lunes, 22 de febrero de 2016

Tu libro es una puta mierda y deberías saberlo


Así que has escrito un libro.

Enhorabuena. ¿Y a mí qué?

Espera, deja que me ponga en modo Superratón: «no se ofendan todavía, aún hay más».

Entiéndeme; nada más lejos de mi intención que menospreciar un libro que no he leído, que ni siquiera quiero leer. Para eso ya están los críticos literarios, que además cobran por hacerlo. Tampoco me propongo juzgar tu talento como escritor, o ausencia del mismo, no sin haber visto al menos una muestra de tu trabajo. Es más: te concedo el beneficio de la duda. Puede que seas el nuevo Pérez Reverte, la nueva Matilde Asensi. ¡Qué digo! ¡El nuevo Miguel de Cervantes, el nuevo Joseph Conrad, la nueva Virginia Woolf!

Pero lo más probable es que no. Por simple estadística. Si el noventa por ciento de los libros que se escriben son pura mierda, el tuyo tiene nueve probabilidades contra diez de desprender el mismo hedor a letrina. Es más, hay incluso un escritor, al que si no has leído todavía ya estás tardando en descubrir, que se ha tomado la molestia de formularlo en una ley homónima de aplicación casi universal.

Te contaré un secreto:

Yo he escrito un libro.

Bueno. ¡Un libro! (Perdona si abuso de los signos de exclamación, algo que tú, como escritor, deberías evitar todo lo posible, pero es que me siento muy cómodo contigo y confío en que me perdonarás estos pequeños deslices). Llevo escribiendo casi desde que empecé a hablar y ya tengo canas en el sobaco, así que he perpetrado páginas y páginas. De mi puño y letra han salido varias obras de ciencia-ficción, un par de novelas de terror, una saga de fantasía, una serie que mezcla espionaje y novela negra, relatos cortos de diferentes temáticas, ejem, poemas (pero que eso quede entre nosotros), guiones de cómic, de cine, argumentos para videojuegos y muchas cosas más.

Te contaré otro secreto:

La mayor parte de lo que he escrito en mi vida es una puta mierda y lo sé.

Incluso ahora, con el bagaje de unos treinta y pico años emborronando cuartillas, el noventa por ciento de lo que escribo apesta.

No se ofendan todavía, aún hay más.

Mi primer conato de novela fue una historia de ciencia-ficción con alienígenas llegando a la tierra, conspiraciones gubernamentales, una historia de amor, bla, bla, bla. Tenía ocho o diez años. Imagínate cómo podía ser ese libro. Sí. Exactamente. Gracias a Dios, aquellas cuartillas mecanografiadas desaparecieron, se perdieron, fueron atraídas por un agujero negro y calcinadas en el velo de fuego de la radiación de Hawking.

¿Sabes lo que hice con veinte años? Saqué mis obras completas a la parte trasera de mi casa, las rocié con gasolina y les prendí fuego.

En serio.

Había invertido cientos de horas de trabajo en aquellos cuadernos. Eran doce libretas tamaño folio, de las de doscientas páginas, y estaban recubiertas de esa letra menuda y piojosa que delata mi estigma de miope. Calcula, calcula: dos mil cuatrocientas páginas de texto. La obra de, hasta entonces, toda mi vida.

Joder qué bien ardieron. ¡Para que luego digan que los manuscritos no arden!

¿Qué por qué lo hice? ¿Por qué quemé todos mis papeles?

Porque apestaban. Eran una puta mierda, con «mi» mayúscula. Aquellas libretas no valían los árboles que se habían talado para fabricarlas. Contenían algunas buenas ideas, diez o tal vez doce, que habría podido desarrollar en forma de argumento. También alguna que otra buena historia, pongamos cinco o seis, que podría haber convertido en un relato, quizá en una novela decente. Y párrafos. Había párrafos enteros de los que me sentía orgulloso, pero eran como oasis en medio del desierto. La mayor parte de esas dos mil cuatrocientas páginas no sólo eran impublicables, sino virtualmente ilegibles. Un lastre de papel que me hundía, me estaba ahogando, me impedía cerrar una etapa y dedicarme a escribir otras cosas, quizá no tan vergonzantes.

(Adverbios, otra familia de palabras que deberías dosificar en tus textos. Antes de empezar a escribir, repítete a ti mismo diez veces: «los adverbios son las muletas de los escritores vagos». Verás qué cambio).
¿Te has planteado siquiera la posibilidad, por pequeña que sea, de hacer lo mismo con tu libro?
Lo digo, entre otras cosas, porque ya va siendo hora de asumir que, a pesar de lo que te digan tu mamá, tus amistades, la cajera del Mercadona y tu pareja, las probabilidades de que tengas el más mínimo talento están abrumadoramente en tu contra.

No se ofendan todavía.

Aún hay más.

Te propongo un ejercicio: vete a cualquier librería y coge al azar diez libros. Lee un poco de cada uno de ellos; digamos la primera página y algunas más al azar. Por estadística, nueve de esos libros tienen que ser basura. Si eres incapaz de detectar su pestilencia ha llegado el momento de replantearte tu criterio. Regresa a casa, quizá parando en una gasolinera que te pille de camino, y lee tu libro con ojos nuevos. No lo leas como los padres primerizos miran a su recién nacido, que siempre es el más guapo, el más rosadito y el más inteligente, aunque disipe sus energías durmiendo y babeando, igual que el zote del pueblo. No. Ambos sabemos que todos los recién nacidos son espantosos, parecidos a ranas abotargadas y desolladas. Sí, tú también lo fuiste. Y yo. Y hasta la divina Sara Sampaio. Por eso debes agarrar tu libro y leerlo como si no fuese tuyo. Léelo como si te lo hubiese prestado un amigo, tu novia, un colega, tu peor enemigo... Léelo como si fuese el libro de otro. Es más, deberías leerlo con un lápiz rojo en la mano. Busca los condenados adverbios. Táchalos. Sustitúyelos por otra palabra más digna, que no se vaya con el primer poligonero engominado. Cuenta los adjetivos que le has colgado a ese indefenso sustantivo. ¿Siete? ¿Estás mal de la cabeza? Fuera con al menos seis de ellos. Busca frases y palabras repetidas. Busca tus coletillas. Sí. Las tienes. Todos las tenemos. Yo también. Acogótalas. Repasa bien la ortografía, asegúrate de que la sintaxis es correcta, controla la concordancia, las conjugaciones verbales...
Nunca tendrás una como ella. Va siendo hora de que lo asumas.

¿Que ya lo habías hecho? Enhorabuena. Eso que llevas ganado. Ahora léelo de nuevo. Mejor, ¿verdad? Ya no da tanta vergüenza ajena. Pues ahora vamos a por el hueso. Ese personaje, ¿qué coño pinta en la historia? ¿Nada? Entonces puedes eliminarlo sin que la acción se resienta. Fuera con él. ¿Se nota su ausencia? ¿No? Bien. Sigamos. Este diálogo... ¿pero tú has oído en toda tu puñetera vida a alguien hablando así, hombre de Dios? ¿Además, qué hace este alpargatón iletrado y medio cretino expresándose como el Góngora más oscuro y repelente? Venga ese lápiz rojo. ¿Ya está? ¿Ya lo tienes todo? ¿Has eliminado los personajes inútiles, los diálogos artificiales, los capítulos sobrantes?

Pues una vez más ataca la ortografía, sintaxis, concordancia...

(Eh, borra ese ceño fruncido. Si esto de escribir fuese fácil, todo el mundo lo estaría haciendo).

Después de todas estas correcciones deberías haberte quedado con entre un setenta y cinco y un ochenta por ciento del manuscrito original.

Entonces, ¿ya está?

No. Ni por asomo.

Ahora coge ese libro en el que has invertido tanto esfuerzo, mételo en un cajón y olvídate de él. No pienses en él. No hables de él. Dedícate a otras cosas durante, digamos, tres, seis meses; ve a clases de Zumba, pasa más tiempo de calidad con tu pareja (o encuentra una), sácate el título de oficial churrero o, ¿por qué no?, escribe otro libro. A ser posible, uno muy distinto al anterior. Repite el proceso descrito más arriba. Sólo cuando haya pasado ese plazo de tiempo prudencial, o hayas terminado ese segundo libro, deberías recuperar el primero y releerlo. No olvides el lápiz rojo.

¿Qué tal?

Apesta, ¿verdad? Ahora que tienes una cierta experiencia ves muchas más cosas de tu opera prima que no te gustan: párrafos enteros risibles, metáforas pueriles, personajes de cartón piedra, situaciones tópicas hasta la náusea y momentos devs ex machina que son para la inteligencia del lector el equivalente a un zurriagazo en los hocicos con una patata cruda dentro de un calcetín sudado.

Enhorabuena. Estás el camino correcto.
¿Significa eso que ya eres un escritor?
Ni por asomo. Como me he tomado la molestia de intentar hacerte ver algunos párrafos más arriba, apostaría todo mi dinero a que no tienes el más mínimo talento. ¿Por qué? Una vez más, por simple estadística. El talento escasea. No es un derecho. No es algo que se pueda adquirir practicando ocho horas diarias de lunes a viernes. Sí, te lo concedo: algunas personas particularmente ineptas han parido obras interesantes. ¿Qué significa eso? Que cualquiera tiene un mal día y que hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces diarias.
Puedes pensar que mi empeño es aplastar tus sueños, pero es algo que ni siquiera me he propuesto (pierde cuidado, no te van a faltar candidatos entusiastas). Puedes acusarme de intentar desanimarte, cuando tan sólo intento compartir mi experiencia contigo. Puedes llamarme nihilista, catastrofista, pesimista y un montón de "istas" más.
Pero la triste realidad es mucho más sencilla:

Hay muchas personas que quieren ser escritores. Yo mismo, modestia aparte.

El principal problema de casi todas ellas es que no se dan por vencidas ni mucho después de haber descubierto que, para ser escritor, es requisito indispensable aprender a escribir.

Por cierto, ¿qué haces aquí, perdiendo el tiempo, leyendo las tonterías de un amargado diletante?

(Además, si el noventa por ciento de todo lo que se escribe es pura mierda, este texto tiene nueve posibilidades contra diez de ser precisamente eso).

Machaca con un martillo el puto router y ponte a escribir, ¡coño ya!