Juegos de guerra no iba a tener nada que ver con ordenadores y la mejor secuela de Regreso al futuro ni siquiera se titula Regreso al futuro.
Si no perteneces a la última generación medio decente de la historia de la humanidad, probablemente ni siquiera sepas qué coño son Juegos de guerra y Regreso al futuro, las películas más emblemáticas de dos de los jóvenes actores más populares de la década de los 80. Así que déjanos recapitular un poco.
Matthew Broderick ya tenía veintiún palos en 1983 y Michael J. Fox veinticuatro tacos de calendario en 1985. Broderick es, además del rostro más reconocible de Juegos de Guerra, conocido por los cinéfilos de mi añada por Lady Halcón (dirigida por Richard Donner, el de Arma Letal y Supermán) , la alocada Todo en un día y la desgarradora Proyecto X, entre otros títulos. Fox, por su parte, antes de que los primeros síntomas del Parkinson que hoy en día lo atormentan se presentasen muy visiblemente durante el rodaje de capítulos para Spin City, protagonizó la marciana, pero divertidísima Teen Wolf (intenta navegar las aguas revueltas de la pubertad cuando, para liarla todavía más, resulta que eres un hombre-lobo), nos dejó hechos mierda en Corazones de hierro, encabezó cartel en El secreto de mi éxito y en Noches de Neón, donde da vida a un triste escritor pagafantas abandonado por su fría y calculadora esposa.
(Curiosamente, ambos actores participaron en al menos un episodio de Lou Grant al comienzo de sus carreras, pero no vamos a meternos por ese agujero de gusano ahora mismo).
Juegos de guerra, la película que ACOJONÓ a Reagan, es una de esas cintas que los hackers adoran, pues precede, en varias décadas, a Internet y a la (justificada, créeme, JUSTIFICADÍSIMA) histeria colectiva en torno a la seguridad informática. El protagonista de la película, David Lightman (Broderick) es un adolescente de Seattle con una cantidad superlativa de genio pero cero motivación para tomarse en serio nada que salga de la esfera de los videojuegos y del ordenador que ha construido en su casa (un IMSAI 8080 extraordinariamente personalizado, corriendo alguna versión de CP/M). A David, las asignaturas de su instituto se la bufan, sus profesores le aburren, sus padres le fatigan. Lo único que de verdad le pone cachondo, aparte de su compañera de clase Jennifer (Ally Sheedy, ¡hostia, y a quién no!) es la informática. ¿Le suspenden en biología (por tocarle los cojones al profesor, además de por no tomarse la molestia de estudiar para el examen)? Entra desde su casa, vía módem-acoplador acústico, en el ordenador del instituto y cambia su nota. Y, ya puestos, ¿qué crío de los ochenta querría ir al puto insti cuando podía estar en el salón de recreativos jugando al Galaga, a ver?
El conflicto de David en Juegos de guerra empieza cuando intenta conectar vía módem con la compañía de juegos Protovisión, para descargarse sus nuevos títulos directamente de su servidor, ANTES de que salgan al mercado. Cuando, después de numerosos intentos y una investigación que le habría reportado una matrícula de honor si la hubiese aplicado a sus asignaturas menos favoritas del cole, David cree haber accedido a los ordenadores de Protovisión, lanza lo que parece un juego militar de estrategia...
...y la lía parda en el NORAD, donde sus sistemas de alerta temprana empiezan a lanzar alarmas por un ataque nuclear soviético. David no se ha conectado a los ordenadores de Protovisión, sino a la WOPR, el cerebro informático del mando de Defensa Estratégica de los Estados Unidos, que ha sustituido recientemente a los operadores humanos en el proceso de decisiones a la hora de responder a una amenaza nuclear después de que un simulacro pusiese en evidencia el terrible porcentaje de incertidumbre que introduce la conciencia humana a la hora de girar una llave que puede acabar con la vida en la tierra.
Vamos, que, inocentemente, David le ha hecho al mando de defensa estratégica de los Estados Unidos una faena que ni la de Cagancho en Almagro. Y, aunque, inicialmente, al salirse del programa todo parece volver a la normalidad, el «juego de guerra» sigue ejecutándose en segundo plano en los procesadores de la WOPR, de manera inadvertida para los militares y técnicos del NORAD. Y ese ordenador, que no distingue la realidad de la ficción y simplemente hace lo que fue diseñado para hacer, o sea ganar el juego, planea desencadenar un holocausto nuclear gracias a su acceso directo a los silos de misiles estadounidenses. Sólo David es consciente del Big Bang de mierda que está a punto de desencadenarse, después de que los simpáticos agentes del FBI que lo meten en un coche de cristales tintados le confirmen que la ha liado parda y lo pongan ante el doctor McKittrick (Dabney Coleman, cuyo personaje se ha autoconvencido de que David trabaja para el KGB), responsable del mantenimiento y programación de la WOPR. McKittrick se lo explica clarinete, pero David no consigue convencerle de lo que está pasando, ni al FBI, ni a nadie.
Así que David se fuga del búnker de Cheyenne Mountain y, convertido en un fugitivo, busca a la última persona que podría creerle y convencer, a las personas correctas, de lo que está pasando: el diseñador original de la WOPR: el doctor Stephen Falken (John Wood).
Y aquí es adonde queríamos llegar, querido lector.
Porque, verás, el amargado y retirado doctor Falken (pidió al gobierno que fingiese su muerte y le proporcionase una identidad falsa tras el fallecimiento prematuro de su hijo Joshua, y vive off-the-grid en una isla de Oregón), es un genio que ha renunciado al mundo y le ha robado, en el proceso, el tesoro de su talento. Y ésta es la dinámica original que motivó a los guionistas originales de Juegos de guerra, Lawrence Lasker y Walter F. Parkes, a escribir esta historia que, en un principio, ni siquiera iba a tratar sobre ordenadores.
(Y tampoco la iba a dirigir John Badham, el de Fiebre del sábado noche, pero Martin Brest tuvo tremenda pelotera con los productores, que le pusieron de patitas en la calle. Y él, en venganza, fue y se marcó un Superdetective en Hollywood, otro de los clásicos de nuestra infancia llena de buen cine y la amenaza de un apocalipsis nuclear a un giro de llave de distancia).
Walter F. Parkes quería escribir sobre un anciano maestro, un prodigio de la estatura de Einstein, y un joven genio al que el anciano maestro tomaría como sucesor. La idea original de esta dinámica le vino después de leer una noticia sobre el pobre Stephen Hawking. Parkes, permítenos, lector, parafrasear un poco por los jijis y juajas, se dijo, «me cago en Dios, qué puta mala suerte. Tenemos aquí a un auténtico monstruo intelectual. Una mente brillante, tal vez un puñetero oráculo que podría desentrañar los últimos secretos del universo (espóiler: no pudo) y no sólo está contrahecho y encadenado a una silla de ruedas por la puta ELA, sino que se va deteriorando poco a poco y ya no puede ni hablar sin ese puto ordenador suyo y, el día menos pensado, va el muy desgraciado y cierra sesión».
A Parkes comenzó a obsesionarle una idea: «¿y si a Stephen Hawking hiciese un extraordinario descubrimiento que pudiese cambiar, para mejor y para siempre, la historia de la humanidad, pero su enfermedad hubiese progresado tanto que ya no pudiese contárselo a nadie?» Fue entonces cuando le dio las primeras pinceladas a esa historia de mentor y alumno en la que un sabio anciano, aislado del mundo, encontraba a un digno sucesor y le pasaba a él la antorcha del genio, para que continuase su legado cuando él ya no estuviese para hacerlo.
(De hecho, la ELA deterioró cognitivamente a Hawking, hasta el punto de que ya no podía hacer cálculos complejos, sino que se pasó sus últimos años de vida simplemente proponiendo ideas para que sus ayudantes se pelaran los dientes con las matemáticas de esas ocurrencias).
Y el resultado fue Juegos de guerra. Una de las mejores películas de nuestra infancia, y no es poco decir, tratándose de la penúltima buena década del cine universal. Pero no vamos a profundizar en ella, aunque su producción daría por sí misma para una entrada del Paratroopers, porque no es éste el tema del presente post.
(A John Badham no le permitieron filmar dentro del propio NORAD, a pesar de pedirlo muy educadamente ―parece que alguien de la cadena de mando le echó mano a una copia del guion y dijo «pero ¿qué puto ignorante comunista ha escrito esta puta mierda?»―, así que los responsables del diseño de producción tuvieron que IMAGINARSE cómo coño era el corazón de la defensa estratégica de los Estados Unidos y recrearlo en un decorado que costó cuatro millones y medio de dólares de la época y fue, durante mucho tiempo, el escenario más caro de la historia del cine. Menudas caras de terror pusieron cuando enseñaron la película a legítimos técnicos del complejo subterráneo de Cheyenne Mountain y ellos, después de intercambiar una mirada, dijeron, «sí, bueno, la habéis cagado a base de bien describiendo las operaciones de la sala de guerra...y lo cierto es que nosotros no tenemos esas enormes pantallas de colorines, sino monitores de once pulgadas de fósforo verde». Como lo oyes, querido lector, el setup de los señores que podían mandar el mundo al carajo en 1983 tenía las mismas pantallitas mierder en la que tu padre jugaba al Spy Hunter).
El desarrollo del guion de Juegos de guerra, desde su idea original hasta su montaje definitivo, es un excelente caso de estudio sobre el proceso creativo literario (sí, CENUTRIO PELANAS, un guion de cine ES una obra literaria). La enfermedad degenerativa de Stephen Hawking acabó inspirando, reescritura tras reescritura, el largometraje fundacional del cine de hackers, además de una excelente moraleja, dramatizada y exagerada, sobre los peligros de la inteligencia artificial y la necesidad de unos buenos protocolos de seguridad informática. Y además es una película apasionante, entretenida, con buenos actores, y con una Ally Sheedy de veintiún años que nos ponía malos a todos los preadolescentes de 1983.
Como malos nos ponen ahora las piruetas pélvicas de la ninfea Riley Reid.
Ni Stephen Falken ni David Lightman tenían relación alguna con la física teórica, más allá de su común pasión por trastos que funcionan moviendo electrones a través de pastillas de silicio, pero son los hijos espurios del más grande científico del siglo XX, después de Albert Einstein.
Regreso al futuro está en su propia categoría de cine ochentero. De la ciencia-ficción hard de Juegos de guerra pasamos a una fantasía casi mágica (el puto Condensador de Flujo viola casi todas las leyes conocidas del universo y, encima, no nos explican cómo funciona) en la que, de nuevo, un adolescente, Marty McFly (Michael J. Fox) adopta como mentor a un genio incomprendido, el (suponemos que autoproclamado) doctor Emmett Brown (Christopher Lloyd), que ha, uuuuh, digamos, «movido de sitio» el plutonio que le dieron unos terroristas libios para construir una bomba atómica y lo ha usado para alimentar la máquina del tiempo que ha montado en un DMC DeLorean.
(Viejo chiste de connoisseurs del Delorean: «Tenemos que alcanzar 140 kilómetros por hora para viajar en el tiempo». «Ah. Entonces nunca». La mierda de motor Peugeot-Renault-Volvo de V6 que montaba el absurdo sueño húmedo de John DeLorean era incapaz de acelerar aquella mole de acero inoxidable al gusto del público americano, encoñado de los muscle cars y los motores V8).
Marty no es un genio, como David Lightman. Doc Brown no tiene mayor interés en transmitirle sus conocimientos a su joven amigo, los cuales sospechamos que tampoco sería capaz de asimilar, pero, quitando esos detallitos, ambos construyen una relación de mentor-alumno similar a la que acaba uniendo a David y Stephen Falken en Juegos de Guerra. En la estructura del Viaje del héroe, Doc Brown es el «mago», el depositario del conocimiento (Gandalf, Merlín, Obi-Wan Kenobi), mientras que Marty es el aventurero que parte en el viaje que conducirá a su propia transformación (Frodo, Arturo, Luke Skywalker). Pero, por increíble que parezca, esta entrada de la bitácora TAMPOCO va sobre Regreso al futuro, sino sobre la interpretación perversa que hicieron de esa obra dos señores, a los que vamos a mencionar en breve, y de la obra que inspiró.
Mein Herz in flammen! |
Plantéate esto, querido lector: ¿Saben los padres de Marty McFly que su hijo alterna con un viejo solterón medio loco que vive solo y se dedica a Dios sabe qué? ¿Y lo permiten? Porque eso es un Defcon Cuatro ahora y lo era en 1985. Si yo, que no tengo hijos ni, que no cunda el pánico, intención ni probabilidades de tenerlos, llego a descubrir que mi churumbel adolescente sale a escondidas de madrugada para ir a encontrarse con el locatis del pueblo, cómeme los cojones por detrás, Ley del menor, le meto un carro de hostias a él y otro al viejo. Y me importa una mierda que salga para aprender a jugar al ajedrez. Sí, claro que los padres de Marty son un poco patéticos (al menos al principio de la película) y probablemente no han notado las escapadas nocturnas de su hijo, pero esa paternidad irresponsable es precisamente el quid de la cuestión. En Regreso al futuro, Marty McFly tiene la relativa suerte de que Doc Brown es, a grandes rasgos, un tipo decente y con fuertes valores morales (que no le impiden robar a unos terroristas financiados por Gadafi, pero fuertes valores morales a fin y al cabo). Pero... ¿y si no lo fuese? ¿Y si Doc Emmett Brown fuese un hijo de puta y, con espurias intenciones, explotase a y se aprovechase de su atolondrado e indefenso amigo adolescente?
En 2006, el actor, animador y actor de doblaje californiano Justin Roilland se hizo esta misma pregunta en 2006 y perpetró (no hay verbo más certero para describir lo que hizo) The Real Animated Adventures of Doc and Mharti, un corto de animación realmente retorcido (y que conocería varias secuelas) en el que un genio loco llamado Doc Smith construye una máquina del tiempo e invita a su amigo adolescente Mharti McDonhalds a unirse a él en sus aventuras (sí, claro que les cambió los nombres; una cosa es ser turbio y otra muy distinta gilipollas y exponerte a una demanda de Universal Pictures por infracción de derechos de autor). Un pequeño detalle que lo diferencia del original al que homenajea: la máquina del tiempo de The Real Animated Adventures etcétera no funciona con plutonio... sino con actos sexuales.
Actos sexuales entre Mharti y Doc Smith.
Ya. Nosotros pusimos la misma cara.
The Real Animated Adventures y todo lo que sigue fue presentada a Chanel 101, un festival de cortos en el que cosechó opiniones mixtas. Algunas personas quedaron horrorizadas y probablemente traumatizadas por el visionado de aquella profanación retorcida y homosexualizada de Regreso al futuro. A otras los enamoró el humor sucio, negro, la temática adulta, los trasuntos perversos de Doc Brown y Marty McFly. Entre los fans del corto de Roilland estaba el guionista y también animador Daniel Dan Harmon, que de inmediato se acercó a Roilland y le propuso desarrollar la idea en un capítulo piloto de media hora de duración para la cadena de televisión de pago Adult Swim, especializada en productos de animación para tardoadolescentes y adultos. Doc Smith se convirtió en Rick Sanchez y Mharti McDonhalds en su nieto Morty Smith.
Y así llegamos al tema de la presente bitácora.
Rick y Morty no existiría sin Regreso al futuro, y, dado que la serie de Roilland y Harmon atraviesa diversos universos paralelos, no es descabellado pensar que en alguno de ellos sea la secuela, si no la ÚNICA versión de la icónica película de Robert Zemeckis de 1985 que algunos de nosotros nos vimos TRES VECES SEGUIDAS cuando llegó a nuestro videoclub.
Y, quizá como homenaje a su largometraje fundacional, quizá porque Justin Roilland y Dan Harmon también son niños de la Generación X, Rick y Morty es una enciclopedia televisiva de cultura pop de las décadas de los 80 y los 90. De hecho, la genealogía de Rick y Morty es tan ESCANDALOSAMENTE obvia que Adult Swim ha fichado al mismísimo Christopher Lloyd para personificar a Rick Sánchez en algunos clips promocionales de la serie (dándole la réplica, en el papel de Morty, Jaeden Martell, el Bill Denbrough de la frustrada y frustrante adaptación cinematográfica en dos partes de It, firmada por Andy Muschietti, y que pusimos de vuelta y media en dos entradas de la bitácora: una y dos).
Con una polla así de gorda.
Las aventuras de este Doc Brown alcohólico, flatulento, politoxicómano, psicópata y putero, acompañado de un Marty McFly inseguro, torpón, timorato, pajillero e impulsivo, atraviesan todo el panorama cultural de nuestra infancia y adolescencia. Todo está ahí si sabes mirar: Freddy Krueger dándonos pesadillas en Elm Street (Lawnmower Dog, segundo episodio de la primera temporada), Terminator viajando al pasado para cambiar el destino (Rattlestar Ricklactica, cuarto episodio de la quinta temporada), la fantasía oscura de Ray Bradbury (Something Ricked This Way Comes, episodio 9 de la primera temporada), ¡LA PUTA FRANQUICIA DE MAD MAX (Rickmancing the Stone, episodio 2 de la tercera temporada), Akira remezclado con Al filo del mañana (Edge of Tomorty: Rick Die Rickpeat, piloto de la cuarta temporada), Blade Runner metiéndosela por el culo a Los inmortales (Mortyplicity, segundo episodio de la quinta temporada)...! ¡La leche que le han dao!
Con referencias más o menos obvias a series de televisión, clásicos de la fantasía y de la ciencia-ficción, videojuegos, cómics o películas, Rick y Morty explora su propio universo psicodélico, con montones de humor negro y originalidad malabábica.
Los dinosaurios regresan en una nave espacial. Y preguntan qué coño ha pasado con sus parientes mientras ellos estaban fuera, y de dónde cojones han salido todos esos monos parlantes que pululan por el planeta.
Rick construye el «Sonambulador», un artefacto que anima su cuerpo por las noches para que haga las tareas que se niega o no tiene tiempo de hacer durante el día (como hacer crunch abdominal hasta desarrollar un six-pack del carajo a la vela que pondría cachonda hasta a Lean Beef Patty). Toda la familia Sánchez acaba usando el aparato, pero la «familia nocturna» se rebela contra lo que entienden es esclavitud y dan un golpe de Estado contra los «diurnos».
Morty descubre accidentalmente el secreto tras los deliciosos espaguetis de su abuelo: Rick ha encontrado un planeta en el las entrañas de los suicidas se convierten en espaguetis al morir. Al poner a los nativos de ese planeta al corriente de la verdad, al presidente del mismo no se le ocurre otra cosa que aprovechar la información para dinamizar la economía, empujando a sus conciudadanos al suicidio para, así, poder vender sus sabrosas entrañas espaguetizadas.
Rick se convierte a sí mismo en un pepinillo para evitar asistir a una sesión de terapia familiar con el resto de los Sánchez. Acaba en una cloaca. Sin brazos. Ni piernas. Ni herramientas. Rodeado de ratas hambrientas. Comienza entonces una lucha desesperada por la supervivencia.
Beth Sánchez (la hija de Rick y madre de Morty y Summer), harta de su vida de esposa suburbana y cirujana veterinaria, le pide a su padre que la clone, borre sus recuerdos y envíe a una de las Beths, la original o la copia, a vivir aventuras espaciales en solitario, como la que abuelo y nieto disfrutan desde hace tres temporadas. Así, hay al menos una Beth que ha escapado al tedioso ciclo de banalidad cotidiana, y ni siquiera Rick sabe si es el original o el clon.
Acaban follando. No. En serio. |
Pero además de una serie entretenida para públicos adultos, Rick y Morty es una cotidiana mini-clase de escritura para personas atentas. No sólo por los temas que plantea, que no son pocos (el problema de la identidad, los abusos de poder, las consecuencias de obrar en base a las emociones sin considerar fríamente las circunstancias, la tentación del totalitarismo que sufren todos los grandes aparatos estatales, los desafíos de la inteligencia artificial, los peligros de interferir en el desarrollo de otras culturas, el libre albedrío, la intolerancia, las gélidas llamas del arrepentimiento, aun cuando hayan sido prendidas por las secuelas no deseadas del altruismo más ingenuo, la necesidad de conectar emocionalmente con otras personas para poder seguir manteniendo vivo aquello que nos hace humanos), ni por su extraordinario retrato de personajes (todos, absolutamente todos, hasta el inútil de Jerry, tienen sus propios arcos de transformación, y la profundidad psicológica incluso del aparentemente narcisista y maquiavélico Rick, le da sopas con onda a algunos escritores de Best Sellers y no miramos a nadie, ¿eh, Dan Brown; eh, Stephenie Meyer?) sino por la «plantilla» en que está basado cada episodio, y que es, básicamente, un vástago del «viaje del héroe» de Campbell (más en la bitácora sobre este tema aquí), salpimentado por las teorías sobre guion cinematográfico de Robert McKee, y todo ello adaptado a la estructura clásica de la gramática de una serie de televisión:
2. Quiere algo o descubre un problema.
3. Toma una decisión importante o entra en una situación inexplorada.
4. Que provoca cambios y le obliga a adaptarse.
5. Alcanza el objetivo que perseguía y provoca cambios.
6. Pagando un elevado precio en el proceso.
7. El personaje ha de revertir el cambio del que es responsable.
8. Y asumir que los cambios que provocó fueron inanes, aunque ese conocimiento lo haya transformado a él.
No preguntes. |
(La naturaleza de Rick y Morty como curso de guion travestido no queda mejor expuesta que en Never Ricking Morty, episodio 6 de la cuarta temporada, en el cual, directamente, Rick y Morty han sido aprisionados por el supervillano Story Lord en el «Tren de la historia», un genuino plot device del cual sólo pueden salir «atravesando la quinta pared» a través de la militarización de recursos narrativos, como la continuidad, el test de Bechdel o el Devs ex machina).
Y, bueno, si con todo esto todavía no te hemos convencido de que te pongas las siete (y van por la octava) temporadas de Rick y Morty, querido lector, es que eres un puto Morty o, peor, un miserable Jerry.
¿Eh? No. No es la entrada que teníamos preparada aquí y que no pudimos sacar adelante, pero es mucho mejor que aquella.