sábado, 28 de junio de 2025

Si nunca has abandonado a tu familia en una distopía mutante, no has tenido catorce años

Juegos de guerra no iba a tener nada que ver con ordenadores y la mejor secuela de Regreso al futuro ni siquiera se titula Regreso al futuro.


Si no perteneces a la última generación medio decente de la historia de la humanidad, probablemente ni siquiera sepas qué coño son Juegos de guerra y Regreso al futuro, las películas más emblemáticas de dos de los jóvenes actores más populares de la década de los 80. Así que déjanos recapitular un poco.

Matthew Broderick ya tenía veintiún palos en 1983 y Michael J. Fox veinticuatro tacos de calendario en 1985. Broderick es, además del rostro más reconocible de Juegos de Guerra, conocido por los cinéfilos de mi añada por Lady Halcón (dirigida por Richard Donner, el de Arma Letal y Supermán) , la alocada Todo en un día y la desgarradora Proyecto X, entre otros títulos. Fox, por su parte, antes de que los primeros síntomas del Parkinson que hoy en día lo atormentan se presentasen muy visiblemente durante el rodaje de capítulos para Spin City, protagonizó la marciana, pero divertidísima Teen Wolf (intenta navegar las aguas revueltas de la pubertad cuando, para liarla todavía más, resulta que eres un hombre-lobo), nos dejó hechos mierda en Corazones de hierro, encabezó cartel en El secreto de mi éxito y en Noches de Neón, donde da vida a un triste escritor pagafantas abandonado por su fría y calculadora esposa.

(Curiosamente, ambos actores participaron en al menos un episodio de Lou Grant al comienzo de sus carreras, pero no vamos a meternos por ese agujero de gusano ahora mismo).

Juegos de guerra, la película que ACOJONÓ a Reagan, es una de esas cintas que los hackers adoran, pues precede, en varias décadas, a Internet y a la (justificada, créeme, JUSTIFICADÍSIMA) histeria colectiva en torno a la seguridad informática. El protagonista de la película, David Lightman (Broderick) es un adolescente de Seattle con una cantidad superlativa de genio pero cero motivación para tomarse en serio nada que salga de la esfera de los videojuegos y del ordenador que ha construido en su casa (un IMSAI 8080 extraordinariamente personalizado, corriendo alguna versión de CP/M). A David, las asignaturas de su instituto se la bufan, sus profesores le aburren, sus padres le fatigan. Lo único que de verdad le pone cachondo, aparte de su compañera de clase Jennifer (Ally Sheedy, ¡hostia, y a quién no!) es la informática. ¿Le suspenden en biología (por tocarle los cojones al profesor, además de por no tomarse la molestia de estudiar para el examen)? Entra desde su casa, vía módem-acoplador acústico, en el ordenador del instituto y cambia su nota. Y, ya puestos, ¿qué crío de los ochenta querría ir al puto insti cuando podía estar en el salón de recreativos jugando al Galaga, a ver?

El conflicto de David en Juegos de guerra empieza cuando intenta conectar vía módem con la compañía de juegos Protovisión, para descargarse sus nuevos títulos directamente de su servidor, ANTES de que salgan al mercado. Cuando, después de numerosos intentos y una investigación que le habría reportado una matrícula de honor si la hubiese aplicado a sus asignaturas menos favoritas del cole, David cree haber accedido a los ordenadores de Protovisión, lanza lo que parece un juego militar de estrategia...

...y la lía parda en el NORAD, donde sus sistemas de alerta temprana empiezan a lanzar alarmas por un ataque nuclear soviético. David no se ha conectado a los ordenadores de Protovisión, sino a la WOPR, el cerebro informático del mando de Defensa Estratégica de los Estados Unidos, que ha sustituido recientemente a los operadores humanos en el proceso de decisiones a la hora de responder a una amenaza nuclear después de que un simulacro pusiese en evidencia el terrible porcentaje de incertidumbre que introduce la conciencia humana a la hora de girar una llave que puede acabar con la vida en la tierra.

Vamos, que, inocentemente, David le ha hecho al mando de defensa estratégica de los Estados Unidos una faena que ni la de Cagancho en Almagro. Y, aunque, inicialmente, al salirse del programa todo parece volver a la normalidad, el «juego de guerra» sigue ejecutándose en segundo plano en los procesadores de la WOPR, de manera inadvertida para los militares y técnicos del NORAD. Y ese ordenador, que no distingue la realidad de la ficción y simplemente hace lo que fue diseñado para hacer, o sea ganar el juego, planea desencadenar un holocausto nuclear gracias a su acceso directo a los silos de misiles estadounidenses. Sólo David es consciente del Big Bang de mierda que está a punto de desencadenarse, después de que los simpáticos agentes del FBI que lo meten en un coche de cristales tintados le confirmen que la ha liado parda y lo pongan ante el doctor McKittrick (Dabney Coleman, cuyo personaje se ha autoconvencido de que David trabaja para el KGB), responsable del mantenimiento y programación de la WOPR. McKittrick se lo explica clarinete, pero David no consigue convencerle de lo que está pasando, ni al FBI, ni a nadie.

Así que David se fuga del búnker de Cheyenne Mountain y, convertido en un fugitivo, busca a la última persona que podría creerle y convencer, a las personas correctas, de lo que está pasando: el diseñador original de la WOPR: el doctor Stephen Falken (John Wood).

Y aquí es adonde queríamos llegar, querido lector.

Porque, verás, el amargado y retirado doctor Falken (pidió al gobierno que fingiese su muerte y le proporcionase una identidad falsa tras el fallecimiento prematuro de su hijo Joshua, y vive off-the-grid en una isla de Oregón), es un genio que ha renunciado al mundo y le ha robado, en el proceso, el tesoro de su talento. Y ésta es la dinámica original que motivó a los guionistas originales de Juegos de guerra, Lawrence Lasker y Walter F. Parkes, a escribir esta historia que, en un principio, ni siquiera iba a tratar sobre ordenadores.
(Y tampoco la iba a dirigir John Badham, el de Fiebre del sábado noche, pero Martin Brest tuvo tremenda pelotera con los productores, que le pusieron de patitas en la calle. Y él, en venganza, fue y se marcó un Superdetective en Hollywood, otro de los clásicos de nuestra infancia llena de buen cine y la amenaza de un apocalipsis nuclear a un giro de llave de distancia).

Walter F. Parkes quería escribir sobre un anciano maestro, un prodigio de la estatura de Einstein, y un joven genio al que el anciano maestro tomaría como sucesor. La idea original de esta dinámica le vino después de leer una noticia sobre el pobre Stephen Hawking. Parkes, permítenos, lector, parafrasear un poco por los jijis y juajas, se dijo, «me cago en Dios, qué puta mala suerte. Tenemos aquí a un auténtico monstruo intelectual. Una mente brillante, tal vez un puñetero oráculo que podría desentrañar los últimos secretos del universo (espóiler: no pudo) y no sólo está contrahecho y encadenado a una silla de ruedas por la puta ELA, sino que se va deteriorando poco a poco y ya no puede ni hablar sin ese puto ordenador suyo y, el día menos pensado, va el muy desgraciado y cierra sesión».

A Parkes comenzó a obsesionarle una idea: «¿y si a Stephen Hawking hiciese un extraordinario descubrimiento que pudiese cambiar, para mejor y para siempre, la historia de la humanidad, pero su enfermedad hubiese progresado tanto que ya no pudiese contárselo a nadie?» Fue entonces cuando le dio las primeras pinceladas a esa historia de mentor y alumno en la que un sabio anciano, aislado del mundo, encontraba a un digno sucesor y le pasaba a él la antorcha del genio, para que continuase su legado cuando él ya no estuviese para hacerlo.

(De hecho, la ELA deterioró cognitivamente a Hawking, hasta el punto de que ya no podía hacer cálculos complejos, sino que se pasó sus últimos años de vida simplemente proponiendo ideas para que sus ayudantes se pelaran los dientes con las matemáticas de esas ocurrencias).


Y el resultado fue Juegos de guerra. Una de las mejores películas de nuestra infancia, y no es poco decir, tratándose de la penúltima buena década del cine universal. Pero no vamos a profundizar en ella, aunque su producción daría por sí misma para una entrada del Paratroopers, porque no es éste el tema del presente post.
(A John Badham no le permitieron filmar dentro del propio NORAD, a pesar de pedirlo muy educadamente ―parece que alguien de la cadena de mando le echó mano a una copia del guion y dijo «pero ¿qué puto ignorante comunista ha escrito esta puta mierda?»―, así que los responsables del diseño de producción tuvieron que IMAGINARSE cómo coño era el corazón de la defensa estratégica de los Estados Unidos y recrearlo en un decorado que costó cuatro millones y medio de dólares de la época y fue, durante mucho tiempo, el escenario más caro de la historia del cine. Menudas caras de terror pusieron cuando enseñaron la película a legítimos técnicos del complejo subterráneo de Cheyenne Mountain y ellos, después de intercambiar una mirada, dijeron, «sí, bueno, la habéis cagado a base de bien describiendo las operaciones de la sala de guerra...y lo cierto es que nosotros no tenemos esas enormes pantallas de colorines, sino monitores de once pulgadas de fósforo verde». Como lo oyes, querido lector, el setup de los señores que podían mandar el mundo al carajo en 1983 tenía las mismas pantallitas mierder en la que tu padre jugaba al Spy Hunter).

El desarrollo del guion de Juegos de guerra, desde su idea original hasta su montaje definitivo, es un excelente caso de estudio sobre el proceso creativo literario (sí, CENUTRIO PELANAS, un guion de cine ES una obra literaria). La enfermedad degenerativa de Stephen Hawking acabó inspirando, reescritura tras reescritura, el largometraje fundacional del cine de hackers, además de una excelente moraleja, dramatizada y exagerada, sobre los peligros de la inteligencia artificial y la necesidad de unos buenos protocolos de seguridad informática. Y además es una película apasionante, entretenida, con buenos actores, y con una Ally Sheedy de veintiún años que nos ponía malos a todos los preadolescentes de 1983.

Como malos nos ponen ahora las piruetas pélvicas de la ninfea Riley Reid.

Deutschland!

Ni Stephen Falken ni David Lightman tenían relación alguna con la física teórica, más allá de su común pasión por trastos que funcionan moviendo electrones a través de pastillas de silicio, pero son los hijos espurios del más grande científico del siglo XX, después de Albert Einstein.


Regreso al futuro está en su propia categoría de cine ochentero. De la ciencia-ficción hard de Juegos de guerra pasamos a una fantasía casi mágica (el puto Condensador de Flujo viola casi todas las leyes conocidas del universo y, encima, no nos explican cómo funciona) en la que, de nuevo, un adolescente, Marty McFly (Michael J. Fox) adopta como mentor a un genio incomprendido, el (suponemos que autoproclamado) doctor Emmett Brown (Christopher Lloyd), que ha, uuuuh, digamos, «movido de sitio» el plutonio que le dieron unos terroristas libios para construir una bomba atómica y lo ha usado para alimentar la máquina del tiempo que ha montado en un DMC DeLorean.
(Viejo chiste de connoisseurs del Delorean: «Tenemos que alcanzar 140 kilómetros por hora para viajar en el tiempo». «Ah. Entonces nunca». La mierda de motor Peugeot-Renault-Volvo de V6 que montaba el absurdo sueño húmedo de John DeLorean era incapaz de acelerar aquella mole de acero inoxidable al gusto del público americano, encoñado de los muscle cars y los motores V8).

Marty no es un genio, como David Lightman. Doc Brown no tiene mayor interés en transmitirle sus conocimientos a su joven amigo, los cuales sospechamos que tampoco sería capaz de asimilar, pero, quitando esos detallitos, ambos construyen una relación de mentor-alumno similar a la que acaba uniendo a David y Stephen Falken en Juegos de Guerra. En la estructura del Viaje del héroe, Doc Brown es el «mago», el depositario del conocimiento (Gandalf, Merlín, Obi-Wan Kenobi), mientras que Marty es el aventurero que parte en el viaje que conducirá a su propia transformación (Frodo, Arturo, Luke Skywalker). Pero, por increíble que parezca, esta entrada de la bitácora TAMPOCO va sobre Regreso al futuro, sino sobre la interpretación perversa que hicieron de esa obra dos señores, a los que vamos a mencionar en breve, y de la obra que inspiró.
Mein Herz in flammen!

Plantéate esto, querido lector: ¿Saben los padres de Marty McFly que su hijo alterna con un viejo solterón medio loco que vive solo y se dedica a Dios sabe qué? ¿Y lo permiten? Porque eso es un Defcon Cuatro ahora y lo era en 1985. Si yo, que no tengo hijos ni, que no cunda el pánico, intención ni probabilidades de tenerlos, llego a descubrir que mi churumbel adolescente sale a escondidas de madrugada para ir a encontrarse con el locatis del pueblo, cómeme los cojones por detrás, Ley del menor, le meto un carro de hostias a él y otro al viejo. Y me importa una mierda que salga para aprender a jugar al ajedrez. Sí, claro que los padres de Marty son un poco patéticos (al menos al principio de la película) y probablemente no han notado las escapadas nocturnas de su hijo, pero esa paternidad irresponsable es precisamente el quid de la cuestión. En Regreso al futuro, Marty McFly tiene la relativa suerte de que Doc Brown es, a grandes rasgos, un tipo decente y con fuertes valores morales (que no le impiden robar a unos terroristas financiados por Gadafi, pero fuertes valores morales a fin y al cabo). Pero... ¿y si no lo fuese? ¿Y si Doc Emmett Brown fuese un hijo de puta y, con espurias intenciones, explotase a y se aprovechase de su atolondrado e indefenso amigo adolescente?

En 2006, el actor, animador y actor de doblaje californiano Justin Roilland se hizo esta misma pregunta en 2006 y perpetró (no hay verbo más certero para describir lo que hizo) The Real Animated Adventures of Doc and Mharti, un corto de animación realmente retorcido (y que conocería varias secuelas) en el que un genio loco llamado Doc Smith construye una máquina del tiempo e invita a su amigo adolescente Mharti McDonhalds a unirse a él en sus aventuras (sí, claro que les cambió los nombres; una cosa es ser turbio y otra muy distinta gilipollas y exponerte a una demanda de Universal Pictures por infracción de derechos de autor). Un pequeño detalle que lo diferencia del original al que homenajea: la máquina del tiempo de The Real Animated Adventures etcétera no funciona con plutonio... sino con actos sexuales.

Actos sexuales entre Mharti y Doc Smith.

Ya. Nosotros pusimos la misma cara.

The Real Animated Adventures y todo lo que sigue fue presentada a Chanel 101, un festival de cortos en el que cosechó opiniones mixtas. Algunas personas quedaron horrorizadas y probablemente traumatizadas por el visionado de aquella profanación retorcida y homosexualizada de Regreso al futuro. A otras los enamoró el humor sucio, negro, la temática adulta, los trasuntos perversos de Doc Brown y Marty McFly. Entre los fans del corto de Roilland estaba el guionista y también animador Daniel Dan Harmon, que de inmediato se acercó a Roilland y le propuso desarrollar la idea en un capítulo piloto de media hora de duración para la cadena de televisión de pago Adult Swim, especializada en productos de animación para tardoadolescentes y adultos. Doc Smith se convirtió en  Rick Sanchez y Mharti McDonhalds en su nieto Morty Smith.

Y así llegamos al tema de la presente bitácora.

Rick y Morty no existiría sin Regreso al futuro, y, dado que la serie de Roilland y Harmon atraviesa diversos universos paralelos, no es descabellado pensar que en alguno de ellos sea la secuela, si no la ÚNICA versión de la icónica película de Robert Zemeckis de 1985 que algunos de nosotros nos vimos TRES VECES SEGUIDAS cuando llegó a nuestro videoclub.

Y, quizá como homenaje a su largometraje fundacional, quizá porque Justin Roilland y Dan Harmon también son niños de la Generación X, Rick y Morty es una enciclopedia televisiva de cultura pop de las décadas de los 80 y los 90. De hecho, la genealogía de Rick y Morty es tan ESCANDALOSAMENTE obvia que Adult Swim ha fichado al mismísimo Christopher Lloyd para personificar a Rick Sánchez en algunos clips promocionales de la serie (dándole la réplica, en el papel de Morty, Jaeden Martell, el Bill Denbrough de la frustrada y frustrante adaptación cinematográfica en dos partes de It, firmada por Andy Muschietti, y que pusimos de vuelta y media en dos entradas de la bitácora: una y dos).

Con una polla así de gorda.

Las aventuras de este Doc Brown alcohólico, flatulento, politoxicómano, psicópata y putero, acompañado de un Marty McFly inseguro, torpón, timorato, pajillero e impulsivo, atraviesan todo el panorama cultural de nuestra infancia y adolescencia. Todo está ahí si sabes mirar: Freddy Krueger dándonos pesadillas en Elm Street (Lawnmower Dog, segundo episodio de la primera temporada), Terminator viajando al pasado para cambiar el destino (Rattlestar Ricklactica, cuarto episodio de la quinta temporada), la fantasía oscura de Ray Bradbury (Something Ricked This Way Comes, episodio 9 de la primera temporada), ¡LA PUTA FRANQUICIA DE MAD MAX (Rickmancing the Stone, episodio 2 de la tercera temporada), Akira remezclado con Al filo del mañana (Edge of Tomorty: Rick Die Rickpeat, piloto de la cuarta temporada), Blade Runner metiéndosela por el culo a Los inmortales (Mortyplicity, segundo episodio de la quinta temporada)...! ¡La leche que le han dao!

Con referencias más o menos obvias a series de televisión, clásicos de la fantasía y de la ciencia-ficción, videojuegos, cómics o películas, Rick y Morty explora su propio universo psicodélico, con montones de humor negro y originalidad malabábica.

Los dinosaurios regresan en una nave espacial. Y preguntan qué coño ha pasado con sus parientes mientras ellos estaban fuera, y de dónde cojones han salido todos esos monos parlantes que pululan por el planeta.

Rick construye el «Sonambulador», un artefacto que anima su cuerpo por las noches para que haga las tareas que se niega o no tiene tiempo de hacer durante el día (como hacer crunch abdominal hasta desarrollar un six-pack del carajo a la vela que pondría cachonda hasta a Lean Beef Patty). Toda la familia Sánchez acaba usando el aparato, pero la «familia nocturna» se rebela contra lo que entienden es esclavitud y dan un golpe de Estado contra los «diurnos».

Morty descubre accidentalmente el secreto tras los deliciosos espaguetis de su abuelo: Rick ha encontrado un planeta en el las entrañas de los suicidas se convierten en espaguetis al morir. Al poner a los nativos de ese planeta al corriente de la verdad, al presidente del mismo no se le ocurre otra cosa que aprovechar la información para dinamizar la economía, empujando a sus conciudadanos al suicidio para, así, poder vender sus sabrosas entrañas espaguetizadas.

Rick se convierte a sí mismo en un pepinillo para evitar asistir a una sesión de terapia familiar con el resto de los Sánchez. Acaba en una cloaca. Sin brazos. Ni piernas. Ni herramientas. Rodeado de ratas hambrientas. Comienza entonces una lucha desesperada por la supervivencia.

Beth Sánchez (la hija de Rick y madre de Morty y Summer), harta de su vida de esposa suburbana y cirujana veterinaria, le pide a su padre que la clone, borre sus recuerdos y envíe a una de las Beths, la original o la copia, a vivir aventuras espaciales en solitario, como la que abuelo y nieto disfrutan desde hace tres temporadas. Así, hay al menos una Beth que ha escapado al tedioso ciclo de banalidad cotidiana, y ni siquiera Rick sabe si es el original o el clon.
Acaban follando. No. En serio.

Pero además de una serie entretenida para públicos adultos, Rick y Morty es una cotidiana mini-clase de escritura para personas atentas. No sólo por los temas que plantea, que no son pocos (el problema de la identidad, los abusos de poder, las consecuencias de obrar en base a las emociones sin considerar fríamente las circunstancias, la tentación del totalitarismo que sufren todos los grandes aparatos estatales, los desafíos de la inteligencia artificial, los peligros de interferir en el desarrollo de otras culturas, el libre albedrío, la intolerancia, las gélidas llamas del arrepentimiento, aun cuando hayan sido prendidas por las secuelas no deseadas del altruismo más ingenuo, la necesidad de conectar emocionalmente con otras personas para poder seguir manteniendo vivo aquello que nos hace humanos), ni por su extraordinario retrato de personajes (todos, absolutamente todos, hasta el inútil de Jerry, tienen sus propios arcos de transformación, y la profundidad psicológica incluso del aparentemente narcisista y maquiavélico Rick, le da sopas con onda a algunos escritores de Best Sellers y no miramos a nadie, ¿eh, Dan Brown; eh, Stephenie Meyer?) sino por la «plantilla» en que está basado cada episodio, y que es, básicamente, un vástago del «viaje del héroe» de Campbell (más en la bitácora sobre este tema aquí), salpimentado por las teorías sobre guion cinematográfico de Robert McKee, y todo ello adaptado a la estructura clásica de la gramática de una serie de televisión:

1. Un personaje en su zona de confort.
2. Quiere algo o descubre un problema.
3. Toma una decisión importante o entra en una situación inexplorada.
4. Que provoca cambios y le obliga a adaptarse.
5. Alcanza el objetivo que perseguía y provoca cambios.
6. Pagando un elevado precio en el proceso.
7. El personaje ha de revertir el cambio del que es responsable.
8. Y asumir que los cambios que provocó fueron inanes, aunque ese conocimiento lo haya transformado a él.
No preguntes.
(La naturaleza de Rick y Morty como curso de guion travestido no queda mejor expuesta que en Never Ricking Morty, episodio 6 de la cuarta temporada, en el cual, directamente, Rick y Morty han sido aprisionados por el supervillano Story Lord en el «Tren de la historia», un genuino plot device del cual sólo pueden salir «atravesando la quinta pared» a través de la militarización de recursos narrativos, como la continuidad, el test de Bechdel o el Devs ex machina).

Y, bueno, si con todo esto todavía no te hemos convencido de que te pongas las siete (y van por la octava) temporadas de Rick y Morty, querido lector, es que eres un puto Morty o, peor, un miserable Jerry.

¿Eh? No. No es la entrada que teníamos preparada aquí y que no pudimos sacar adelante, pero es mucho mejor que aquella.

domingo, 15 de junio de 2025

«May flights of Angels sing thee to thy rest, Sweet Prince».

Hoy quiero contarte tres cosas. Si me dejas.

Déjame contarte una cosa sobre escribir.

A veces, escribir es como ligar. No importa lo mucho que te guste esa persona a la que pretendes conocer mejor. A menos que tengas unos cojones como campanas o seas un narcisista del carajo, cuando te acercas a darte a conocer, preguntarle su nombre y pedirle, quizá, su número de teléfono, Cupido tira una moneda y, como le salga cruz, todo se va a ir a la verga. La frase genial para romper el hielo que habías ensayado en tu cabeza hasta alcanzar la perfección se te atraganta y sólo consigues producir sonidos animales (o te sale un eructo veterinario, como le pasó a un conocido mío cuando le echó un par y se acercó a hablarle a la chica de sus sueños. Llevan quince años casados y tienen dos críos). Tu estrategia perfecta para conquistar el corazón de tu objeto de deseo se convierte en un plato de espaguetis del que no eres capaz de sacar sentido alguno. El valor te abandona. La mirada con la que te reciben te arruga el ano. En otras palabras: te quedas en blanco. La otra persona piensa que eres un rarito, o un acosador, o un soplapollas. Y te quedas descompuesto y sin novia.

Cupido puede ser un poco cabrón. Y las musas, unas malas putas. Pero es lo que hay. A veces te sientas delante de la página desnuda, de la máquina de escribir, de la pantalla del procesador de textos, con más ganas de escribir que de metérsela de lado a la concupiscente Riley Reid (hetaira pornográfica oficial de esta bitácora), con un esquema mental del capítulo, párrafo o escena que quieres plasmar en negro sobre blanco... y algo hace «crack». No sabes el qué. Algo. Tecleas o garrapateas cuatro palabras y se alinean como el culo. Empiezas a aporrear la Olivetti y la energía te abandona de súbito. Lo intentas de nuevo y vuelves a fracasar, y empiezas a agobiarte. No quieres mentar a la bicha, el bloqueo de escritor, pero le ves los pelines de las puntas de sus mefíticas orejas. Y entonces te puede el miedo. Porque de repente se ha puesto de moda el «síndrome del impostor» (particularmente se ha puesto de moda entre los soplapollas sin espina dorsal ni talento) y hay que tener una confianza en ti mismo rayana en la megalomanía sociopática para no temer su visita.


Me ha pasado esta mañana. Me he sentado a escribir la bitácora de la quincena. Tenía un tema escogido. Algunos enlaces aparejados. Unas cuantas imágenes jachondas para ilustrar el texto y aligerar la lectura. Me senté ante el ordenador, abrí el bloc de notas...

...y algo hizo «crack». El tema de la bitácora, fríamente elegido y cerebralmente elaborado a lo largo de los últimos quince días, perdió todo su atractivo. La resolución de sentarme a escribir se me escapó por entre los dedos como agua de borrajas o promesas de amor de recauchutada gold-digger venezolana. Los sucesivos intentos de OBLIGARME a escribir chocaron contra un muro de agotamiento preventivo. Me asaltó el desasosiego. «¡Coño, que se me come el deadline!» Lo intenté de nuevo. Perdí completamente la confianza en el tema preparado, en mi habilidad para desarrollarlo con un mínimo de algo parecido a la coherencia, en la literatura, el lenguaje, la comunicación humana y en la Constante de Hubble.

Y, sí, ya sé que me quedaba el recurso de hacer la del almendruco y marcarme otra lista de recomendaciones de cuadritos asiáticos, bala en la recámara que, a juzgar por la acogida de mis cuatro lectores mal contados, siempre es bien recibida. Pero no conviene abusar de las balas de plata. Crea vicio, debilita la musculatura intelectual y acaba hartando. Es mejor esperar a que se presenten verdaderos hombres-lobo, no desperdiciar tu argéntea munición con chihuahuas, por muy cafeinados que parezcan.

Pero seguía teniendo un problema que resolver: la entrada de la bitácora que correspondía.

Así que hice lo que se supone que debe hacer un artista: me fui a buscar inspiración. Y me la busqué en Super/Man: La historia de Christopher Reeve, documental que presenta el impacto cultural y social del actor de Ana Karenina, El reportero de la calle 42 y Lo que queda del día. Particularmente tras el trágico accidente de equitación que sufrió en mayo de 1995, que casi le costó la vida y que lo dejó parapléjico.

No la había visto todavía porque sabía que iba a llorar hasta los calostros que mamé de la madre que me parió.

Pero, verás, en el Arte pasa esta cosa con la emoción: si eres capaz de sentirla, eres capaz de transmitirla (por eso los cuadros de Hitler son tan penosos). Y yo estaba, no voy a decir desesperado, pero sí en una situación apurada. Me faltaba una entrada para la bitácora y los planes que había hecho ya no me servían. Así que, por el bien de tu entretenimiento y salud espiritual, oh amado lector, y sabiendo que este documental me iba a conmover, he hecho finalmente el sacrificio de verlo. Porque acaso podría sacar, de esa experiencia emocional, un tema con el que llenar el presente post del Paratroopers. Y quien sabe si tocar, en el proceso, tu frío y duro corazoncito.

Así que finalmente me senté a ver la película.
Trágicamente, sólo una de las personas de esta foto sigue viva hoy en día.

Sabía que iba a llorar hasta los calostros que mamé de la madre que me parió. Joder, ¡que este documental hizo llorar  al encallecido Carlos Boyero, copons!

Pero la vi igual, ¡qué poco me agradeces mis padecimientos, ingrato lector!, porque a veces el dolor sana, el sufrimiento purifica; porque en las acrimonias de la vida puedes, ocasionalmente pescar el oro del Arte, del cual yo estaba necesitado.

Por una entrada para la bitácora, me senté en mi salón a ver al fin Super/Man: La historia de Christopher Reeve.

Y lloré hasta los calostros de la madre que me parió.

Déjame que te lo cuente en tres puntos. O más.

Déjame contarte una cosa sobre Supermán.


Nací demasiado tarde para ver en pantalla grande Supermán: La película. Estrenada entre el 10 y el 14 de diciembre de 1978 en Estados Unidos (se escaló su estreno en ambas costas y en diferentes ciudades), no llegó a España hasta febrero del año siguiente. Yo era entonces muy guaje. Y quiero decir muy guaje. De haberme llevado mis padres a verla al cine, hoy no me acordaría y, además, le habría arruinado la experiencia a todos los demás espectadores («¿quién es ese señor?, ¿quién es ese otro señor?, ¿es ése Supermán?, ¿es ese otro?, ¿qué acaba de decir esa señora?, ¿qué acaba de decir ese señor cuando yo decía "¿qué acaba de decir esa señora"?»; sí, ya entonces era muy preguntón).

No vi Supermán: La película en pantalla grande.

Pero me crié rodeado por ella. A mi ex padre le había encantado y no paraba de describirme sus escenas favoritas. Había por casa naipes sueltos de un juego de cartas de la película, uno de aquellos mazos promocionales de Heraclio Fournier contratados para promocionar el largometraje, y que reproducían fotogramas del film de Richard Donner. Como muy pronto me interesaron los cómics, y especialmente los de superhéroes, mis padres empezaron a comprármelos. Entre ellos, varios de Supermán. Me enamoré del personaje. De lo que representa. La honradez insobornable. El optimismo casi ingenuo. El altruismo inspirador. La voluntad de proteger cuanto es frágil, hermoso y noble, por alto que sea el precio a pagar. La justicia.

Mi madre y mi abuelo habían despertado mi amor por el cine, pero el niño que fui amaba desesperadamente una película que ni siquiera había visto aún.

Supermán, ¡qué mal lo entendiste, Zack Snyder!, no es un dios distante, levitando por encima de la humanidad como un Júpiter desdeñoso y germófobo. Es un faro moral. Un guía. Un ejemplo a imitar. Supermán encarna los mejores ideales de la humanidad, y hace exhibición de ellos. Con ánimo de inspirar a otros a imitarle. Porque si todos abrazásemos la actitud tenaz, abnegada, generosa y protectora de Kal-el de Kryptón, todos seríamos héroes y viviríamos en un paraíso terrenal.

Batman lucha en las tinieblas contra lo peor de la baja naturaleza humana. Supermán lucha en la luz para elevar esa misma naturaleza imperfecta y corruptible.

De niño, quise ser Supermán. Quise crecer hasta el metro noventa y tres que medía Christopher Reeve. Quise ser moreno (en realidad, Chris Reeve era rubio y se teñía para el papel). Quise ser atlético como él (en realidad, Chris Reeve era más bien delgadito y se puso mazas antes de la película con un programa de musculación diseñado por David Prowse, que además del Darth Vader original era fisioculturista). Quise tener superpoderes. Quise un traje rojo y azul. Quise poder volar. Me agarré tremenda pelotera cuando mis tíos de América le trajeron a mi primo una camiseta de Supermán y a mí una de El increíble Hulk. Y no, no nos las podíamos intercambiar. Mi primo me lleva cuatro años y cuatro tallas.

Y seguía sin poder ver la película de la que tanto me habían hablado. Y que codiciaba como el lujurioso codicia el sexo y el avaro el oro. Los millennials mierdosos y Z-Generacionales media hostia que todo lo tenéis en Internet, a un clic de Amazon de distancia o bajo VoD, no os podéis imaginar lo que era aquello. Aún no existían reproductores de vídeo doméstico a precios mínimamente asequibles para un currito promedio. No había Internet. No había Netflix. Las películas se estrenaban en el cine y no las volvías a ver más o, con un poco de suerte, las veías en la tele, AÑOS, no semanas ni meses, después de su paso por los teatros. Y cuando los vídeos comenzaron a llegar a los hogares fue un carajal, porque había TRES sistemas diferentes e incompatibles (Video 2000, fabricado y comercializado por Philips y Grundig, Betamax, que era un estándar de Sony, y VHS, patente de JVC), y a menudo la película que querías ver estaba en el sistema equivocado. Era un carajal, abreviando.
La vida era interesante en aquellos años.

Surgió una oportunidad, en un liceo local, de ver una copia doméstica en 8 milímetros en una proyección privada. No sé qué mierda pasó, pero llegamos a la hora presuntamente correcta y la sesión estaba a punto de terminar (vimos a Supermán sacando a una muerta Lois Lane de la grieta del terremoto causado por Luthor, y le vimos darle marcha atrás al tiempo, y entregar a Luthor y a Otis, y no entendimos nada porque nos faltaba todo lo demás) y salimos de allí, echando humo por las orejas, después de soportar estoicamente cuarenta minutos de dibujos animados de Popeye que nos importaban un cojón.
(Años después vi ese mismo proyector de 8 mm., y esa misma copia de Supermán, y una copia de La guerra de las galaxias, a la venta de segunda mano en un videoclub local; y yo, pobre como una rata, le pedí a mi ex padre que me prestase el dinero para comprar todo el lote y mi ex padre me miró en silencio, entre decepcionado y resignado, como si finalmente se hubiese hecho a la idea de que había engendrado un patético maricón o, peor aún, un cinéfilo. Y Hunter Schafer aún no había nacido para sacudir nuestro, hasta hace poco, inquebrantable compromiso con la heterosexualidad).

Y seguía sin poder ver la película con la que casi podía soñar.

El sábado 19 de enero de 1985 lloré como pocas veces he llorado en mi infancia.

Llevaba toda la semana esperando ese día. Casi sin dormir ni comer, de pura anticipación. Porque aquel sábado a las diez de la noche, en el programa Sábado Cine de la Primera Cadena de Televisión Española, tras la emisión de Informe Semanal, estaba programada, SEIS AÑOS después de su estreno en salas (¿te apiadas de nuestras tribulaciones infantiles ahora, oh millennial de mierda?), el estreno en la pequeña pantalla española de Supermán: La película.

Y más o menos a las seis de la tarde, ¡cago en Cristo en un zapato y la Virgen y el niño meándose en su boca!, se fue la luz en toda mi comarca. Y no volvió hasta la mañana siguiente.
(De estas noches a la luz de velas y lámparas de butano están hechos mis recuerdos de niñez en Galicia).
Lástima no tener uno de estos.

De treinta y ocho millones y medio de habitantes que tenía la España de 1985, más de QUINCE MILLONES se sentaron aquella noche ante el televisor a ver Supermán: La película. El CUARENTA POR CIENTO de la población. Quince millones entre los que no estaba yo. Ni mis padres. Ni mis vecinos. Ni mis compañeros de escuela. Ni sus padres y los míos. Ni mi hermanito recién nacido (llegó del hospital aquel mismo sábado).

El universo conspiraba para impedirme ver la película que deseaba como no he deseado ninguna otra cosa en mi vida. Ni siquiera a Jessica Alba con chaparreras y el ombligo al aire.

Y, sin embargo, en un día de 1988 ó 1989, mi ex padre me sentó ante la pantalla del televisor más grande que teníamos en la tienda (no, no voy a entrar en detalles), un aparato CRT de cuarenta pulgadas y con más culo que Nicky Minaj, metió en un vídeo VHS una cinta sin identificar y me dijo: «te va a gustar».

Y aquello empezó así:

Y, oh, Dios mío.

Ya lo creo que me gustó.

Me reí.

Lloré.

Aplaudí.

Contuve el aliento.

Me negué a pestañear.

Durante dos horas, el mundo dejó de existir para mí.

Y fue perfecto.

Supermán, de 1978, es probablemente la película que más veces he visto en mi vida. Tan pronto como una copia en vídeo cayó en mis manos, me resarcí por la larga y dolorosa espera. De hecho tenía DOS copias del largometraje, para ver uno, al menos una vez al mes (llegué a saberme los diálogos de memoria, y sin embargo descubro cosas nuevas cada vez que vuelvo a verla) entre los doce y los veinte años, y reservar el otro para cuando QUEMASE el primero a fuerza de reproducirlo. Curiosidad para puntillosos y entusiastas de la tecnología, Supermán: La película NO CABÍA en una cinta VHS de dos horas (la película completa dura 127 minutos), así que los de Warner Bros., comprometidos con el corte cinematográfico, optaron por no eliminar ninguna escena en su edición para vídeo doméstico, sino ACELERAR los créditos finales para que cupiese todo el metraje en un único casete. En su momento, fue la película más larga lanzada en vídeo en un único cartucho. Pero eso te importará entre poco y nada a menos que seas un freak del cine como yo.

Y tengo que OBLIGARME a no convertir esta entrada en una entrada sobre Supermán o sobre la película de 1978 del infalible Richard Donner (tal vez otro día), a quien dedicamos un cariñosa elegía, hace casi cuatro años, aquí. Porque no va sobre eso. Y sí, me encantaba Supermán porque tenía complejos que compensar. ¿Quieres un premio Nobel por sugerirlo? Para mí, un niño tímido, callado e introvertido que aún no había descubierto que, con sus veinte kilos de sobrepeso, podía tumbar de una sola hostia a casi cualquier comemierda de 8º de EGB para abajo, y a la mitad de los profesores también (el día que lo descubrí, la sorpresa fue mutua; mía y del matoncillo de Aliexpress de dieciocho tacos, noqueado, al que sus amigotes tuvieron que llevarse en brazos), Supermán me concedía una coartada psicológica para justificar mi cobardía. Tenía que aguantar lo que me echasen porque no podía revelar mi verdadera fuerza. No sólo debía salvaguardar mi «identidad secreta», sino que no tenía derecho a lastimar a personas inocentes, por gilipollas que fuesen, desatando mis plenos poderes.

Para un adolescente inseguro y poco sociable, inmerso en el proceso de desarrollar sus músculos sociales, un ejemplo como el de Supermán supuso para mí la diferencia entre la cuchilla de afilar en la bañera o la recortada y la mochila llena de cartuchos.

Supermán, el personaje, y Supermán: La película me ayudaron a encontrar la fuerza para sobrevivir a los desafíos de la infancia y las mudanzas de la pubertad. Sí, ya sé, problemas de blancos. Ni crecí en Afganistán ni en la Unión Soviética, ni mis padres eran yonquis, ni ex presidiarios, ni estábamos en la lista negra de ETA. Vete a la mierda. Tú tuviste que afrontar tus desafíos y yo los míos.

No. Esta historia no va de Supermán en sí ni sobre Supermán: La película de 1978.

Va sobre Super/Man: La historia de Christopher Reeve, el documental de 2024 en el que colaboran sus hijos, Will, Matthew y Alexandra, su ex pareja Gae Exton, su medio hermano Kevin Johnson, sus amigos Susan Sarandon, Michael Manganiello, Glenn Close, Jeff Daniels, Pierre Spengler, Whoopi Goldberg, su médico Steven Kirshblum, y en le que se incluyen imágenes de archivo de Robin Williams, Richard Donner, de sus propios padres y de los vídeos caseros de la familia Reeves. Ese mismo documental con el que he llorado lo que no está escrito.

Déjame contarte una cosa sobre Christopher Reeve. O más de una.

El hombre que se convirtió en modelo de masculinidad positiva para millones de niños venía de un hogar roto. Sus padres se divorciaron siendo muy joven y volvieron a formar sus propias familias. Su padre, el escritor, traductor y poeta Franklin D'Olier Reeve, era un engolado académico emocionalmente distante que jamás manifestó aprobación ni cariño a Chris y que murió lleno de desprecio intelectual hacia su hijo más famoso por hacer el payaso vestido de azul y rojo, en vez de interpretar a Tenesse Williams o Chéjov. Tal vez fuese la experiencia del matrimonio roto de sus padres lo que proporcionó a Christopher la excusa para no formalizar nunca su relación con la modelo británica Gae Exton, madre de sus hijos mayores, Matthew y Alexandra.

Estudió Artes Escénicas en Cornell y conquistó una beca para Juilliard, donde tuvo por compañero de dormitorio al hombre más gracioso del mundo. La amistad entre Chris Reeve y Robin Williams se extendió a lo largo de toda la vida de ambos y llegó a convertirse en algo más parecido a una relación entre hermanos (se llamaban «brother» el uno al otro, como Navy SEALs o negros de gueto) que a una simple amistad. Christopher Reeve apadrinó a Zak Williams. Will Reeve, el hijo más joven de Christopher, veía a Robin más como a un tío que como a un amigo de su padre, y guarda de él un emocionado y cariñoso recuerdo. Todos los años, en el aniversario del accidente, Robin y su mujer organizaban una fiesta para la familia de Chris y celebraban juntos su (transitoria) victoria sobre la muerte, el amor que mantenía su familia unida, el cariño de todos sus amigos y compañeros de trabajo, la esperanza depositada en la ciencia médica. Cuando Chris decidió aceptar la invitación a la ceremonia de los Óscars de 1996, Robin pagó y acondicionó de su bolsillo una furgoneta que lo trasladase cómodamente a la ceremonia.
(Robin Williams también fue la primera persona que logró hacer reír a Christopher, pocos días después de salir del coma. Williams se presentó en la habitación de su amigo llevando una bata blanca y un estetoscopio al cuello e, impostando un acento eslavo, se presentó como un proctólogo ruso que había ido a hacerle una colonoscopia. «Avísieme si sientie mi diedo demasiado adentrro». Chris dijo, en años posteriores, que su amigo, su hermano, le salvó la vida aquel día. Le recordó que el mundo no había terminado. Que aún había belleza y felicidad por descubrir y compartir. Sumido en la negrura de la desesperación, preguntándose cómo cojones iba a pagar las facturas de su tratamiento y los cuidadores que ya necesitaría las 24 horas del día, durante el resto de su vida, Robin Williams, que batallaba con sus propios problemas de depresión y adicciones múltiples, fue la luz de la esperanza para Christopher Reeve, como Supermán lo ha sido para millones de lectores y espectadores desde 1938).

Christopher nunca superó su éxito como Supermán. Se pasó el resto de su carrera buscando un reconocimiento artístico que le fue negado. Actuaba en telefilmes. Aceptaba papeles secundarios en largometrajes protagonizados por otras estrellas o en los que su presencia se diluía en un reparto coral, y series de televisión. Y la gente no se lo tomaba en serio. Obtuvo risas por su beso homosexual a Michael Caine en La trampa de la muerte («¿Supermán es mariquita?, ¡vete a la mierda!»). Se le acusó poco menos que de blasfemo por atreverse a participar en la profanación de respetados clásicos de antaño. A pesar de todos sus esfuerzos por demostrar que era un actor versátil, capaz de hacer cualquier película, cualquier papel, su identificación con el Último Hijo de Kryptón fue tan absoluta, que ni el público, ni los críticos de cine, ni los directores ni productores podían verle como otra cosa que un Supermán travestido. Corrió peor suerte que otras grandes estrellas de su generación. Tim Robbins. Tom Hanks. Gary Oldman. John Travolta. Jeff Goldblum. John Goodman. Tal vez, si después de interpretar a Supermán le hubiesen ofrecido otro personaje icónico se habría convertido en un segundo Harrison Ford (Han Solo, Indiana Jones, Rick Deckard, Jack Ryan), en un Sylvester Stallone (Rambo, Rocky). Pero nunca logró dejar de ser, en la imaginación de todos nosotros, el héroe del rizo y la capa roja.

La vida de Christopher Reeve terminó tras su accidente (tuvo que ser resucitado al menos tres veces en Cuidados Intensivos). Pero él le encontró un nuevo sentido a su existencia encadenada a aquella silla de ruedas. Incluso volvió al cine, como actor, triunfando sobre su discapacidad, y como productor y director. Estableció una fundación consagrada a la investigación de nuevos tratamientos y la oferta de soluciones de cuidado diario y rehabilitación para lesionados espinales. Recaudó fondos. Se reunió con presidentes. Dio nombre, junto con su abnegada y amante esposa, a una nueva ley federal. ¡Enseñó a su hijo Will a montar en bicicleta desde su silla de ruedas! ¡Su hijo, al que ya no podía sentir ni tocar! 

Y este documental sobre su descenso a los infiernos y su reinvención como faro moral y portavoz de los discapacitados, los rotos, lo que sufren como él sufrió, me ha ha hecho mierda el corazón, como ya sabía que pasaría cuando me senté a verlo.

Pero me siento mejor después de haber llorado. Porque, como cuando hablamos de One Life/Los niños de Winton, no todas las lágrimas son amargas. Algunas son la plata alquímica que lava las impurezas de nuestro espíritu.

Y quizá por eso. Por la relación personal que tengo con el personaje, de la que aquí he hecho poco menos que un esbozo, y por el respeto, cariño y admiración que me inspiran el primer actor que lo llevó a las pantallas con la dignidad que merecía, estoy que mitad no cago mitad me voy de vareta con el inminente estreno de Supermán, de James Gunn, allá por julio. Porque lo que he visto hasta ahora entre que me gusta y entre que me encanta. Y aunque James Gunn es uno de los pocos directores de blockbusters palomiteros al que todavía respeto (el muy bastardo me hizo llorar por unos animalitos hechos con ordenador en Guardianes de la galaxia, Vol. 3), no podría perdonarle que me defraudase con Supermán. Con Supermán no, por favor. Cualquier otro personaje menos éste. Bryan Singer lo intentó y fracasó. Pese a haber reclutado al actor perfecto para encarnar al personaje, Zack Snyder se folló el cadáver zombificado de Clark Kent. Dos y hasta tres veces. No puedo más, en serio. No puedo con otro desengaño, especialmente después de ver Super/Man: La historia de Christopher Reeve. Que esto salga bien, por favor. Porque para los niños de mi generación, Christopher Reeve era, es y siempre será Supermán, y hasta los cínicos para los cuales nunca fue más que un hombre con una capa roja, no tienen más remedio que admitir que murió convertido en un héroe. Si quieren conservar los dientes.

Déjame contarte una última cosa sobre Christopher Reeve.

Una vez, hace muchos años, consiguió hacerme creer que era capaz de volar.

Y nadie ha logrado convencerme jamás de lo contrario.