Todos los años desde que publiqué la primera entrada de la bitácora intento despedir el año con un gesto especial para mi reducida pero fiel cábala de lectores. Ponerle un poco de chispa y jatxondeo a la última entrada de cada año se ha convertido ya en una especie de tradición de Paratroopersdon'tdie.
Aunque, la verdad, este año ha sido tan de mierda para mí en tantos sentidos que no me veía a afrontando su despedida con el humor con el que intenté aligerar el marasmo pandémico, pero tampoco quería poner el broche final a 2023 con el mismo pesimismo y mala hostia con el cual pasé las últimas páginas de 2020 y 2022 (la mala hostia vendrá en la primera entrada de 2024, cuando me tome un Transilium y un litro de Jägermeister y te hable de Rebel Moon, la última putada que Zack Snyder le ha hecho al cine).
Asi que he hecho un esfuerzo por ti, amado lector, y me he currado esta entrada de Nochevieja destinada no sé ya si a divertirte o instruirte, pero de la que espero sea al menos capaz de entretenerte con historias desopilantes históricamente verídicas. Considéralo un remix de píldoras de la sección «Todo lo que creías saber probablemente sea mentira», que ya forma parte de la identidad de la bitácora junto con la veneración a Jessica Alba y Sara Sampaio y los GIFs de Riley Reid poniéndonos verracos.
Va por ustedes, y por ustedas, y por ustedxs:
La selección perdida
En septiembre de 2004, la selección nacional de balonmano de Sri Lanka desapareció sin dejar rastro. 23 hombres jóvenes y en buena forma física salieron a correr por un bosque cercano a su hotel (se supone que como parte de su preparación para el partido que iban a disputar) y nunca más se les vio. Lo dejaron literalmente todo atrás. Hasta la colada.
Los jugadores se hallaban, a la sazón, en Alemania, como parte de un programa de intercambio en el que equipos de ambos países se visitaban mutuamente y celebraban partidos amistosos. El organizador alemán del evento, un estupefacto señor de nombre Dietmer Döring, comunicó más tarde a la prensa que se había encontrado una nota que sugería que el equipo se había marchado a Francia, aunque Döring sostenía su convencimiento de que en realidad los 23 jugadores, su entrenador y el mánager de la selección se habían dirigido a Italia.
En los por entonces quince años de existencia del programa de intercambio, nunca había sucedido nada remotamente parecido. Los organizadores estaban consternados. Tanto como el rata que descubrió, por las malas, que sus compañeros de piso finalmente se habían hartado de que les chulease las provisiones.
Pero lo realmente cachondo sucedió cuando la organización se puso en contacto con el ministro ceilandés del ramo para confesar que habían «extraviado» a su selección nacional de balonmano y, después de una conmocionada pausa al otro lado del teléfono, el ministro de deportes de Sri Lanka contestó: «¿Qué selección nacional de balonmano?»
En Sri Lanka casi nadie juega al balonmano.
Sri Lanka no tenía una selección nacional de balonmano.
Las autoridades de Sri Lanka acababan de enterarse de que 25 caraduras, haciéndose pasar por su selección nacional de balonmano, habían hackeado el sistema para emigrar ilegalmente a Europa.
La estatua de Victor Noir ha tocado más almejas que tú
Victor Noir era el pseudónimo del periodista francés Yvan Salmon (1848-1870), muerto en un tiroteo con Pierre-Napoleón Bonaparte.
En diciembre de 1869, el periódico radical La Revanche sacó una pieza poniendo a Napoleón I de chupa de dómine. Su sobrino, el príncipe Pierre-Napoleón Bonaparte, se lo tomó a mal. Aunque Pierre-Napoleón había estado calladito y tranquilo desde el golpe de estado que su primo había dado el 2 de diciembre de 1851, la sangre corsa manda y Pierre-Napoleón contestó a las injurias de La Revanche con un artículo, en el periódico L'Avenir de la Corse, en el que calificaba a sus antagonistas de «traidores y mendigos» a los que habría que descabellar, arrojar una fría tumba en el fondo del mar y sacarles las tripas y ponerlas al oreo.
El periódico corso La Marsellaise, editado por Paschal Grousset y dirigido por Henri Rochefort (que también era de los de echarles de comer aparte), se sumó a la polémica y dio comienzo a una campaña de acoso y derribo contra el Imperio de Napoleón III. Tanto le inflaron las pelotas a Pierre-Napoleón las soflamas de La Marsellaise que el 9 de enero de 1870 retó a duelo por carta a Rochefort.
«Après avoir outragé chacun des miens, vous m'insultez par la plume d'un de vos manœuvres. Mon tour devait arriver. Seulement j'ai un avantage sur ceux de mon nom, c'est d'être un particulier, tout en étant Bonaparte... Je viens donc vous demander si votre encrier est garanti par votre poitrine... J'habite, non dans un palais, mais 59, rue d'Auteuil. Je vous promets que si vous vous présentez, on ne vous dira pas que je suis sorti».
«Después de haber ultrajado a cada uno de los míos, me insultas con la pluma de uno de tus braceros. Tenía que llegar mi turno. Sólo tengo una ventaja sobre los de mi nombre, la de ser un particular, siendo Bonaparte... Por eso vengo a preguntarte si tu tintero está garantizado por tu pecho... Vivo, no en un palacio, sino en el 59 de calle Auteuil. Te prometo que si apareces, no te dirán que he salido».
Rochefort, que, como decimos los gallegos, «non levaba catro a cabalo» (vamos, que no consentía que se le subiesen a la chepa), envió al día siguiente a casa del príncipe a dos empleados de La Marsellaise, Jean-Baptiste Millière y Arnould, en calidad de testigos para fijar las condiciones del duelo, pero cuando llegaron ya todo había terminado. Grousset, también ofendido por la carta de Pierre-Napoleón, había tenido la misma idea y se había adelantado a Rochefort. Ulric de Fonvielle y Victor Noir, amigos de Grousset, llegaron a la casa del príncipe en la rue d'Auteuil a la una de la tarde del 10 de enero de 1870, con el encargo de exigir a Pierre-Napoleón una retractación o fijar las condiciones de un duelo. Grousset, acompañado por su colega Georges Sauton, esperó en la calle, dentro de un coche, el resultado de las negociaciones.
Pierre-Napoleón no tenía interés alguno en Grousset, sino en Rochefort. Montó en cólera al conocer la misión que había llevado allí a Noir y de Fonvielle. Intentó que los testigos de Grousset, a quien se negó a dar explicaciones, se distanciasen de la «carroña» de Rochefort y su equipo. Fonvielle y Noir se solidarizaron con sus amigos.
Hay dos versiones sobre lo que sucedió a continuación. Según de Fonvielle, el príncipe, ciego de cólera, abofeteó a Noir y acto seguido sacó su arma y le disparó sin provocación. Según el príncipe, fue de Fonvielle el que intentó sacar un arma cargada de su bolsillo y Pierre-Napoleón, temiendo por su vida, hizo «fuego preventivo» con su propia arma.
Recreación de los hechos. |
En cualquiera de los dos casos, la verdad indiscutible, establecida por la investigación judicial, es que Pierre-Napoleón disparó las seis recámaras de su revólver, falló cinco tiros y alcanzó a Victor Noir en el pecho. Herido, el periodista huyó escaleras abajo y se desplomó en el porche de la vivienda. Trasladado a una farmacia sita en el número 27 de la rue d'Auteil, Victor Noir murió de sus heridas aproximadamente a las dos de la tarde y fue enterrado en el cementerio antiguo de Neully-sur-Seine. El escultor Aimé-Jules Dalou ejecutó un monumento funerario para la tumba: una estatua yacente de Noir, caído al lado de su sombrero.
Y en esa estatua se han refrotado más hembras de las que tú conocerás en toda tu puerca vida. Deprimente. Ya lo sé.
Por alguna razón, cuando Dalou ejecutó el modelo de la estatua de Victor Noir, le adjudicó un paquete genital, una joroba pélvica, una prominencia viril del tamaño de un bebé de seis meses.
Y desde que la tumba de Noir fue cubierta por este monumento, se ha perdido la cuenta de las mujeres que han acudido a colocar una flor en su sombrero, besar los labios de la estatua y restregar el parrús contra la entrepierna de bronce en la convicción de que ese ritual incrementará su fertilidad, mejorará su vida sexual o, también, les ayudará a conseguir marido.
Recreación de los hechos. |
Y por eso toda la superficie de la estatua funeraria de Victor Noir está cubierta por una hermosa pátina verde excepto en los labios y la verga. Y por eso en 2004 el ayuntamiento tuvo que vallar la tumba, que de tanta fricción chuminera acabará con los gitanales perforados, aunque las protestas llevaron a retirar dicha valla algún tiempo después.
El brillo de los ángeles
La Batalla de Shiloh, librada del 6 al 7 de abril de 1862 en una zona pantanosa de Tennessee, fue una de las más encarnizadas de la Guerra Civil reñida entre la Unión y la Confederación de los Estados Unidos de América entre 1861 y 1865.
De las más encarnizadas y de las peor planeadas. 111 000 hombres se enfrentaron, bajo las órdenes de los generales Don Carlos Buell y Ulysses S. Grant por un lado y Albert Sidney Johnston y P.G.T. Beauregard por el otro, en una sarracina despiadada que causó casi 24 000 bajas entre muertos, heridos, prisioneros y desaparecidos.
Superados por esta batalla del alba al ocaso, los servicios sanitarios de ambos bandos fueron incapaces de absorber la avalancha de soldados heridos y muchos de ellos yacieron olvidados durante días sobre el cieno y las pozas de agua corrompida, bajo la lluvia que regó esporádicamente el campo de batalla (sobre todo durante la primera noche), sin recibir ningún tipo de asistencia, en aquella primavera fría de abril de 1862. Docenas murieron sin haber llegado a ver un sanitario. Otros se administraron a sí mismos los primeros auxilios como Dios les dio a entender. Y un número considerable de supervivientes de ambos bandos contaron una historia aparentemente mágica que durante casi 140 años permaneció inexplicable y fue escarnecida desdeñosamente por los más escépticos.
Contaban algunos de aquellos hombres que, tras la puesta de sol, sus heridas comenzaron a desprender un tenue resplandor azul-verdoso.
Pero lo realmente espeluznante no sucedió hasta que los supervivientes fueron trasladados a hospitales de campaña y los cirujanos militares constataron, para su pasmo y admiración, que los heridos que habían visto esa especie de aura azulenca en sus heridas tenían un porcentaje de supervivencia muy superior a los demás, sus heridas se curaban más rápido y no se infectaban o presentaban sólo infecciones leves. Este fenómeno extraordinario fue lo bastante común entre los heridos de la batalla de Shiloh para que los soldados le pusiesen nombre: "Angel's Glow", «Brillo de ángeles».
Obviamente, durante décadas esta historia de la Guerra Civil estadounidense ha sido descartada por historiadores y científicos como una fábula sin base científica.
Peeeeeeero...
En el año 2001, William Martin, de 17 años, y su compañero Jonathan Curtis, de 18, ofrecieron en su proyecto de ciencia escolar una explicación plenamente plausible para el fenómeno del «Brillo de ángeles» documentado tras la Batalla de Shiloh.
Sí, exacto. En vez de hacer un volcán de vinagre y bicarbonato, estos dos adolescentes se curraron una teoría científica que explica un episodio histórico condenado por los expertos como ficción y superchería. Y es que la ciencia es hermosa.
Y a veces conlleva sorpresas. |
La teoría de estos muchachos involucra un nematodo parásito, de la familia Heterorhabditidae, portador en sus intestinos de la bacteria Photorhabdus luminescens que el nematodo emplea para matar a los insectos que parasita antes de devorarlos.
Lo interesante de la Photorhabdus luminescens es que no sólo mata insectos sino también a toda bacteria potencialmente competidora que se encuentre. La teoría de Martin y Curtis es que nematodos portadores de la Photorhabdus l. habrían sido atraídos por los insectos que intentaban cebarse en las lesiones de los soldados abandonados a su suerte durante la Batalla de Shiloh y habrían infectado dichas heridas con la bacteria luminiscente, proporcionándoles a los soldados heridos un antibiótico natural que mató a las otras bacterias presentes, entre ellas los temibles estreptococos de la gangrena.
Los críticos de esta teoría argumentan que la Photorhabdus luminescens es incapaz de sobrevivir y multiplicarse a la temperatura relativamente elevada de un cuerpo humano vivo, pero nuestro jóvenes científicos estaban preparados para refutar este argumento: después de días abandonados a la intemperie sobre el frío lodo de la ciénaga, bajo la lluvia, expuestos a las frescas temperaturas de abril, muchos de los soldados heridos en la Batalla de Shiloh habrían podido muy bien sufrir de hipotermia, que habría hecho descender su temperatura corporal a niveles no letales para la bacteria que les salvó la vida. Cuando esos mismos hombres fueron traslados a un hospital de campaña y entraron en calor, sus propios cuerpos habrían matado a la Photorhabdus l. antes de que se multiplicase en sus organismos hasta alcanzar niveles patológicos. Y por eso ninguno de los hombres que refirieron haber visto el «brillo de ángeles» en sus heridas presentó síntoma alguno de infección por Photorhabdus luminescens y por eso sólo algunos de los heridos vieron ese brillo fantasmal: por que eran los que habían entrado en hipotermia. Los que conservaron su calor corporal dentro de los valores letales para la Photorhabdus luminescens no llegaron a experimentar dicho fenómeno y murieron por las complicaciones de sus heridas o hubieron de afrontar una larga y penosa convalecencia.
El medio de transporte más seguro del mundo
El incidente del BA5390 es probablemente una de las historias más surrealistas del mundo de la aviación comercial.
El vuelo 5390 de British Airways despegó del aeropuerto de Birmingham a las 07:20 horas UTC (8:20 hora local) del domingo 10 de junio de 1990. El avión, un BAC One-Eleven 528FL, tenía por capitán a Timothy Lancaster y por copiloto a Alastair Atchison en un vuelo que debía trasladar al pasaje y tripulación a Málaga. De acuerdo al protocolo operativo de la compañía, Atchison se había encargado de la maniobra de despegue y, una vez concluida ésta, le había pasado los mandos al capitán Lancaster.
De acuerdo al informe de la investigación, a las 7:33 UTC, el asistente de vuelo Nigel Ogden entró en el puente para servir a los pilotos un refrigerio. Capitán y copiloto conectaron el piloto automático, se soltaron los arneses que los aseguraban a sus asientos y el capitán Lancaster también aflojó su cinturón de seguridad. En ese momento, a 17 300 pies de altitud, mientras el avión sobrevolaba Didcot, Oxfordshire, se produjo una descompresión explosiva y el habitáculo del aparato se llenó de neblina de condensación. El parabrisas del capitán había saltado como el corcho de una botella de champán y el repentino diferencial de presión había arrancado de cuajo la puerta del puente, que ahora yacía hecha pedazos sobre la consola de radio y navegación. Succionado por el aire que abandonaba violentamente el interior del avión, el capitán Lancaster salió disparado como Supermán por la ventana abierta pero Ogden, el camarero de cabina, con UNOS COJONES COMO BOMBONAS DE BUTANO, lo agarró por la cintura e impidió que llegase a tierra antes que su aparato. En su frustrado vuelo sin motor, el capitán había golpeado con su cuerpo la palanca de control, enviando el One-Eleven a un picado abruptísimo y desconectando el piloto automático. Además, la descomprensión había cubierto de escombros las palancas de gases, que estaban en aquel momento en la posición de empuje máximo y, éramos pocos y parió la abuela, el aire pobre en oxígeno a 17 300 pies sobre el nivel del mar estaba produciendo al copiloto los primeros síntomas de la hipoxia, que puede conducir al desvanecimiento y, a corto plazo, la muerte.
En este punto es muy importante asegurarme de que me estás siguiendo, amado lector, así que sintetizo:
El capitán Lancaster tenía MEDIO CUERPO FUERA de su avión, EN PLENO VUELO a OCHOCIENTOS OCHENTA Y CINCO KILÓMETROS POR HORA y CINCO KILÓMETROS DE ALTURA, mientras el copiloto intentaba MANTENERSE CONSCIENTE y RECUPERAR EL CONTROL del aparato QUE SE ESTABA YENDO DE MORRO AL SUELO MÁS DEPRISA QUE UNA DIAERRA DE SHAWARMA.
Nadie sabía si el capitán Lancaster estaba vivo o muerto (las apuestas en aquel momento eran doble contra sencillo a que estaba catacroquer), pero Ogden seguía agarrado al cuerpo inerte y ensangrentado del comandante como un tonto a una linde porque existía una elevadísima probabilidad de que, si lo soltaba, golpease un ala o un motor, DESTROZÁNDOLOS. Y la cosa ya estaba lo bastante tensa sin hacerle otro agujero al aparato. Luchando contra el desvanecimiento por falta de oxígeno, el copiloto Atchison intentó nivelar el avión a una altura en la que pasaje y tripulación pudieran respirar mientras fracasaba, enmudecido por el estruendoso viento que entraba por la ventana perdida, en contactar por radio con el controlador de tráfico aéreo de Bristol (que no entendía un pijo de lo que Atchison intentaba decirle y no se enteró de lo que estaba pasando hasta mucho después). Resignado, Atchison se limitó a emitir una señal de emergencia y consiguió conectar de nuevo el piloto automático. Para entonces los otros asistentes de vuelo habían instruido a los pasajeros para que adoptasen la posición de seguridad y limpiado lo mejor que pudieron los escombros producidos durante el incidente.
En este punto, Ogden sufría una tortura. Sus brazos estaban al mismo tiempo quemados por la fricción contra el marco de la ventana perdida y helados por la baja presión atmosférica. Sus compañeros se dieron cuenta de su apurada situación y le ayudaron en la ingrata tarea de sujetar lo que estaban convencidos no era ya más que el cadáver del capitán Lancaster a fin de que no acabase impactando contra el aparato como una bala de cañón y los mandase a todos a la puta verga.
(Sí, claro que intentaron volver a meterlo dentro, pero eran tres azafatos tirando de un lado y una ventarrón de cuarenta mil millones de demonios bisiestos tirando del otro. No tuvieron PELOTAS de volver a meter al capitán en la cabina, pero intentar lo intentaron).
En un momento dado, Ogden se sujetó al arnés del asiento del capitán y pasó el resto del vuelo, VEINTIDÓS MINUTOS que apuesto la punta del cipote a que debieron de parecerle ETERNOS, sujetando las piernas de Lancaster.
La dificultad de establecer una comunicación clara con Control Aéreo demoró la puesta en marcha del plan de emergencia del Centro de Información para Procedimientos de Emergencia de las Líneas Aéreas Británicas (el controlador del sector aéreo de Bristol seguía sin coscarse de lo que estaba pasando porque, con el ruido de fondo, todo lo que Atchison le decía por la radio le sonaba a tacos en la lengua negra de Mordor), pero finalmente el BA5390 fue autorizado a efectuar un aterrizaje de emergencia en el Aeropuerto de Southampton, donde tomó tierra sin incidentes y se detuvo, en la pista 02, a las 7:55 UTC, poco más de media hora después de despegar de Birmingham, con el cuerpo del capitán Lancaster, todavía FUERA DEL APARATO y sujeto de los tobillos por los ayudantes de cabina.
Pero lo más bizarro de esta historia sucedió cuando los sanitarios consiguieron alcanzar el cuerpo del capitán Lancaster y le buscaron el pulso.
El muy bestia SEGUÍA VIVO.
Aquí, todo sonriente. |
Tim Lancaster no sólo sobrevivió a un vuelo de 22 minutos FUERA DE SU AVIÓN con poco más que una ligera conmoción, algunas fracturas menores, abrasiones y congelación local, sino que PERMANECIÓ CONSCIENTE durante buena parte de la experiencia y, tras un breve paso por el hospital, estaba volando de nuevo cinco meses después del incidente. También el brazo maltratado del asistente de vuelo Ogden se curó sin consecuencias a largo plazo.
(Un supervisor de mantenimiento cojonazos que usó los tornillos equivocados al sustituir el parabrisas del comandante del BAC One-Eleven antes del vuelo había sido el responsable del accidente).
Las ventanas no son de fiar. Y por eso tanta gente se ha pasado a iOS. |
Cuando la cagas tan bien cagada que tu única salida es derrocar al gobierno
Liu Bang nació de padres campesinos en el condado de Pei, en la provincia de Jiangsu, China, en algún momento entre los años 256 y 247 antes de Cristo. De joven, como miembro de la patrulla de seguridad pública de su distrito, le sucedió el incidente que marcaría su vida para siempre.
El joven Liu conducía una cuerda de presos en dirección al monte Li, en la actual provincia de Shaanxi (donde estaban condenados a trabajos forzados en el mausoleo de Qin Shi Huang, entonces en construcción), cuando uno de ellos (o varios, según otras versiones de la historia) se escapó. La condena por dejar escapar a un prisionero era la pena de muerte. Liu Bang meneó el bigote y se dijo: «si voy a tener que pagar por la puta, al menos me la voy a frungir hasta que se me arruguen las bolas». Liberó al resto de prisioneros, los organizó en un grupo de bandoleros y se echó al monte como cabecilla suyo.
El arrojo, carisma y capacidad de mando de Liu Bang en las aceifas que condujo al frente de su banda de renegados impresionaron tanto a un magistrado del condado de Shanfu llamado Lu Wen que organizó su matrimonio con su hija Lu Zhì e invitó formalmente a Liu Bang a trasladarse al distrito de Pei y secundar la rebelión de Dazexiang, alzamiento contra la dinastía Qin que habían iniciado Chen Sheng, el autoproclamado «rey del gran Chu», y Wu Guang. Mientras Liu Bang iba de camino, Lu Wen cambió de idea, ordenó cerrar las puertas de la ciudad y asesinar a Xiao He y Cao Shen, emisarios de Liu Bang que esperaban a su jefe en Pei y que escaparon con vida por los pelos. Liu Bang logró el apoyo de los ancianos de la ciudad, que mataron a Lu Wen, le abrieron las puertas de las murallasy concedieron a Liu Bang el título de duque de Pei.
Así se le ponían las mozas cuando lo veían pasar. |
Ya formalmente integrado en la insurrección contra el imperio Qin, Liu Bang sirvió bajo las órdenes de Xian Liang y, a la muerte de éste, de Mi Xin, el príncipe de Chu y líder nominal de los estados rebeldes. Mi Xin prometió a Liu Bang el reino de Guanzhong si era capaz de conquistarlo, algo que Liu logró sin apenas esfuerzo. Una vez derrotada la dinastía Qin, el general Xiang Yu repartió los viejos reinos en algo menos de una veintena de estados feudales entre sus antiguos generales, mandando adonde Cristo perdió el prepucio a todo aquel que pudiese hacerle sombra o amenazar su hegemonía. Celoso de Liu Bang, no sólo le humilló rompiendo la promesa de Mi Xin y entregando Guanzhong a los príncipes Qin, sino que llegó a considerar muy seriamente su asesinato, aunque nunca llegó a decidirse a esmocharlo.
Humillado, Liu Bang se retiró a sus bases del principado de Han, organizó un ejército propio, desarrolló nuevos métodos agrícolas y, ya seguro de su posición, conquistó Guanzhong y le declaró la guerra a Xiang Yu, que sufrió derrota tras derrota hasta que, incapaz de soportar la humillación, se quitó la vida cortándose la garganta con su propia espada en el transcurso de una batalla junto al río Wujiang.
Sin oposición alguna, Liu Bang unificó china bajo su mandato, fundó la dinastía Han y ofreció a Xiang Yu funerales de estado, además de perdonar la vida a sus parientes.
Y todo porque un prisionero se escapó.
♫ Dame veneno que quiero morir, dame veneno ♪
Imagínate una maratón con una sola estación de agua en todo su recorrido de 42 kilómetros.
Una maratón en la que un competidor se dopó con MATARRATAS y otro hizo parte del camino EN COCHE.
Una maratón que transcurrió sobre un terreno tan seco que uno de los corredores se desgarró la mucosa gástrica a causa de todo el polvo inhalado.
Una competición a la que se apuntaron una jauría de PERROS SALVAJES.
Una maratón en la que uno de los corredores se echó una siesta a mitad de recorrido y, de alguna puta manera, se las arregló para acabar EN CUARTO LUGAR.
Pues bien, no tienes que imaginártelo porque así fue la maratón de la Olimpiada de 1904.
La primera olimpiada celebrada en suelo estadounidense tuvo muy poco de glamurosa. No era más que otro evento de la Exposición Universal de San Luís celebrada en Misuri en aquellas fechas. Chicago había sido la ciudad elegida como sede olímpica, pero San Luís (en aquella época una potencia algodonera y comercial), temiendo quizá que la cita deportiva ensombreciese su Exposición Universal programada para las mismas fechas, amenazó con crear un torneo paralelo hasta que el comité olímpico estadounidense les adjudicó a ellos la celebración de la olimpiada.
Los juegos olímpicos de San Luís nacieron gafados. Aparte de que el concepto mal podía tener para el gringo de infantería la resonancia casi mítica que inspiraba a los europeos, los costes prohibitivos del viaje a América disuadieron a muchos atletas europeos y al mismísimo Pierre de Coubertin, que excusó su asistencia. Además, la cita olímpica, que debería haber sido la guinda de la cereza de la Exposición Universal, quedó eclipsada por ésta y pasó casi desapercibida. Los estadounidenses de 1904 tenían mucha más curiosidad hacia los artefactos técnicos, los nuevos productos y las muestras etnográficos que por las proezas deportivas. La primera botella de Dr. Pepper y el primer cucurucho de helado se vendieron en la Feria Mundial de San Luís, helados y refrescos que los visitantes consumieron contemplando a los individuos del «museo viviente»; inuits, zulúes, igorotes filipinos, un pigmeo congoleño y docenas de indios americanos, entre ellos el jefe apache Gerónimo, reducido a payaso obligado a saludar en público a la bandera estadounidense o participar en recreaciones de la batalla de Little Bighorn.
La filosofía tras la Exposición Mundial era que las razas y culturas occidentales (y descollando entre ellas la cultura estadounidense) representaban la culminación del desarrollo humano, y de ello se derivaba su derecho natural sobre los destinos del planeta y de las razas menos evolucionadas.
Y la maratón de los juegos olímpicos se convirtió en un siniestro experimento de laboratorio respaldado por esos ideales racistas. Para el inicio de la prueba, los organizadores escogieron deliberadamente el mes de agosto a las tres de la tarde. La temperatura era para entonces de 32 grados Celsius. Los doctores Mengele de Hacendado que diseñaron el recorrido se aseguraron de escoger caminos polvorientos y sin asfaltar y también de que no hubiese más que UN PUNTO DE AGUADA, en la marca de los 19 kilómetros, que según algunas versiones de la historia NI SIQUIERA ESTABA SEÑALIZADO.
Lo supiesen o no, los 34 atletas de la prueba olímpica de San Luís 1904 eran conejillos de indias de una manga de cabrones interesados en medir empíricamente los efectos de la deshidratación y el cansancio en corredores de diferentes razas.
A los japoneses no los invitaron porque ya todo el mundo sabía que son... «especiales». |
De los 34 participantes, sólo 14 alcanzaron la meta. El menor número jamás registrado en prueba olímpica alguna. Los otros veinte se desmayaron de sed, de cansancio, sufrieron golpes de calor, abandonaron la prueba.
El primer atleta que cruzó la línea de llegada fue un corredor estadounidense llamado Frederick Lorz. Cuando Alice Roosevelt, la hija del presidente, estaba a punto de entregarle el trofeo, un espectador salió de entre el público, exigió que se pusiese fin a aquella charada y llamó a Lorz de todo menos bonito. Resulta que, cuando llevaba poco menos de catorce kilómetros y medio de recorrido, Lorz había empezado a sufrir calambres, hizo autoestop y recorrió los siguientes dieciocho kilómetros en coche, bajándose sólo, para guardar las apariencias, a poca distancia de la meta.
(Aunque Fred Lorz juró que sólo se trataba de una broma y que bajo ningún concepto habría aceptado el premio, fue suspendido de por vida para toda prueba atlética oficial, aunque luego le levantaron el castigo y en 1905 ganó la maratón de Boston).
El cartero cubano Félix Carvajal, que había perdido el dinero para sus gastos apostando y cuando dieron el pistoletazo de salida llevaba casi dos días sin probar bocado, perdió completamente la chaveta en plena carrera al ver un huerto de manzanas. Las engulló. Le sentaron como un tiro (estaban fermentadas). Vomitó hasta el primer calostro que mamó de su puta madre y, en medio de terribles retortijones, se desmayó o se tumbó en el arcén de la carretera ¡y se quedó dormido! Cuando se despertó, medio se acordó de que se suponía que estaba corriendo una maratón, volvió a la carretera ¡Y acabó cuarto! Sufrió mejor destino que William García, californiano, que tragó tanto polvo que se erosionó la pared interior del estómago y la hemorragia interna casi lo deja moñeco.
Entre los corredores figuraban los sudafricanos Len Taunyane y Jan Mashiani, de la nación Tswana. Ni siquiera eran deportistas. Habían ido a San Luís para tomar parte en una reconstrucción de sus experiencias bélicas durante las Guerras Bóer, en la que habían participado como mensajeros. Fueron invitados a participar en la maratón para hacer bulto y estudiar su rendimiento en comparación con el de los corredores blancos, occidentales y anglosajones con derecho a gobernar el mundo. Acabaron en los puestos 9º y 12º... a pesar de que Taunyane corrió un buen trecho de la prueba delante de una manada de perros ferales que, al parecer, hicieron perversas asociaciones mentales al ver un negro a la carrera.
Cánidos racistas aparte, el corredor con los huevos más grandes de la maratón de San Luís de 1904 fue, indiscutiblemente, George Eyser. Descendiente de una familia de alemanes asentada en los suburbios de San Luís, Eyser no perdió en el viaje desde Kiel la devoción teutónica al ejercicio físico y entrenaba prácticamente a diario. George Eyser ganó nada menos que seis medallas en gimnasia en los juegos olímpicos de 1904, lo cual resulta aún más loable si tenemos en cuenta que Eyser había perdido una pierna en un accidente de tren. Compitió equipado con una prótesis extraordinariamente sofisticada para la tecnología del recién estrenado siglo XX y se convirtió en el primer amputado en tomar parte en unos juegos olímpicos, 100 años antes que Natalie du Toit.
El caso de Albert Corey es uno de esos que te dejan con el culo torcido. Ganador de la medalla de plata en la maratón de 1904, a los organizadores de los juegos se la ponía como el pomo de una puerta ver a aquel hermoso, atlético y blanquísimo estadounidense en el segundo puesto del cajón. Menuda cara se les debió de quedar cuando el propio Corey les dijo que qué gringo ni qué niño muerto, que él era un frgansés de Mersault. Algún baldracas cagabandurrias lo había anotado en la lista de corredores norteamericanos y sacarlo de allí, pese a todas las gestiones, protestas y amenazas del Comité Olímpico Francés, que obviamente quería esa medalla para su palmarés, sólo fue finalmente posible ¡EN 2021! ¡116 PUTOS AÑOS MÁS TARDE!
¿Que quién ganó la maratón de 1904, me preguntas, oh, hermoso lector, clavando en mi pupila tu pupila azul? El ganador oficial, una vez descalificado el vivales de Fred Lorz, fue el estadounidense Thomas Hicks, que completó la prueba en 3 horas 28 minutos 53 segundos.
Y a día de hoy aún conserva ese título a pesar de toda la documentación gráfica que muestra a sus «ayudantes de carrera» sosteniéndolo en pie durante la maratón, cuando Hicks ya apenas podía mantenerse derecho, y a pesar de haber recibido durante la prueba al menos dos «inyecciones revigorizantes» de brandy, clara de huevo y ESTRICNINA que lo pusieron como una moto a cambio de producirle alucinaciones y llevarlo hasta la línea de meta en un estado penoso. De hecho, se desmayó tras cruzar la línea de llegada y las consecuencias de esos dos chutes dopantes que le dieron la victoria, a costa de casi matarlo, le acompañaron durante toda su vida.
Hicks «ganando» la maratón. |
Feliz año nuevo, amado lector.