domingo, 16 de octubre de 2016

«¡La que hemos liado, Bergström!»

El catering de la Academia Sueca.

Ahora mismo debe de haber un pequeño grupo de  sexagenarios suecos, sentados en torno a una mesa de su taberna favorita, cada uno frente a un vaso de akvavit y una tapa de apestoso surströmming, esperando a que alguno de ellos exprese en voz alta la perplejidad que todos comparten.

Estos atribulados hombres son los responsables de darle el Nobel de Literatura al bardo Robert Allen Zimmerman.

Y, al parecer, eso es una tragedia. Una catástrofe. La muerte de la literatura. El fin de la civilización occidental. ¡El apocalipsiiiiiiiiiiiiiiiiiiis!

No. Él tampoco acaba de creérselo.
Admito que no soy imparcial en esta polémica. Considero al circuncidado cantautor de Minesota el último gran poeta vivo. Coged cualquiera de sus discos, cualquiera, e intentad encontrar una canción que no sea una oda, una elegía, un puto himno generacional. Sobreponeos a su voz de pitufo acatarrado, a su acento gangoso y su patente incapacidad de vocalizar correctamente su propio puto idioma y quedaos con las letras.

Leed la letra de Girl from the North Country, Blowin' in the Wind (aunque a mí ésta me repatea bastante el hígado, por pastelosa); leed Don't Think Twice, It's All Right; Ballad of Hollis Brown, Queen Jane Approximately. Joder, leed, ¡o mejor aún, leed la letra y escuchad Tambourine Man, The Times They are a-Changin', It Ain't Me, Babe; Like a Rolling Stone...!

One, two, tres, cuatro...

Bob inspira emociones con las palabras. Pero sus palabras tienen ritmo y rima. Bob canta poesía. Como los antiguos escaldos y rapsodas, emplea la música y la rima para contar historias imperecederas en las que su público se reconoce, porque son historias que le hablan de sí mismo.

¿No consiste en eso la literatura?

Al parecer, según algunas cabezas pensantes del mundillo, la respuesta es un rotundo no.

Acaba de enterarse de lo de Dylan.
Suponiendo que Bob Dylan no se mereciese el Nobel de Literatura 2016, y eso es mucho suponer, no sería la primera vez que la sueca Academia se cubre de proverbial mierda. No olvidemos a algunas bestias pardas de las letras mundiales que se murieron sin hacer el ansiado y más que merecido viaje a Estocolmo: Nabokov, Borges, Zola, Cortázar o Ibsen. Entre otras decisiones polémicas, a mí aún no me entra en la cabeza que premiaran a Cela, por ejemplo; un señor que sólo escribió dos libros decentes en toda su puta vida, malbaratada con infumables experimentos de estilo e ilegibles pajas mentales.

Pero, claro, estamos hablando de la institución que concedió el Nobel de la Paz a Kissinger. No a Gandhi, a Kissinger.

Kissinger, Pinochet, Pol Pot, el Señor Burns... conocidos filántropos todos ellos.

¡A Henry Kissinger! ¡El señor que, entre otras niñerías que todos hemos hecho de jóvenes, como bombardear Camboya, promovió y financió el golpe de Estado en Chile porque, parafraseo, no veía ningún motivo para permitir que un país se volviese marxista por culpa de sus irresponsables ciudadanos, que así lo habían decidido en unas elecciones libres y democráticas.

(El día que se falló, nunca mejor dicho, el premio de Kissinger, Tom Lehrer anunció que se retiraba, que después de aquello, la sátira política había perdido todo significado)

El Nobel de Kissinger fue más de lo que podía soportar.

Pero bueno, al menos Kissinger participó en las conversaciones de paz de París.

(Aunque lo hiciese el mismo año que dio el golpe contra Allende y la retirada efectiva de las tropas norteamericanas en Vietnam no se materializase hasta el 75).

¡Que vienen los suecos! ¡Que vienen los suecoooos!
¿Qué coño de méritos hizo Obama para recibir su propio Nobel de la paz? ¿Prometer cerrar Guantánamo (y no hacerlo)? ¿Comprometerse a reducir su arsenal nuclear (y no hacerlo)? ¿Emprender la pacificación de Afganistán (y fracasar)? ¿Incrementar el gasto militar de los Estados Unidos? ¿Seguir financiando y armando a Arabia Saudita, epítome del país democrático, pacífico y respetuoso de los derechos humanos?


Desde que le dieron el Nobel aún no se le ha quitado esa cara de alelado.
Quizá lo que más me ha llamado la atención de todo este asunto es la cicuta pura de oliva que han destilado los colmillos de algunos al conocerse la noticia. Las protestas más airadas destilan una fetidez a elitismo gafapástico que da arcadas.
Como no podía ser de otra manera, todas estas miserias se ventilaron en Twitter, que al fin ha culminado su objetivo de convertirse en el ágora mundial de la intrascendencia.

Algún medio impreso recogió un tweet atribuido a Joyce Carol Oates que hacía escarnio del pobre Bob... Pero yo no he encontrado ese tweet, sino otro muy distinto, y además, a menos que sea una maestra del sarcasmo fino, en declaraciones al Wall Street Journal Carol Oates felicita a Dylan y su única queja, por llamarla algo, es que tal vez los beatles (o sea, los dos que quedan) habrían sido unos candidatos más apropiados.

¿Alguien tiene su número, o al menos el de sus abogados?

Quizá así es como se hace ahora el periodismo: pones tu opinión de mierda en boca de una celebridad que no habla tu mismo idioma (y que por ese motivo no cabe imaginar que sea suscriptora de tu periódico, así que difícilmente va a demandarte por libelo) y confías en que tus lectores sean mongólicos, o al menos analfabetos digitales, y no comprueben la veracidad de esa cita.

 

Sí parece, hasta donde me permite llegar mi oxidado francés, que Pierre Assoulin se ha tomado lo del Nobel de Dylan realmente mal. Pero lo que se dice mal de cojones. Lo ha calificado de «corte de mangas» («bras d'honneur») a la literatura. Irvine Welsh (ya sabéis, el de «elige la vida, elige un empleo, elige bla, bla, bla pero ¿por qué elegir cuando tienes heroína?») ha llegado aún más lejos, descendiendo de los miembros superiores de los académicos suecos a su genitalidad pura y dura, o, en sus propias palabras, amojamada.



«Soy fan de Dylan, pero éste es un imprudente premio a la nostalgia, arrancado de las mohosas próstatas de unos hippies seniles y farfullantes.»

A lo mejor sólo es cosa mía, pero parece que los más cabreados con este tema son los lectores de Murakami (cuya obra leo y disfruto, aunque desde hace tiempo albergo la sospecha de que Murakami se limita a escribir una y otra vez el mismo libro; vamos, lo que se dice «hacer un Paul Auster»); particularmente los españoles, que no podemos evitar expresarnos con nuestra orgánica mala follá:

 
 

Y eso que el propio Murakami se lo ha tomado a chacota (en un inglés un poco raro, pero indiscutiblemente mejor que mi japonés):

 

«Tira discos de Bob Dylan fuera ventana de pequeño pero funcional apartamento en Tokio. Abre botellín de cerveza. Está bien. Estoy bien.»

(Traducción casi literal, acento nipón y errores de concordancia incluidos)
Claro que el pobre Bob también tiene valedores. Ya hemos citado a Carol Oates. Otro que se ha alegrado mucho por él es nuestro amigo Stephen, que ya es un habitual de esta casa, por lo bien que escribe y por lo feo que es, el adorable cabrón:

 

«Estoy extático porque Bob Dylan haya ganado el Nobel. Algo bueno y grandioso en una época de inmoralidad y tristeza.»
El presidente saliente de los EE UU:


«Felicidades a uno de mis poetas favoritos, Bob Dylan, por su bien merecido Nobel

(Aunque alguien, aprovechando que el Pisuerga pasa por Varsovia, se ha tomado la molestia de aprovechar la oportunidad para auparse sobre los hombros de Dylan y recordarle a Barack su propio infamante Nobel):


«Obama, eres un puto fraude y, además, ni siquiera eres un borrachuzo de mierda.»

(Traducción libre, pero precisa)

Y hasta el mismísimo Salman Rushdie, entre otros:


«Sí, a mí también me pone verraco Tambourine Man

Toda esta alelada polémica nace de un debate secular y quizá milenario: «¿Qué coño es la literatura». Y no, no basta con mirar la definición en un diccionario, como recomienda Irvine Welsh, para distinguir la diferencia entre literatura y música; sobre todo cuando esa frontera no está tan clara, y la polémica sobre el Nobel de Dylan es buena prueba de ello.
Deshaced ese verso.
Quitadle los caireles de la rima,
el metro, la cadencia
y hasta la idea misma...
Aventad las palabras...
y si después queda algo todavía,
eso
será la poesía.

Al parecer, todos y cada uno de nosotros tenemos nuestra propia idea al respecto. Yo, desde mi humilde y embrutecida ignorancia, creía que literatura es todo lo que persigue transmitir emociones apoyándose en la palabra u otros lenguajes que emulan la discursividad del lenguaje hablado. La poesía es literatura, la novela es literatura, los cómics son literatura (aunque no empleen ni un mísero punto ni una coma, como algunas tiras cómicas de Quino), el cine, que emplea una estructura narrativa y se apoya en diálogos, es literatura (de ahí la lúbrica promiscuidad entre novela y cine que fomenta esta bitácora y que, tal vez, te haya inspirado más de un momento de perplejidad) y, por supuesto, las canciones de Dylan son literatura...

¿El próximo Nobel de Literatura?
Pero claro, este concepto mío es quizá demasiado generoso y una cuña que, mal empleada, podría llevar a la conclusión de que todo es literatura: el origami, el encaje de bolillos, la programación en Phyton, la cirugía, el vello púbico de Sasha Grey, los castellers, la masturbación...

¿Que qué coño es la literatura? Te voy a ser muy sincero:

No tengo ni repajolera idea.

Y no soy el único. Doctores tiene la iglesia acerca de este particular. La comunidad letrada está dividida, próxima al cisma tras la concesión del Nobel a Dylan. Llevando al absurdo sus diferencias, podríamos separar los bandos entre aquellos que piensan que todo arte discursivo es literatura y los que piensan que si una expresión artística va acompañada de guitarra y armónica, no puede de ninguna manera ser literatura. Por el medio, una tierra de nadie llena de zonas grises y opiniones desnortadas como la del que suscribe.


Si la divina Sara no es literatura, merece serlo.
Pero conviene que sepáis que todo este pifostio, a Dylan, se la sopla.

Se la sopla muchísimo.

 

A ver, Bobby tiene ya setenta y cinco tacos de calendario. Sabe que le toca contar los días, si no las horas, que le quedan de vida. Se ha ganado los garbanzos más que razonablemente bien desde los años sesenta haciendo algo que le encanta y que no se le da mal del todo, ha compuesto la banda sonora de varias generaciones de fans, es millonario y conocido en el mundo entero y respetado... al menos por unos pocos.

¿Qué coño supone para Bob Dylan el premio Nobel a estas alturas de la película? Aparentemente nada. En el momento en que escribo estas líneas, todavía no ha hecho una declaración pública al respecto (y conociendo su aversión a la prensa, puede que no lo haga nunca).

Qué coño, voy a ser muy sincero contigo por segunda vez en este artículo: todas las protestas por la decisión de la academia sueca me suenan a sobreactuación, a clasismo, a aullidos de hooligan ofendido por el desprecio a los colores de su equipo («¡otra vez han despreciado al genial Murakami, [Auster, Pynchon..., ponga su escritor favorito en la línea de puntos]), a «¿y tú a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá?» y, ¿por qué no?, a la tan española, pero no exclusivamente ibérica, vanidad humana.

«La literatura es como el culo: todo el mundo tiene una opinión sobre ella, y todas apestan.»

Le han dado el premio Nobel de literatura a Robert Allen Zimmerman.

Pero la verdadera noticia ha sido el monumental encabronamiento de todos los que están en desacuerdo con la decisión de la Academia Sueca y tienen cuenta en Twitter.

Joder, Bobby, y eso que tú nos prometiste hace más de medio siglo que los tiempos estaban cambiando.

Parece que no lo suficiente para perdonarte por ganar un premio que no pediste, al que no te presentaste y que ni aporta ni resta un ápice de valor a tu obra. 

Qué puta es la envidia, coño.

«¿El Nobel? ¿El Nobel yo? ¿Yo el Nobel del 2017? ¡Anda y que os...!»