenguaje. Luchar contra la evidencia con las armas del lenguaje es retorcer, drogar, violar y prostituir ese mismo lenguaje, y no lo debemos permitir. El lenguaje es lo que nos permite describir y entender el mundo. Es lo que nos hace humanos. Una herramienta demasiado valiosa para permitir que se embote o rompa en manos de unos comemierdas.

Por lo arriba declarado, no cabe sino confesar que se me abren las carnes cada vez que uno de esos simios afeitados que se hacen pasar ahora por periodistas emplea la locución «su verdad».
«El acusado acudió a los tribunales para exponer al juez su verdad.»

«Ya sé que Pochita te dijo que le metí la lengua en el ano, pero antes de enfadarte espera a oír mi verdad.»

«No, Seño. Usted dice que he copiado en el examen, pero ésa no es mi verdad.»

¿«Su verdad»? ¡La punta de mi pito! Será «su versión de los hechos», no «su verdad», que verdad no hay más que una y a ti te encontré en la calle, so golfa. No se quién fue el primer malandrín que acuñó este infecto artefacto, pero espero que arda en el infierno de los gramáticos por toda la eternidad, mientras Agamenón le practica fistfucking con un guantelete de acero con pinchos.

Éste ya me vale.

La locución «mi verdad», «su verdad» pretende otorgar al testimonio subjetivo de una persona una legitimidad que no merece y menospreciar las afirmaciones en contra. «Todas las opiniones son igual de importantes y la mía es que eres gilipollas y no sabes lo que dices.» Me parece muy bien. Pero, si no estás follando con ese bigardo, dime por qué cojones tienes la polla metida en su culo y pegas esos aullidos de placer desaforado. «¿A quién vas a creer? ¿A tu etcétera etcétera o a tus ojos traidores?»

Periodistas del mundo: cada vez que usáis la locución posesivo + «verdad», Francisco Marhuenda devora el mestizo bebé abortado de alguna lesbiana ninfómana comunista votante de Podemos y adoradora de Lucifer. Cada vez que la introducís en vuestro discurso transmitís el mensaje de que la verdad es subjetiva y veleidosa, de que la opinión sobre la radiacción de fondo del Big Bang expresada por un aberroncho endogámico de la Castilla profunda tiene el mismo valor que la de Stephen Hawking, basada en observaciones empíricas y mediciones corroboradas por otros investigadores, que (reductio ad hitlerum) merecen el mismo respeto Mein Kampf que el Diario de Anna Frank, que, en definitiva, el idioma es vuestra zorra y podéis hacerle decir lo que os de la gana y también lo contrario al mismo tiempo.

Cabrones.


Anda, dime que es un bonito mensaje de amor y tolerancia. Dímelo, valiente.
¿Es la postverdad el último sueño húmedo de la postmodernidad o la pesadilla definitiva de la generación punk?

Pues a lo mejor mitad y mitad.

Hace un tiempo, a un magacín televisivo de cuyo nombre no quiero acordarme, una presunta historiadora, de cuyo nombre no puedo acordarme, acudió a presentar su libro. La señorita en cuestión acababa de hacer un gran descubrimiento: en la Edad Media, la Iglesia Católica, a través de los tribunales de la Inquisición, había perpetrado un nefando holocausto en Europa sobre mujeres libres, feministas, pro-aborto, veganas y votantes de Podemos. Estas pobres desgraciadas, que en el peor de los casos curaban el catarro con hierbas y, en otros, eran las últimas guardianas de los arcanos de la religión neolítica primigenia, lunar, femenina, vegana, LGTB, habrían sido etiquetadas de brujas y asesinadas sin piedad a fin de proteger la hegemonía de la religión patriarcal, solar, masculina. Más de nueve millones de mujeres inocentes habrían muerto para consolidar el poder de la Iglesia. La persecución habría sido especialmente feroz en los países mediterráneos, o sea Italia, Portugal, y sobre todo España, bastión católico y machista donde los haya, que lleva en su idiosincrasia el odio congénito a todo lo femenino.

La presentadora estaba horrorizada.

Yo también.

Estaba horrorizado de la osadía de la escritora y de la ignorancia de la presentadora.

Votante de Podemos de camino al colegio electoral.
Ya sé que está feo juzgar a una persona por las apariencias, pero la autora de aquel panfleto fémino-neolítico-lunar-nosotras-parimos-nosotras-decidimos-wickano no me pareció excesivamente solvente desde el momento en que se presentó en el plató vestida de lolita gótica, con sus bien alimentadas carnes embutidas en un corsé con primorosas blondas y puntillas (negro, por supuesto, como todo su atavío), los ojos enlutados con kohol y un anj colgado del cuello. He estado en un par de simposios de historiadores y, para qué negarlo, había algunas pintas muy raras y un par de tipos de lo más originales, pero nadie que pareciese salido de los descartes de un casting de Crepúsculo.

En cuanto a los argumentos con los que la presunta investigadora, y perdón si a alguien le parece que empleo el término con superlativa liberalidad, defendía su tesis... no estoy seguro de haberlos entendido muy bien (confieso que el trémulo reclamo de su oronda pechuga, que se estremecía y convulsionaba como flan recién hecho al menor movimiento de la mollar historiadora, me distrajo bastante y mucho), pero más o menos se reducían a:
«Lo he escrito en mi libro, así que tiene que ser cierto. Es mi verdad
¿Y por qué, pregunto en mi supina ignorancia, ni uno solo de los historiadores que han investigado expresamente esas alegaciones (que no tienen nada de nuevas), como Brian P. Levack (The Witch-Hunt in Early Modern Europe, Routledge, 1987; The Oxford Handbook of Witchcraft in Early Modern Europe and Colonial America, 2012; The Decline and End of Witchcraft Prosecutions, en M. Gijswijt-Hofstra, Brian P. Levack y Roy Porter, Witchcraft and Magic in Europe: Eighteenth and Nineteenth Centuries, Vol 5: 3–93. Athlone Press, 1999) o que están especializados en los ritos paganos y la historia de la Inquisición y de las creencias heterodoxas de la Europa Moderna, como Carlo Ginzburg (I benandanti. Ricerche sulla stregoneria e sui culti agrari tra Cinquecento e Seicento, Einaudi, 1966; Il formaggio e i vermi. Il cosmo di un mugnaio del Cinquecento, Einaudi, 1976; Storia notturna. Una decifrazione del sabba, Einaudi, 1989), han sido capaces de encontrar la más mínima sombra de ese fementido holocausto brujeril?
«Ah, bueno... ¡Joder tío, mira que eres corto! ¡Que hay que explicártelo todo! Es que son hombres y, ya se sabe, ésa es su verdad. Yo en el libro cuento mi verdad
A ver si lo he entendido... Me estás pidiendo que te crea a ti, que te presentas en un programa de televisión con tus gelatinosas ubres embutidas en un corpiño de encaje negro, a ti, que das la impresión de masturbarte mirando vídeos de animales agonizando, a ti, que si no has probado ya la sangre humana es porque antes de satanista tuviste la disparatada ocurrencia de hacerte crudivegana, a ti, en definitiva, antes que a hombres que se han metido hasta las cejas en el polvo y el moho de los archivos antiguos, que se han dejado los ojos en malolientes y mal iluminadas bibliotecas y recopilado décadas de información, elaborado hojas de cálculo, volcado esas hojas en estadísticas y expuesto sus datos en gráficas que cualquiera puede corroborar por sí mismo porque han citado claramente y sin pudor las fuentes en las que basan sus conclusiones.
«Esto... Eeeeeeh... ¡Mira mis mollares ubres! ¡Mira cómo rebotan! ¡Boing! ¡Boing!» 
Así de fácil. Cogemos la retórica de nuestra predilección («el hombre es malo malísimo, la mujer es la rehostia, la Iglesia, caca, el paganismo, guay, Dios apesta, Satanás mola más»), nos envainamos las tetas en blondas y puntillas, presentamos nuestra disparatada tesis como si fuese la Verdad Revelada ante un público dispuesto a creerla, bien por ignorancia, bien por afinidad ideológica, y, ¡pum!, holocausto brujeril al canto. Y nadie tiene derecho a censurarnos porque ésa es nuestra verdad, ¿a que no?

Historiadoras a las que, en vez del teléfono, les pides una prueba de ADN.
El holocausto de las brujas no existió. A ver si en mayúscula te entra en el jerolo: EL HOLOCAUSTO DE LAS BRUJAS NO EXISTIÓ. Nadie puede afirmar lo contrario sin pruebas y pretender ser tomado en serio. Es más, cualquiera que realice una acusación de tal calibre sin la menor evidencia que la respalde debería ser obligado a defenderla ante los tribunales de justicia, donde se le hará patrimonialmente responsable del veredicto en su contra.

Ni millones de asesinadas ni puntas de capullo. Hubo algunas decenas de miles de muertas, eso está comprobado, pero ni un millón ni varios millones. Tampoco podemos hablar de un complot machista-católico contra la pérfida mujer (propter speciem mulieris multi perierunt y todo eso) toda vez que la mayoría de los procesos fueron conducidos por las autoridades civiles, no las religiosas. Y no, no fue un fenómeno localizado en la Edad Media. La inmensa mayoría de los procesos contra las brujas se produjeron entre los siglos XV y XVIII. Y no, mi rolliza amiga, la persecución no fue especialmente feroz en los países latinos, sino en los civilizados y moderados países nórdicos, como Suiza y Alemania. Sí, Suiza, donde las mujeres no conquistaron el derecho al voto hasta 1974. Sí, Alemania, país, civilizadísimo y respetuoso, ¡que digo respetuoso: vanguardista!, donde hasta se construyeron unas prisiones especiales para brujas (las Hexenhaus) por si los acogotadores de brujas iban un poco pillados de tiempo y decidían solventar los procesos pendientes plantándole fuego al edificio, como solían hacer con los ghettos, cuando al Borussia lo eliminaban en cuartos de final de la Bundesliga.

Y en cuanto a lo de que esas mujeres eran las guardianas de los últimos posos de la religión lunar neolítica, religión lunar neolítica que no sabemos si existió, que sólo es un artificio de arqueólogos con demasiado tiempo libre; dado que todas esas pobres señoras llevan muertas varios siglos, sólo puedo contestar a tu alegación con una palabra:

¡Burra!
Jerks also.
La generación de subnormales mejor preparada de la historia
(Y tú mismo deberías hacértelo mirar, si después de leer el apartado anterior necesitas corroborarlo con éste)
Cada vez que oigo a un periodista (no digamos ya si se lo oigo a un político, generalmente de la mal llamada oposición) referirse a los millenials como «la generación mejor preparada de la historia» (cuyas oportunidades de futuro habrían sido diezmadas por unas políticas laborales insensatas, obligándoles a emigrar al extranjero, donde sí pueden desarrollar su talento) me río tanto que mi madre llama a la fábrica de agujeros para encargarme un ano de repuesto. Así ganamos tiempo.

No cuestiono que entre los tiernos renuevos de nuestra raza haya jóvenes bien preparados e incluso excepcionalmente bien preparados, pero cualquiera que pretenda universalizar el talento a toda una generación, hacer común a toda una añada de jóvenes, y por ello mismo menospreciar, el esfuerzo, el trabajo duro y el estudio merece ser embreado y emplumado.

Después de afeitarle.

Con ácido nítrico.


Catedráticos debatiendo sobre la antropología de Hegel.
Porque hace falta ser profundamente anormal para creer que de nuestros mutilados y vomitivos planes públicos de estudios, perpetrados por ministros analfabetos y cínicos, siguiendo las órdenes de presidentes especialmente interesados en subnormalizar y adocenar a sus futuros votantes, puedan surgir genios, salvo por puro accidente o empecinamiento personal del interesado.

No hace tanto tiempo que me licencié y recuerdo, en un examen de quinto año de carrera, a un profesor devolviéndole a un compañero mío un examen recién entregado para que lo rehiciese, «y esta vez, si es tan amable, en algún idioma de este planeta.»

El muy soplapollas había escrito el examen en messenguerés, o sea empleando las abreviaturas con las que le mandaba vídeos de gatitos a sus colegas y  demandaba fotos ginecológicas a su novia.
«flavio vlerio konstntino fue mprador d ls romanos y lgisladr d la rligión krstiana x l edicto d Milán. Tb rfundó la ciudd d Bizanzio llamndl Konstntnopl»

La generación mejor preparada de la historia.

Los teléfonos, cada día más inteligentes; las personas, cada día más imbéciles.
Ese mismo profesor, algún tiempo más tarde, lejos yo de la Universidad, me habló de la posibilidad de acogerme a una pequeña beca para pasar a limpio unos viejos libros del archivo de la facultad, lo cual exigía un mínimo dominio de la Paleografía, asignatura que debería ser obligatoria para todos los licenciados en Historia. No llegamos a nada porque el dinero disponible para el proyecto no me cubría ni el billete de autobús a Santiago y un bocata para el mediodía, pero la lección aprendida a continuación fue más valiosa que ninguna beca. Al sugerirle que le propusiese el trabajo a alguno de sus alumnos, ya matriculados y residentes en Santiago, la respuesta de mi antiguo mentor, teñida de desesperación fue:
«¡Valiente tropa! ¡No saben leer ni su propia letra y les voy a poner a leer legajos del siglo XVII!»

La generación mejor preparada de la historia.

¿A quién coño se le ocurrió que los jóvenes españoles de hoy son la generación mejor preparada de la historia y por qué?

¿Porque saben usar ordenadores?

Cualquier cretino puede aprender a usar un ordenador. Miradme a mí. Y saber usar uno no te vacuna contra el cretinismo.
No sin mi Instagram
La generación mejor preparada de la historia es una generación de gilipollas a los que pones delante un texto de más de 140 caracteres y son incapaces de terminárselo, no digamos ya comprenderlo. La generación mejor preparada de la historia se niega a estudiar porque, total, «todo lo puedes encontrar en Internet». La generación mejor preparada de la historia es la que hace el ridículo en las audiciones de Operación Triunfo. De la generación mejor preparada de la historia salen las novias del pobre Paquirrín, y el propio Paquirrín. Los componentes de la generación mejor preparada de la historia ni saben ni quieren saber porque, básicamente, a la mayoría de ellos se la bufa todo mientras tengan teléfono móvil, una cuenta de Twitter, unos padres que les den cien euros para el fin de semana y un agujero donde puedan meterla en caliente con regularidad o una breva con la que rellenarse el agujero.

La generación mejor preparada de la historia es el resultado de una sociedad que encumbra a los necios y castiga el esfuerzo, que ha proclamado el twerking y piercing en el clítoris como las mayores conquistas de la lucha femenina, una sociedad que recompensa a los vagos del aula y castiga a los mejores alumnos obligándoles a rebajarse a su nivel, no vaya a ser que sus compañeros menos dotados se traumaticen por su patente imbecilidad.

Pero, ojo, la generación mejor preparada de la historia no apareció de la nada. El Hombre que quería ser Steven Spielberg, ése aspirante a director de cine que no sabía nada de cine, ni quería aprender, es de mi edad. De una de las últimas generaciones que estudiaron lenguas clásicas en el instituto (latín o griego), de las últimas a las que enseñaron filosofía. Lo único que ha cambiado es que la excepción se ha convertido en norma. Antes no estabas libre de que te saliese un hijo tonto. Hoy, todos los úteros de España parecen máquinas replicadoras de imbéciles que arrojan a esta desesperada piel de toro nuevas copias de El Hombre que quería ser Steven Spielberg. Antes, si volvías cabreado a casa porque el profesor te había castigado, tus padres te decían «algo habrás hecho». Ahora, papá carga la escopeta con posta lobera y se va a buscar a la seño para apiolarla por haberse atrevido a crearte semejante trauma.


Ahora entiendo muchas cosas.
Años ha, un conocido mío encontró su primer trabajo en una escuela infantil. Duró quince días. Harto de intentar razonar con sus alumnos, una jauría de auténticos salvajes que pasaban olímpicamente de él y se pasaban las clases gritando como chimpancés espídicos y tirándose cosas los unos a los otros, este pobre ser humano con esfuerzo (nacido en mi generación) regañó en voz alta... bueno, vale, a gritos, a uno de sus querubines, que había decidido recorrer toda el aula saltando de mesa en mesa.

Repito: este pobre cristiano le gritó a un crío de cinco años por recorrer toda el aula saltando de mesa en mesa, lo cual no sólo era un comportamiento incívico, sino que podría haber acabado con el enano en cuestión en urgencias, escayolado, o en la morgue, desnucado. Le gritó para reprenderle y con ánimo de evitar males mayores.

Se produjo un silencio mortal en el aula.

Uno o dos de los angelitos, asustados, empezaron a llorar y a ésto le siguieron los demás.

El atribulado jefe de estudios entró en el aula como un equipo de GEOs, hizo una breve indagación y se llevó al profesor al despacho del director, que en tono paternalista le explicó que a los niños no se les puede levantar la voz, que eso es maltrato y que en su colegio no tenían lugar los maltratadores.

Mi bisoño héroe le dijo al director lo que podía hacer con el trabajo. Y se tomó la molestia de darle algunas coordenadas anatómicas. Acto seguido abandonó el colegio y dejó que fuesen otros los encargados de educar a la generación mejor preparada de la historia.
Pavor me dan. Lo juro.
«Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a pasar»

Yo no sé si eran amigas, aunque desde luego hablaban con la familiaridad y confianza que nace de la amistad.

Me acompañaron en un viaje en autobús, y aunque se sentaban tres filas más adelante, parecían empeñadas en que todo el pasaje oyese su conversación, que básicamente iba sobre pollas. No, en serio. Una de ellas tenía novio, pero acababa de ponerle los cuernos con un amigo suyo, y ya que le jodía porque ése tío no le gustaba nada, que sólo se abrió de piernas para él porque en el cumpleaños de Pochi estaba hasta el culo de calimocho, que a ella la que la ponía burra era el hermano de su novio, aunque todo el mundo diga que es maricón, pero el muy cerdo no se presentó en el cumpleaños de Pochi, y seguro que lo hizo adrede, para calentarme más el chumino, que me dijo que iba a ir y al final no fue, y por eso me acabé trincando al amigo de mi churri, pero fue peor el remedio que la enfermedad, porque ahora quiero más a mi churri, pero al mismo tiempo me pone más cerda su bro, que voy por la calle echando nubes de bacalao quemado...

La amiga, probablemente tan harta como el resto de nosotros de tanta tontería, la cortó:
«A ti lo que te pasa es que eres una puta. Y te lo digo con todo el respeto.»

Pues no.
¡Que no!
No hay una forma respetuosa de insultar a nadie. No existe. La mera noción de «insulto» implica y exige una falta de respeto. La así llamada amiga, en un rapto machista del que dudo fuese consciente (ambas pertenecían a la generación mejor preparada de la historia), dedicó a nuestra narradora el calificativo usualmente empleado para las mujeres que tienen la moral sexual de un hombre. Pero para que la pobre y sufrida promiscua no se sintiera mal consigo misma, trató de quitarle hierro al insulto con una fórmula al uso, tan manida como falsa. Y se quedó tan ancha. Desde su punto de vista, no había conflicto alguno. «Puta» no podía seguir siendo la acepción malsonante de «señora a la que se cepillan por dinero» (o, en el caso que nos ocupa, «fémina que folla tanto como le gustaría follar a un tío») desde el momento en que le había pegado ese «te lo digo con todo el respeto», lo cual no sólo demuestra que esta jovencita de la generación mejor preparada de la historia no había tenido un diccionario en las manos en toda su breve vida, sino que se sentía autorizada a retorcer el lenguaje en los términos que más le conviniesen en un momento dado, audacia que sólo he visto en los mayores ignorantes sobre los que puedo hacer memoria.

Indudablemente el contexto influye en el significado de un término. Asimismo, el lenguaje es una herramienta extraordinariamente flexible que permite con las mismas palabras decir una cosa y la contraria, y además evoluciona con el tiempo en maneras que a cualquier estudioso de la etimología llevan al asombro, el espanto o la carcajada. Pero trivializar el lenguaje hasta el punto de que un insulto pueda convertirse en una palabra neutra simplemente despuntándola con una coletilla, no sólo es una perversión del lenguaje mismo, sino que demuestra hasta qué extremos de ineptitud se puede llegar cuando desconocemos los códigos de nuestra propia lengua, bien porque nadie se tomó la molestia de exigirnos que los interiorizáramos, bien porque nos han inculcado la blasfema idea melliza de que el lenguaje es nuestra perra, obligada a hacer trucos para nuestra diversión y de que no sólo todas las opiniones son igual de respetables, sino que nadie tiene derecho a pedirnos cuentas por la nuestra, ni siquiera cuando llamamos a nuestra amiga «chupapollas profesional.»

Las palabras no tienen el valor que más nos convenga en cada momento. La evidencia no se enjuaga con medias verdades. Pedir disculpas después de hacer daño a sabiendas no te otorga derecho a ser perdonado.

Perra.

Si parece un pato, anda como un pato y suena como un pato, es un orangután

Ejem... Siniestro.
No hace mucho, una de las extrañas piruetas del buscador de Google (ya sabes, como cuando pones «Atapuerca» y te lleva a una página porno, o como cuando pones «Existencialismo francés» y te lleva a una página porno, o como cuando pones «18 years old tight Russian teen slut gives a good head and eats buckets of hot jizz» y te lleva a una página sobre Terencio) me condujo a una revista on-line de la que no había oído hablar, ni me acuerdo, donde pude leer un artículo acerca de cierta famosilla española, de la que sí me acordaba, a la que todos habíamos perdido la pista hace años. El típico artículo «¿Qué fue de Fulana de tal

Al parecer esta señora, responsable de algunas erecciones fulminantes en los años 90 cada vez que aparecía en una portada de Interviú, se habría afincado personal y profesionalmente en un país extranjero de otro continente, en concreto de Europa, donde desarrolló su profesión con desigual éxito y contrajo nupcias con un nativo, empresario y millonario. «El amor de mi vida», en palabras propias, hasta que se les rompió el amor y se divorciaron, tras lo cual ella volvió a casarse, con otro nativo millonario. «El amor de mi vida», volvió a decir la muchacha, que mira que hay que tener suerte de encontrarlo dos veces en la vida... Hasta que también esa relación, ¡cachis la mar!, se acabó rompiendo y, tras unos años de soledad y, no sabemos ni nos incumbe,  promiscuidad, masturbación o ambas, nuestra heroína recompuso su vida con un tercer sujeto, también millonario, también «el amor de mi vida», con el cual, por si las moscas, tuvo especial cuidado en no casarse.
Mi foto del carnet.
Yo es que soy de leer mucho. Sobre todo si el texto en cuestión trata de una señorita que, años ha, me hizo romper algunos gayumbos con aquellas primeras tremperas de la pubertad. Por eso. Por nostalgia eréctil, que es la peor de todas, me leí el artículo entero y me vi las fotos (comprobado: sigue estando igual de buena). Y llegado al final del texto me encontré con un Armagedón.

Y es que algún machista, misógino, supernumerario del Opus, lector de La Razón, aspirante a barragán de Rajoy y violador en potencia, si no ya consumado, se había atrevido a escribir en los comentarios del artículo algo del calibre de: «Vamos, que sólo se enamora de millonarios. Me pregunto por qué.»

La que le cayó encima es fácil de imaginar. Fue como si todo el club de fans de Fulana (sin segundas) de Tal se le echase a la yugular. En fin, lilas los hay en todas partes y no hay por qué escandalizarse por ello. Pero entre los que se limitaban a escupir insultos había algunos comentaristas que daban verdaderos escalofríos. Me refiero a gente que parecía saber mejor que la entrevistada lo que ella quería decir cuando afirmaba haberse «casado» dos veces y «emparejado» una tercera; gente que afirmaba conocer muy bien (no sé si personalmente) a los bigardos europeos que habrían estado frecuentando la vagina de la vieja gloria patria, y a quienes hacía gracia la palabra «millonario», porque en realidad, esos «ricos» proveedores de esperma de nuestra heroina no eran «ricos, ricos» exactamente, sino más bien «empresarios» («Vale que uno coleccione Ferraris, el otro tenga unas cuadras de caballos y el tercero se vaya todos los fines de semana de compras a Nueva York, ¡pero eso no es ser rico, caramba!»), que no es lo mismo. «Y, en cualquier caso, si diésemos el brazo a torcer, que no lo daremos, y estos hombres fuesen ricos, que no lo son, se habrían hecho ricos con su esfuerzo y su trabajo, así que no, eso que has dicho sin decirlo, no. Que poco menos que has dicho que Fulana (sin segundas) de Tal es una puta de lujo y por ahí no paso puto machista, maltratador de mujeres, votante del PP...».
Yo estaba, y estoy, horrorizado. Estos zulúes retorcían de tal manera la semántica que era como si hablasen otro idioma, pariente lejano del castellano pero indescifrable para mí. Ante una evidencia formulada en sus propias palabras por la protagonista del artículo, que un lector del mismo, tan maliciosamente como quieras, resumió en un comentario tan políticamente incorrecto como te de la gana, los exaltados defensores estaban construyendo una realidad paralela donde, en realidad, no habíamos leído lo que todos habíamos leído, porque la desencadenante de nuestras erecciones novatas no habría dicho lo que dijo ni nunca habría podido hacerlo porque lo que ella misma contó que había hecho, jamás sucedió y, aunque hubiese sucedido, no importa porque lo importante es que este cavernícola ha insinuado que la señora Fulana (sin segundas) de Tal la chupa por dinero y sólo por dinero.

Este señor no estaba inventando nada. Tomó las propias palabras de la protagonista del artículo y se las tiró a la cara. Y, en cualquier caso, para eso se creó la libertad de expresión: para que todos nosotros, en un momento dado, tengamos la oportunidad de quedar como auténticos gilipollas.

Pero alguna gente opina que no, que no tienes ese derecho. Que ni siquiera tienes derecho a señalar una obviedad afirmada por otro, porque eso es fascismo, machismo, o yo qué sé, o todo junto a la vez.

Hasta los cojones

La torre de Babel no fue derribada: la estamos construyendo entre todos. Cada vez que transigimos con los violadores del idioma, los proxenetas de la verdad, los travestidores de la evidencia, los propagadores de bulos, los mercaderes de humo, los paladines del fascismo políticamente correcto, los traficantes de cultura para oligofrénicos, los mamporreros de la progresía flower-power transgénero y sin gluten. A todos ellos se la bufa el lenguaje. Sólo es una herramienta prescindible. Un medio para alcanzar un fin. Si tienen que romperle los brazos al castellano para que el derrame de un petrolero sean unos cuantos «hilillos de plastilina», lo harán. Si deben sacarle los ojos a la lengua en la que se escribió El quijote para que aceptemos a Boris Izaguirre como «el Balzac caribeño», se le sacan. Si nos dicen que 50 sombras de Grey es «literatura feminista», tenemos la obligación de creérnoslo y corearlo a los cuatro vientos. Porque el idioma es nuestra puta. Porque la verdad está sobrevalorada y ésta es la mía. Porque somos la generación mejor preparada de la historia. Porque tontos todos pero tú más. Porque enamorarse exclusivamente de multimillonarios no es una tendencia, es algo que le puede pasar a cualquiera, y porque el más gilipollas eres tú, que estás leyendo esta infecta bitácora en vez de intentar hacer algo de provecho con tu puta vida de mierda. ¡Subnormal!

(Sin segundas, obviamente)

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