viernes, 13 de enero de 2017

No te metas en el mundo de la droga.

(Que ya somos muchos y no hay para todos.)

Juas, juas, juas.
Un cuarenta por ciento de los españoles declara no leer jamás.

Mi primera reacción cuando leo noticias como ésta es un diplomático «ellos se lo pierden», sazonado con un clasista «¡Qué bien! ¡Más libros para mí!»

(Pero eso es como si la noticia fuese «un cuarenta por ciento de los españoles declara no follar jamás» y tú pensases que así tocas a más chochos)

Luego vienen las reflexiones, claro. Yo es que soy mucho de reflexionar. Si hubiese sido Dios, el mundo seguiría sin estar terminado y todas las mujeres serían Sara Sampaio.

En esta ocasión, como en casi todas, no puedo evitar preguntarme cuánto del «no me gusta leer» debería traducirse por «no me gustan los libros que he leído.»

Como no tengo hijos en edad escolar ignoro si todavía existen aquello que, en la EGB, llamaban «lecturas obligatorias». En mi infancia, los profesores de literatura te señalaban un libro, seleccionado de un repertorio de clásicos de las letras españolas, que había que leerse sí o sí y sobre el que amenazaban con soltarte una pregunta a traición en el examen de la asignatura, o exigirte un trabajo escrito. 

Me parece que a nadie se le pasó por la cabeza que obligar a críos de doce, trece, catorce años, a leerse El libro del buen amor, El cantar de Mío Cid o las Coplas a las muerte de su padre, que por no parecer no parecen ni escritos en castellano, era el camino más corto entre la indiferencia lectora y odio vesánico a los libros.

 

Para la mayoría de mis compañeros, como para mí mismo, las lecturas obligatorias eran el momento coñazo del curso, porque nos requerían un esfuerzo raras veces recompensado. Aquellos escritores pertenecían a una generación distinta, separada de la nuestra por un páramo de siglos; nos hablaban de cosas que no entendíamos, o que nos importaban una mierda y, para acabar de cagarla, lo hacían en un idioma arcaico que exigía enciclopedias de notas al pie para hacérsenos legible.
Tío, ¿te sabes Thunderstruck?
Con las cantigas medievales no teníamos ese problema... pero, claro, estaban llenas de mala baba y palabrotas.
A vos, Dona Abadesa,
de mim, Don Fernando Esquío,
estas doas vos envío,
porque sei que sodes esa
dona que as merecedes:
catro carallos franceses
e dous aa prioresa.
(Los «carallos franceses» son consoladores)
Mui ben os semellaran
ca se quer levan cordóns
de sendos pares de collons;
agora vólos darán:
catre carallos asnáis
enmangados en coraís,
con que collades o pan.
Aunque mi favorita ever es aquella de:
Foi un dia Lopo jograr
á cas dun infançón cantar:
e mandou-lh’ele por don dar
tres couces ena garganta;
e fui-lh’escass’, a meu cuidar,
segundo com’el canta.
Pero estos momentos de malsano placer intelectual eran raros. Recuerdo perfectamente que, estando en el instituto, me hicieron leer, sí o sí, Las inquietudes de Shanti Andía. Con decir que he tenido que buscar en Internet el argumento de esta puta mierda narcotizante está todo dicho. Si hubiese sido el primer libro que me hubiese caído en las manos, dudo mucho que jamás hubiese vuelto a coger otro, pero es tanto como hacerse maricón después de haber tenido una desagradable experiencia heterosexual con una gorda sarnosa y con halitosis.

En cambio, en aquella época también me obligaron a leer El Quijote y me lo acabé de un tirón, deshuevándome vivo en los pasajes más escatológicos, como cuando Sancho prueba el bálsamo de Fierabrás y empieza «a vaciarse por entrámbolos dos extremos» (se ve que por aquel entonces aún estaba en la fase del humor «caca, pedo, culo, pis»).

No son molinos, don Alonso, son españoles que no leen.
El Quijote era un libro a mi medida como lector, Las inquietudes de Shanti Andía no. Así de simple.

Sospecho que ése es el problema de buena parte de esa gente que lleva a gala no leer nunca: no han encontrado libros a su medida.

Así que llevarse las manos a la cabeza por toda esa gente que, pobrecitos, no leen, tiene poco sentido.

Pero es mucho peor la condescendencia. Culpabilizarte por no haber sido capaz de acabar un libro, o porque no te haya gustado, o no lo hayas entendido.

El supositorio más feo de la historia.

Nunca pude acabar el Ulises, de Joyce.

Me importa una mierda lo bueno que sea. Me la bufa que la consideren la mejor novela inglesa del siglo XX y, si alguien vuelve a afirmar en mi presencia que es pináculo de la cultura occidental, no respondo de mis actos.

No, no voy a darle otra oportunidad a este libro que me repelió como al demonio el agua bendita, que me hizo sentir burlado, como si Joyce se estuviese pitorreando de mí, en mi puta cara. ¿Éste señor quería escribir un libro que fuese casi imposible de leer (aunque, en puridad, el Ulises fue sólo un prototipo y el libro ilegible por antonomasia es el Finnegans Wake, de quien se ha llegado a decir que es intraducible)? Pues con su pan se lo coma.

Leer no debería ser un pentatlón ni una prueba de carácter. La actitud «me voy a acabar este puto libro que detesto por mis cojones» le hace más daño a la cultura occidental que Gandía Shore y los mesentiendes de Belén Esteban. El Ulises es como esos «retos para valientes» que tienen algunos restaurantes de comida rápida en los Estados Unidos: un chuletón de doscientas arrobas que haría vomitar a Son Goku antes siquiera de llegar a la mitad o unas alitas de pollo tan picantes que con la cuenta te traen la tarjeta de visita de un cirujano estomatólogo que, por un módico precio, sustituirá tu garganta corroída por otra de adamantium.

Ahora comer. Después hacer popó, comer más y hacer más popó.
La mayoría de la gente que intenta el reto del chuletón de brontosaurio o las alitas de fénix al rojo vivo abandona. ¿Por qué? Porque se dan cuenta de que están haciendo el primo, coño. Sólo hay dos buenas razones para comer: la primera, y fundamental, la propia supervivencia. La segunda, el placer. Comer por cabezonería. Por tus santos huevos. Por demostrar que eres el tío más macho de Macholandia. Seguir comiendo cuando hace rato que el mero acto de tragar se ha convertido en una tortura sólo tiene sentido para los anormales profundos y para los tíos con más picha que cerebro.

Eso sucede con el Ulises y con otras obras cumbre de la literatura occidental. Parecen haber sido escritas para ponernos la zancadilla párrafo tras párrafo, meternos un dedo en el ojo capítulo tras capítulo. Un dedo que previamente alguien había metido en el ano de un cadáver. 

Hay vacas sagradas del canon occidental que parecen haber sido concebidas para que nadie pueda leerlas, perpetuando el prejuicio de la cultura como privilegio clasista reservado a una élite.

No. No me he leído el Ulises. Ni pienso hacerlo nunca. No merece la pena desperdiciar ni un puto segundo de mi valioso tiempo leyendo un ladrillo escrito por un fatuo que necesita sesenta páginas para afeitar a su protagonista (y si se sigue afeitando o no después lo ignoro, porque no pasé de ahí).

Clásico, decía Mark Twain, es un libro que la gente elogia pero no lee.

También decía que prefería el paraíso por el clima y el infierno por la compañía.
A la misma edad a la que a mí me obligaron a engullir, rumiar y regurgitar el puto coñazo de Las inquietudes de Shanti Andía, a mi hermana pequeña le pusieron de lectura obligatoria Cementerio de Animales, de Stephen King. Y yo me dije ¡olé los huevos de ese profesor! ¡Sí señor! Él sí que había captado el mensaje. Para que los críos lean hay que darles libros que quieran leer. Incluso la mierda de Crepúsculo podría ser mejor que nada, porque abriría la puerta a plantear un debate en clase sobre la siniestra filosofía que destila el libro y explicarles a las chicas que no, que los niños malos no tienen un fondo bueno y sensible esperando a que una chica virginal y media hostia lo despierte; que no, que esa dependencia patológica del ser amado no es para nada normal, ni sana, ni deseable; que el control no es romántico; que colarte por las noches en la casa de alguien para ver cómo duerme es delito... ¡Cuánto jugo se le puede sacar a un libro tan penoso!

No imagino la escena que debió producirse en el seminario cuando a este preceptor, adelantado a su tiempo, se le ocurrió proponer Cementerio de animales como lectura obligatoria. ¿Un libro escrito en inglés por un tío siniestro y más feo que un tumor de escroto en vez de alguna de las joyas inmortales de las letras hispánicas? ¿Un best-seller en lugar de uno de nuestros clásicos? ¡Blasfemia! ¡Herejía! ¡Anatema!

 

Pero el caso es que a mi hermana le encantó el libro. Y al resto de su clase también. Sí, hubo uno o dos zoquetes particularmente difíciles de desasnar que ni siquiera se lo leyeron, pero en un aula de treinta adolescentes no hubo menos de una docena que se lo leyese de cabo a rabo y al menos tres de otra docena no pudieron terminarlo porque «les daba demasiado miedo». El resto de la clase se limitó a plagiar los trabajos de los demás. ¡Aaaah, dulce y tramposa nostalgia de los años pre-Internet! Hoy habrían copipegado una página de la Wiskipedia o de El rincón del vago y vía.

No insinúo que no debamos siquiera intentar leer uno de estos libros indigestos. Digo que, como lectores, tenemos el derecho a seleccionar lo que nos gusta y barra o apetece leer y lo que no. No me produce el menor sonrojo admitir que no pude acabarme La divina comedia de Dante y, si quieres, también te puedo explicar el motivo: porque la segunda y tercera partes no están a la altura de la primera. El infierno me encantó. Lo he releído una media docena de veces. (Eso sí, recomiendo una buena edición, con notas al pie que te ayuden a poner en su justo contexto a todos los personajes con los que Dante y Virgilio se encuentran en su tournée por el averno). El purgatorio me aburrió con ganas y estuvo a punto de hacerme abandonar la lectura. El paraíso lo encontré tan recargado, pretencioso y pagafantístico que no pude llegar al final.

Entre mis galardones se encuentran el haberme terminado, con gran placer por mi parte, algunos libros tenidos por ilegibles, o casi, como Archipiélago gulag, Moby Dick, El silmarillion, Los versículos satánicos, El péndulo de Foucault (también llamada «La novela de Umberto Eco que los fans de El nombre de la rosa fueron incapaces de terminar»), o Las aventuras del buen soldado Švejk. Y este último tiene doble mérito, porque a su extensión (más de setecientas páginas) se añade el que Jaroslav Hašek murió dejándola inconclusa, así que la novela no tiene un final propiamente dicho. La narración termina cuando terminó la vida del autor.

Švejk era más que tonto: era un tonto certificado.
Sin embargo, tuve problemas con Macbeth. «¿Qué pasa aquí?», me dije, porque había disfrutado como un marrano de Noche de reyes, El mercader de Venecia, ¡y sobre todo de Hamlet!
Tis now the very witching time of night,
When churchyards yawn and hell itself breathes out
Contagion to this world: now could I drink hot blood,
And do such bitter business as the day
Would quake to look on.

Pero con Macbeth no podía. Avanzaba a trompicones. Me desanimaba. Estaba a punto de rendirme cuando tuve la inspiración de leer en voz alta.
From Fife, great king;
Where the Norweyan banners flout the sky
And fan our people cold. Norway himself,
With terrible numbers,
Assisted by that most disloyal traitor
The thane of Cawdor, began a dismal conflict;

(¡No! ¡Claro que no leí Macbeth en inglés! Sólo quiero que lo creas para parecer más interesante de lo que soy.)

Y la obra empezó a fluir como aceite Johnson's sobre la piel seráfica de Sara Sampaio. Devoré verso tras verso. Empecé a hacer voces para los distintos personajes: Macbeth, Banquo, Macduff... incluso volví atrás e improvisé tiples cascados para las tres brujas en torno a su caldero.
A sailor's wife had chestnuts in her lap,
And munch'd, and munch'd, and munch'd:--
'Give me,' quoth I:
'Aroint thee, witch!' the rump-fed ronyon cries.
Her husband's to Aleppo gone, master o' the Tiger:
But in a sieve I'll thither sail,
And, like a rat without a tail,
I'll do, I'll do, and I'll do.

En algún momento de la lectura, unos simpáticos señores de camisa blanca llamaron a la puerta de mi cuarto. Querían que me probase una camisa nueva, de una sola manga y abrochada a la espalda.

Los había llamado mi madre, persuadida de que su hijo había sucumbido al mal de Alonso Quijano y, de pasarse las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio se le había secado el cerebro.

¿Sabes un secreto? A Zola le daba sueño Hamlet.

A Zola. El de Germinal y Nana.

Así que no te sientas culpable si no puedes acabarte El arco iris de la gravedad, Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy o Meridiano de sangre. Pura y simplemente, esos libros no eran para ti. Los libros que te convienen te están esperando en el estante de alguna librería.

No tenían para la corona y se puso una mesa camilla.
Es probable que algunos libros difíciles merezcan una segunda oportunidad. Yo todavía no me he rendido con En busca del tiempo perdido, por ejemplo. Aunque mi primer intento no se vio coronado por el éxito, durante la somnífera tarde en la que fracasé en leerlo no tuve la sensación de que Proust se estuviese descojonando de mí en su tumba, que es más de lo que pude hacer con el Ulises.

Pero probablemente nunca leeré un libro escrito por un señor que necesita sesenta páginas para afeitar a un personaje.

Porque si alguien necesita sesenta páginas para contar algo que puede resumirse en una frase, probablemente esa persona nunca debió sentarse a escribir un libro.

Un libro que probablemente sea una mierda.

1 comentario:

  1. Totalmente de acordo. Que unha obra sexa considerada parte do canon da literatura universal é algo en absoluto obxectivo. É unha opinión e polo tanto rebatible, por moito que o postule un académico; E como dicía Borges, ese canón esta feito por e para académicos, non para os lectores, os destinatarios principais das obras, pois estas non se escriben (ou non deberían) para un tribunal de críticos, senón para ser lidas.

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